John M. Chivington: biografía de un genocida

John Milton Chivington fue una de las figuras más controvertidas del Oeste estadounidense del siglo XIX. Nacido en Ohio en 1821 y originalmente pastor metodista, destacó no por su espiritualidad, sino por su agresividad política y su profunda hostilidad hacia los pueblos indígenas. En plena Guerra Civil se incorporó como coronel al 3.º Regimiento de Caballería de Colorado, una unidad de voluntarios más inclinada al revanchismo y el saqueo que a la disciplina militar. Chivington entendió rápidamente que su carrera política en el territorio de Colorado dependía de mostrar mano dura contra los nativos, y convirtió la violencia en una plataforma electoral. No ocultaba sus deseos: declaraba abiertamente que los indígenas debían ser exterminados para permitir la expansión “civilizadora” de los colonos. Este pensamiento de cruzada racial —mezcla de fanatismo religioso, ambición personal y supremacismo blanco— marcó su liderazgo y su visión de la autoridad. Aunque obtuvo aplausos iniciales por atacar a fuerzas confederadas en Nuevo México, su reputación temprana como “héroe” ocultaba la sombra de un hombre decidido a forjarse un nombre a través de la destrucción de otros. Nada ejemplifica mejor su carácter que la frase con la que se le recuerda: “Los únicos buenos indios son los indios muertos.”

El 29 de noviembre de 1864, al amanecer, Chivington condujo a unos 675 hombres hacia un campamento de cheyennes y arapahos que se encontraban en paz bajo la protección explícita del gobierno estadounidense. El jefe Black Kettle, símbolo de conciliación, ondeaba una bandera de Estados Unidos y una bandera blanca, confiado en las garantías de seguridad ofrecidas por el ejército. Chivington no ignoraba esto: actuó precisamente porque sabía que el campamento estaba indefenso. Lo que siguió no fue una batalla, sino una matanza programada. Las tropas rodearon el asentamiento y abrieron fuego indiscriminado contra mujeres, niños y ancianos que huían. Cuando los disparos cesaron, comenzaron las mutilaciones: los soldados tomaron cabelleras, dedos, orejas e incluso genitales como trofeos. Estos restos fueron exhibidos públicamente en Denver, donde algunos espectadores los celebraron como “victorias.” Las investigaciones posteriores —tres comisiones oficiales, incluida una del Congreso— calificaron lo ocurrido de atrocidad, barbarie y crimen. Incluso oficiales estadounidenses declararon horrorizados. Sin embargo, Chivington jamás fue juzgado: su regimiento había sido desmovilizado y el vacío legal lo protegió. Black Kettle sobrevivió al ataque solo para morir cuatro años después en otra masacre. Sand Creek se convirtió en uno de los episodios más oscuros de la historia estadounidense, ejemplo puro de exterminio disfrazado de acción militar.

La masacre de Sand Creek revela una contradicción que persiste hasta el presente: Estados Unidos se muestra dispuesto a retirar monumentos a figuras europeas por sus vínculos con la colonización, mientras ignora o minimiza episodios igualmente atroces cometidos por sus propios héroes nacionales. En ciudades como Los Ángeles, Cristóbal Colón fue retirado del espacio público bajo argumentos de supuesta justicia histórica; sin embargo, figuras como Andrew Jackson, Kit Carson o el propio Chivington rara vez son objeto de debates equivalentes, a pesar de haber dirigido políticas o acciones directamente vinculadas al exterminio indígena. El país condena con severidad los abusos ajenos, especialmente si proceden de imperios europeos, pero muestra una indulgencia notable hacia los crímenes del expansionismo estadounidense. Esta doble vara de medir no es un error accidental, sino parte de la construcción identitaria: es más fácil señalar al extranjero que mirar al propio espejo. Mientras Colón es presentado como símbolo universal de opresión, el genocidio interno —desde el Sendero de Lágrimas hasta Sand Creek— queda relegado a notas a pie de página en los manuales escolares. La hipocresía no reside en cuestionar la figura de Colón, sino en hacerlo sin aplicar el mismo rigor a quienes actuaron bajo bandera estadounidense, legitimados por discursos de destino manifiesto y progreso. Una memoria histórica honesta no puede basarse en un criterio nacionalista o político que distingue entre los crímenes “de otros” y los crímenes “propios", o entre crímenes "buenos" y crímenes "malos". Sand Creek nos recuerda que Estados Unidos no solo debe retirar estatuas, debe retirar también silencios, omisiones y narrativas complacientes que aún hoy protegen a los responsables de algunas de las peores atrocidades de su pasado.