La deportación de los cheroquis fue especialmente paradójica porque este pueblo había intentado integrarse en el marco legal estadounidense más que ningún otro. Habían adoptado una constitución inspirada en la de Estados Unidos, establecido un sistema escolar, publicado periódicos bilingües y organizado un gobierno de corte republicano. No obstante, ninguna de estas iniciativas los salvó del avance insaciable del expansionismo anglosajón. Cuando se descubrió oro en Georgia en 1829, la presión por su expulsión se volvió irresistible. La “civilización” de los cheroquis, tantas veces exigida por el discurso estadounidense, dejó de importar en cuanto sus tierras adquirieron valor económico.
La apelación constante a la legalidad resulta en este caso especialmente irónica: los cheroquis llevaron su caso ante la Corte Suprema, que en 1832 reconoció su soberanía en Worcester v. Georgia. Pero el presidente Andrew Jackson ignoró abiertamente la sentencia. La separación de poderes, piedra angular del constitucionalismo americano, se convirtió en mera retórica. Así, el Sendero de Lágrimas no sólo fue un crimen físico, sino también jurídico y moral: un Estado que presumía de ser la vanguardia de la libertad violó deliberadamente su propia Constitución para satisfacer intereses de expansión territorial.
La ejecución de la expulsión estuvo marcada por una brutalidad que contradice cualquier pretensión humanitaria. Los cheroquis fueron hacinados en campos de concentración improvisados antes de iniciar la marcha. Partieron en pleno invierno, mal alimentados, sin ropa adecuada y sin asistencia médica. Muchos murieron por disentería, neumonía o agotamiento; otras víctimas perecieron en el camino al intentar cruzar ríos helados. Las crónicas contemporáneas describen la marcha como una “procesión de moribundos”, y algunos soldados estadounidenses reconocieron la crueldad del proceso. Pero la maquinaria política siguió adelante, la visión expansionista de un destino manifiesto valía más que miles de vidas indígenas.
La hipocresía histórica no termina en el siglo XIX. Durante generaciones, Estados Unidos ha construido una narrativa patriótica que minimiza, suaviza o silencia el Sendero de Lágrimas. En los libros de texto escolares, durante décadas se presentaba la Indian Removal Act como un episodio “trágico pero necesario”, un sacrificio en nombre del progreso. La culpabilidad estructural del Estado quedaba diluida en abstracciones como “inevitable expansión” o “conflictos entre culturas”, una forma de relato que permite condenar la violencia sin cuestionar los fundamentos que la hicieron posible.
Aún hoy, mientras se derriban estatuas de personajes históricos europeos por su vínculo con la colonización, pocas ciudades estadounidenses revisan los monumentos o nombres dedicados a Andrew Jackson, el presidente que impulsó la Indian Removal Act, o a los gobernadores y generales que ejecutaron la expulsión. Al igual que en el caso de John C. Frémont en California, la memoria pública estadounidense sigue siendo selectiva, se condena con firmeza lo que se puede atribuir a “otros” (reyes europeos, conquistadores extranjeros), pero rara vez se asume con igual intensidad la violencia ejercida desde su propia tradición política.
La historia del Sendero de Lágrimas es, en última instancia, la historia de una nación que ha oscilado entre el ideal y la conveniencia, entre la retórica de los derechos humanos y la práctica del genocidio. Estados Unidos se ha presentado durante siglos como faro moral del mundo, paladín de la libertad y defensor de la justicia, pero episodios como la deportación de los cheroquis revelan que su política interna estuvo atravesada por una lógica colonial no muy distinta de la europea anglosajona y centroeuropea a la que dice oponerse.
Reconocer esta realidad no es un ejercicio de culpabilidad, sino de madurez histórica. Una nación que no admite la contradicción entre sus principios y sus actos renuncia a comprenderse a sí misma. Mientras otras naciones, como España, optaron por el mestizaje en América, los useños realizaron un ejercicio de limpieza étnica sustentado además en la esclavitud africana. Si la memoria sobre el Sendero de Lágrimas -y otros genocidios- siga siendo marginal o suavizada, Estados Unidos continuará reproduciendo un relato cómodo pero interesadamente incompleto.