El amanecer del 12 de abril de 1861 tiñó el cielo de
Carolina del Sur de un rojo inquietante. En el puerto de Charleston, las
primeras baterías confederadas abrieron fuego contra Fort
Sumter, una pequeña fortaleza federal que resistía rodeada por
las aguas. Durante treinta y cuatro horas, los cañones rugieron sobre el
Atlántico como si el propio cielo quisiera anunciar un nuevo juicio
sobre los Estados Unidos. Cuando el humo se disipó, no había caído
ningún muerto, pero el país acababa de morir y renacer al mismo tiempo.
La guerra civil había comenzado.
Nadie, en 1860, podía fingir que no veía venir la tormenta. Desde
hacía décadas, el país vivía con una herida abierta: la
esclavitud. En las plantaciones del sur, millones de hombres y
mujeres trabajaban bajo el sol sin derecho a su propio cuerpo ni a su
propio nombre. En las ciudades industriales del norte, los periódicos y
las iglesias clamaban contra esa injusticia, mientras los políticos
trataban de mantener una paz imposible. El país se extendía ahora desde
el Atlántico hasta el Pacífico, impulsado por la fiebre del algodón, el
ferrocarril y la creencia casi religiosa en el “Destino Manifiesto”.
Pero bajo esa apariencia de expansión y prosperidad, dos civilizaciones
se habían formado de espaldas una a otra. El sur
agrario, jerárquico, tradicionalista y patriarcal, vivía del
trabajo esclavo y de la exportación de algodón; el norte urbano
e industrial creía en el trabajo libre y el progreso
individual. Entre ambos mediaban no solo ríos y montañas, sino valores,
religiones y lenguajes morales distintos.
Los debates políticos habían sido una danza constante sobre el
abismo. Cada nuevo territorio conquistado abría la misma pregunta: ¿será
libre o esclavista? La Ley Kansas-Nebraska (1854) había
encendido la mecha al dejar esa decisión en manos de los colonos. Kansas
se tiñó de sangre antes de ser un estado. Allí, antes que en ningún otro
lugar, americanos mataron a americanos por la esclavitud. Cuando
Abraham Lincoln, un abogado autodidacta de Illinois,
ganó las elecciones de 1860, once estados del sur decidieron marcharse.
No esperaron a saber qué haría: bastó su elección para que lo
consideraran una amenaza. En diciembre, Carolina del
Sur proclamó su secesión; en los meses siguientes la siguieron
Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana y Texas. En febrero de
1861, en Montgomery (Alabama), nació una nueva nación: los
Estados Confederados de América, con su propia
constitución y su propio presidente, Jefferson Davis.
Lincoln, mientras tanto, llegaba a Washington bajo escolta secreta,
entre rumores de atentados. En su discurso inaugural, tendió una mano a
los estados del sur: no había intención de abolir la esclavitud donde ya
existía, pero tampoco permitiría que se desmembrara la Unión. “No somos
enemigos —dijo—, sino amigos. No debemos ser enemigos.”. Las palabras
resonaron con nobleza, pero la pólvora ya estaba seca. El bombardeo de
Fort Sumter fue el disparo simbólico que convirtió el desacuerdo
político en una guerra total.
En los primeros meses, ambos bandos pensaron que el conflicto sería
breve, suele pasar en casi todas la guerras. Los jóvenes de Virginia y
Pensilvania se alistaron entre vítores y bandas de música, convencidos
de que volverían antes de Navidad. Pero el optimismo se disipó pronto.
En Bull Run, la primera gran batalla, el ejército de la
Unión fue derrotado y se desbandó en el caos. La guerra sería larga,
sucia y dolorosa. Los soldados del norte vestían uniformes azules; los
del sur, grises. Pero el color no decía toda la verdad: en ambos bandos
había hambre, fiebre, barro y miedo. Las batallas de Antietam, Shiloh o
Fredericksburg dejaron decenas de miles de muertos en campos que al
amanecer eran verdes y al anochecer parecían cementerios. Era una guerra
moderna, con rifles de retrocarga, artillería pesada y ferrocarriles que
movían tropas más rápido que nunca. Los médicos, sin anestesia ni
antibióticos, amputaban a ritmo de fábrica.
La guerra no fue solo militar: fue económica, política y
psicológica. El norte, con su industria y sus vías férreas,
podía sostener un esfuerzo bélico prolongado; el sur, en cambio,
dependía de sus exportaciones de algodón y del apoyo de Inglaterra o
Francia, que nunca llegó. Mientras tanto, Lincoln afrontaba una tarea
titánica: mantener unida a una Unión dividida. Suspendió el hábeas
corpus, encarceló a periodistas y lidió con generales tan orgullosos
como ineficaces. No era un caudillo por naturaleza, pero aprendió a
serlo. Detrás de su serenidad, se escondía una determinación de
hierro.
En 1862, el río Misisipi se convirtió en una arteria estratégica. El
general Ulysses S. Grant, de aspecto desaliñado y
carácter implacable, comenzó su ascenso con una serie de victorias
decisivas en el oeste. Grant no creía en retiradas: “Voy a pelear en
esta línea si me cuesta todo el verano”, escribió. En el este, sin
embargo, la Confederación tenía a su propio genio: Robert E.
Lee, un caballero virginiano que combinaba la audacia táctica
con una visión casi romántica del deber. Sus victorias en los campos de
Virginia lo convirtieron en una leyenda viva.
El punto de inflexión moral llegó en 1863. Lincoln, presionado por
los abolicionistas y consciente de que necesitaba dar a la guerra un
propósito superior, firmó la Proclamación de
Emancipación. A partir del 1 de enero, todos los esclavos en
los territorios rebeldes serían libres. No liberaba a los esclavos de
los estados leales, pero transformaba la naturaleza del conflicto: ya no
se luchaba solo por la Unión, sino por la libertad. Para los
afroamericanos, la noticia fue un trueno de esperanza. Muchos escaparon
de las plantaciones y se unieron al ejército de la Unión. Más de 180 000
combatieron bajo la bandera de las estrellas, demostrando un valor que
ni el prejuicio podía negar. Su participación no solo cambió el rumbo de
la guerra, sino la conciencia del país.
El mismo año, las tropas de Lee invadieron Pensilvania y se
enfrentaron a la Unión en Gettysburg. Durante tres
días, el campo se convirtió en un infierno. Al terminar, 50 000 hombres
yacían muertos o heridos. Fue la gran derrota del sur, el comienzo de su
declive. Meses después, en ese mismo lugar, Lincoln pronunció un
discurso de apenas dos minutos que redefinió el sentido de la
nación:
“Que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no
desaparezca de la faz de la Tierra.”
La guerra se volvió cada vez más despiadada. En 1864, el general
William Tecumseh Sherman emprendió su célebre
“marcha hacia el mar”: una campaña de destrucción
sistemática por Georgia, arrasando ferrocarriles, cosechas y fábricas.
Su objetivo no era solo derrotar al ejército enemigo, sino quebrar su
voluntad de seguir luchando. Grant, mientras tanto, tomó el mando del
ejército del Potomac y enfrentó a Lee en una serie de batallas brutales
—Wilderness, Spotsylvania, Cold Harbor— donde los cuerpos se amontonaban
como árboles caídos. Ambos sabían que el final estaba cerca, pero el
precio sería terrible. En abril de 1865, las tropas de Lee, exhaustas y
sin suministros, abandonaron Richmond, la capital confederada. Una
semana después, en Appomattox Court House, Lee se
rindió ante Grant. Los dos hombres se saludaron con respeto. Grant
ofreció condiciones generosas: los soldados confederados podrían volver
a sus casas con sus caballos y sus armas. No habría
humillación. La guerra había terminado.
El júbilo en el norte fue inmenso, pero duró poco. El 14 de
abril de 1865, apenas cinco días después de la rendición,
Lincoln asistía a una obra en el teatro Ford, en Washington, cuando el
actor sureño John Wilkes Booth le disparó por la
espalda. El presidente murió a la mañana siguiente. Su muerte convirtió
la victoria en un duelo nacional. El país se vio entonces ante una tarea
colosal: reconstruirse. ¿Cómo reintegrar a los estados
rebeldes? ¿Qué hacer con los cuatro millones de esclavos liberados? La
Reconstrucción prometía una nueva era de libertad y
derechos civiles, pero el odio y el racismo sobrevivieron a la derrota.
En el sur surgieron leyes de segregación, milicias terroristas como el
Ku Klux Klan y una narrativa —la “Causa Perdida”— que
idealizó el pasado confederado. La paz, en realidad, fue una tregua
inestable. Los campos del sur quedaron devastados, las familias
divididas, la memoria marcada por fantasmas. Y sin embargo, algo había
cambiado para siempre: la nación había sobrevivido, aunque a un precio
incalculable.
La Guerra de Secesión dejó más de 620 000 muertos,
una cifra superior a la de todas las guerras estadounidenses siguientes
hasta el siglo XX. Pero también dejó una nueva definición de lo que
significaba ser estadounidense. La Unión triunfante emergió más fuerte,
más centralizada, más moderna. El Estado federal asumió un papel
protagonista en la economía, las infraestructuras y los derechos
civiles. Pero, sobre todo, el país heredó una conciencia moral
renovada: la libertad no era solo un derecho individual, sino
un compromiso colectivo.
En los campos de Gettysburg, Vicksburg o Appomattox, nació un nuevo
tipo de patriotismo: no el del orgullo ciego, sino el del sacrificio
compartido. Como escribió el poeta Walt Whitman, que trabajó como
enfermero voluntario durante la guerra:
“Los Estados Unidos mismos son esencialmente el poema más
grande.”
Y como todo poema verdadero, su belleza está hecha también de
dolor.
Hoy, más de siglo y medio después, la Guerra de Secesión sigue siendo
el gran espejo en el que los estadounidenses se miran para comprenderse.
Las banderas, las estatuas y los nombres de sus generales continúan
alimentando debates sobre memoria, identidad y justicia. La guerra no
resolvió todas las contradicciones del país; de hecho, muchas de ellas
—la desigualdad racial, la tensión entre libertad individual y autoridad
federal— siguen vivas. Pero sí estableció un principio irreversible: que
la nación no podía seguir existiendo mitad libre y mitad esclava, mitad
unida y mitad dividida. Lincoln lo había intuido mucho antes de Fort
Sumter. En 1858, durante su célebre discurso de la “Casa dividida”,
pronunció las palabras que acabarían siendo proféticas:
“Una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse. Este gobierno
no puede perdurar, permanentemente, mitad esclavo y mitad libre.”
La Guerra de Secesión fue el fuego que consumió esa casa para
reconstruirla desde sus cimientos. Y aunque las llamas se apagaron hace
más de ciento cincuenta años, su resplandor todavía ilumina —y quema— la
conciencia de una nación que sigue aprendiendo a vivir con su propio
pasado.