La fregona: un invento español

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Antes de que existiera la “fregona” como la conocemos hoy, la limpieza del suelo se hacía con métodos más rudimentarios: bayetas o trapos que se escurrían a mano, y muchas veces fregar implicaba arrodillarse o estar en contacto directo con el suelo húmedo. De hecho, ya en el siglo XIX aparecen patentes de instrumentos de limpieza con palo y trapo: por ejemplo, en 1837 un inventor estadounidense obtuvo una patente para un tipo de mopa friega suelos. Pero esos aparatos no eran aún la versión moderna con cubo, escurridor y palo con mocho.

En España, durante la década de los años 50 del siglo XX, conviven propuestas domésticas que intentan modernizar la limpieza. Por ejemplo, en 1953 Julia Montoussé Fargues y Julia Rodríguez‑Maribona, registraron un “modelo de utilidad” (una forma de protección intelectual) para un dispositivo compuesto por cubo, palo y trapo destinado a facilitar el fregado de suelos. Este antecedente demuestra que la idea de mejorar la limpieza doméstica estaba en marcha, y que existía conciencia de que era deseable evolucionar los métodos tradicionales. Pero ese diseño no terminó de imponerse comercialmente ni alcanzar la difusión masiva que caracteriza a la fregona moderna.

El protagonista principal reconocido por la historia moderna de la fregona es el ingeniero aeronáutico español Manuel Jalón Corominas. Jalón estudió en Madrid, trabajó como oficial del ejército del aire, y durante una estancia en Estados Unidos observó un método más cómodo de limpieza en hangares: usaban mopas planas y cubos especiales, lo que le pareció una idea con gran potencial. Inspirado por ese sistema, en 1956 comenzó a fabricar en España los primeros cubos con rodillos para escurrir el trapo sin necesidad de hacerlo a mano, y combinó ese cubo con un palo y un mocho/trapo. A partir de ahí, su empresa —Manufacturas Rodex, fundada en 1958— empezó a comercializar el invento, que con el tiempo llegaría a millones de hogares. Finalmente, en 1964 Jalón obtuvo la patente de invención que reconoce oficialmente su diseño como “fregona moderna”, un conjunto que hasta entonces no había existido con éxito ni difusión similar. Gracias a eso, se le atribuye la condición de “inventor de la fregona”. Las fregonas de Jalón y su empresa se exportaron a decenas de países: Estados Unidos, China, y muchos más, lo que demuestra la eficacia del diseño y su aceptación internacional.

Y lo que resultó revolucionario no fue solo un objeto nuevo: permitió cambiar la forma de limpiar suelos. Con esta herramienta, muchas personas dejaron de fregar de rodillas, reduciendo el esfuerzo físico, los problemas en rodillas o espalda, y haciendo la tarea doméstica sustancialmente más cómoda.

El Arreglo de Madrid (1891): la protección internacional de las marcas

El Arreglo de Madrid fue adoptado en 1891 con el objetivo de establecer un mecanismo internacional que permitiera la protección de marcas comerciales en múltiples países mediante un procedimiento simplificado. A partir de ese convenio de 1891 —tras varias revisiones a lo largo del tiempo— se fue gestando lo que hoy conocemos como Sistema de Madrid: un régimen internacional gestionado por Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) que facilita el registro y la gestión global de marcas. A la firma original se sumó en 1989 el Protocolo de Madrid, con el fin de modernizar y flexibilizar el sistema, adaptándolo a las realidades de muchos países que no podían acogerse al Arreglo original. El Arreglo y el Protocolo conviven bajo la denominación común de “Sistema de Madrid”, que define la Unión de Madrid: el conjunto de Estados y organizaciones que han aceptado al menos uno de estos tratados.

El propósito del Sistema de Madrid es ofrecer un camino más sencillo, menos costoso y más eficaz para que titulares de marcas obtengan protección internacional. En lugar de presentar solicitudes independientes en cada país —con diferentes idiomas, tasas, plazos y requisitos—, el solicitante puede presentar una única solicitud internacional ante la OMPI (vía su oficina nacional de marcas) y designar los países en los que desea protección. Si la oficina de alguno de los países designados no comunica un rechazo en un plazo preestablecido, la marca adquiere un efecto equivalente al registro nacional en cada uno de esos países. Además de simplificar el registro inicial, el Sistema de Madrid facilita la gestión posterior de la marca —cambios de titularidad, modificaciones, renuncias parciales, adición de nuevos países o renovación— mediante un único procedimiento centralizado. Este marco reduce barreras para empresas, emprendedores e inventores que aspiran a operar o expandir su marca en varios mercados, convirtiéndose en una herramienta clave para la globalización de la identidad comercial.

La importancia del Arreglo / Sistema de Madrid radica precisamente en esa capacidad de internacionalización eficiente, algo esencial en un mundo cada vez más interconectado. Al ofrecer un procedimiento unificado, el Sistema permite a pequeñas y medianas empresas, así como grandes corporaciones, proteger su marca en decenas de países sin necesidad de realizar múltiples trámites complejos. Esto no solo ahorra tiempo y dinero, sino que reduce la incertidumbre jurídica y mejora la coherencia en la protección de la marca a lo largo de distintas jurisdicciones. Además, el hecho de que la protección de la marca dependa de un registro internacional administrado por la OMPI añade una dimensión de confianza y uniformidad legal, algo especialmente valioso en negocios globales. En términos más amplios, el Sistema de Madrid es un instrumento que potencia el comercio internacional, la expansión empresarial, la protección de reputaciones de marca y la seguridad jurídica para los titulares, lo que lo convierte en pilar central del sistema moderno de propiedad intelectual.

Filippo Brunelleschi: historia de la primera patente

Filippo Brunelleschi —famoso por la cúpula de Santa María del Fiore en Florencia— ocupa también un lugar singular en la historia de lo que hoy entendemos por patentes. En 1421 la República de Florencia le concedió un privilegio exclusivo —lo que muchos historiadores califican como una de las primeras «patentes» modernas— para una embarcación y su mecanismo de carga ideados para transportar los enormes bloques de mármol necesarios en las obras públicas y en la construcción de la cúpula. El documento florentino otorgaba a Brunelleschi una exclusividad de tres años sobre la construcción y uso de ese ingenio, a cambio de que lo hiciera público y de utilidad para la ciudad; es decir, la autoridad reconocía la inversión del inventor y le permitía explotar económicamente su invención durante un tiempo limitado. Ese privilegio se interpreta hoy como un antecedente directo del moderno derecho de patentes porque reunía elementos esenciales: reconocimiento oficial, exclusividad temporal y la obligación de divulgar la invención para beneficio público. Al mismo tiempo conviene matizar que no fue absolutamente «la primera vez» que se dieron protecciones de este tipo en Europa: precedentes y concesiones similares aparecen en otras ciudades italianas y en documentos anteriores —por ejemplo, registros en la república de Venecia y otros privilegios del siglo XV—, de modo que la historia del derecho de patentes es gradual y compleja.

La invención por la que Brunelleschi obtuvo el privilegio consistía, de forma resumida, en una barcaza con aparejos y mecanismos de elevación diseñados para facilitar la carga y el transporte por el río Arno, reduciendo costos y riesgos frente a los métodos tradicionales. Con la misma visión ingenieril que aplicó a la cúpula, Brunelleschi proyectó soluciones mecánicas y de maniobra que pretendían transformar la logística del transporte de material pesado de construcción. Historiadores y fuentes técnicas describen cómo ese conjunto fue presentado al magistrado florentino como un avance económico y estratégico para la ciudad, lo que justificó la concesión del monopolio temporal. No obstante, la historia posterior tuvo un giro menos afortunado: años después se construyó una gran embarcación asociada a sus diseños, conocida en la tradición como «Il Badalone» (o variantes del nombre), destinada a traer mármol desde Pisa y otras canteras; según crónicas y estudios posteriores, esa nave se hundió en su primera travesía —pérdida que supuso un duro golpe económico para Brunelleschi y mostró las limitaciones prácticas que a veces separan el diseño teórico de su ejecución en el mundo real. Este episodio, narrado por fuentes modernas y por la propia historiografía de la técnica, subraya que la protección legal de una idea no garantiza automáticamente su éxito operativo.

La importancia de este caso trasciende la anécdota: el privilegio florentino ilustra el nacimiento de una concepción institucional de la innovación que equilibraba interés privado y beneficio público, sentando precedentes para leyes y prácticas posteriores en Europa. El reconocimiento oficial a inventores como Brunelleschi contribuyó a formar un clima en el que la invención técnica podía ser un acto individual recompensado —con incentivos temporales— y, al mismo tiempo, una fuente de conocimiento que, a su vencimiento, podía difundirse y servir al desarrollo general. A medio y largo plazo, esas prácticas fueron modelándose en estatutos más sistemáticos —como el célebre estatuto veneciano de la segunda mitad del siglo XV— y, con el tiempo, dieron lugar a los sistemas nacionales y transnacionales de patentes que conocemos hoy. Además, la historia de Brunelleschi recuerda otro aspecto esencial: la innovación se articula en tres frentes —ingenio, financiación y ejecución— y la protección legal solo actúa sobre el primero de ellos si no se acompaña del apoyo técnico y económico necesarios. Por eso la concesión del privilegio en 1421 es valiosa no solo como curiosidad histórica sino como referencia para comprender cómo las sociedades empezaron a institucionalizar la creatividad técnica y a construir las herramientas legales que hoy regulan la propiedad intelectual.

La OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual): la importancia de proteger las creaciones humanas

La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) es un organismo especializado de las Naciones Unidas cuya historia se remonta a finales del siglo XIX, cuando la cooperación internacional en materia de propiedad intelectual comenzó a tomar forma con la firma del Convenio de París (1883) para la protección de la propiedad industrial y del Convenio de Berna (1886) para la protección de las obras literarias y artísticas. Estos tratados pusieron de manifiesto la necesidad de contar con estructuras estables que facilitaran la coordinación entre los Estados respecto de patentes, marcas, derechos de autor y otros activos intangibles cuyo valor económico y cultural empezaba a cobrar relevancia en un mundo cada vez más interconectado. Con el paso del tiempo, la administración de estos convenios llevó a la creación de uniones internacionales predecesoras de la OMPI, hasta que en 1967 se formalizó la OMPI como una organización internacional encargada de promover un sistema de propiedad intelectual equilibrado y eficaz. En 1974 pasó a integrarse en el sistema de Naciones Unidas como organismo especializado, consolidando su papel como referente global en la materia. Desde entonces, la OMPI ha evolucionado al ritmo de los cambios tecnológicos, económicos y jurídicos, adaptándose a nuevos desafíos como la digitalización, la globalización del comercio y el crecimiento exponencial de la economía del conocimiento.

La labor de la OMPI es amplia y multifacética, guiada por la misión de fomentar la creatividad y la innovación mediante la formulación de un marco internacional que permita proteger los derechos de los creadores y, al mismo tiempo, promover un acceso equilibrado al conocimiento. Una de sus funciones fundamentales es la administración de tratados internacionales que regulan la propiedad intelectual, entre ellos el Tratado de Cooperación en materia de Patentes (PCT), que simplifica de manera significativa la posibilidad de solicitar patentes en numerosos países a través de un único procedimiento internacional, y el Sistema de Madrid, que facilita el registro internacional de marcas permitiendo a empresas y emprendedores proteger sus distintivos en múltiples jurisdicciones mediante una sola solicitud. A ello se suma el Sistema de La Haya para el registro de diseños industriales y otros acuerdos que buscan armonizar criterios técnicos y jurídicos entre países con niveles de desarrollo y tradiciones legales diversas. Junto con estas funciones normativas y administrativas, la OMPI desempeña también un papel central en la provisión de asistencia técnica y capacitación a países en desarrollo, contribuyendo a que fortalezcan sus oficinas nacionales de propiedad intelectual y modernicen sus infraestructuras. Además, actúa como centro de solución de controversias a través de mecanismos de arbitraje y mediación, ofreciendo métodos ágiles para resolver disputas relacionadas con derechos de autor, patentes, marcas o nombres de dominio, particularmente relevantes en un entorno de comercio electrónico globalizado y de creciente complejidad jurídica.

La importancia de la OMPI radica tanto en su contribución al desarrollo económico mundial como en su capacidad para equilibrar intereses que a menudo pueden parecer contrapuestos: por un lado, la necesidad de proteger las creaciones intelectuales para incentivar la innovación y, por otro, el imperativo de asegurar que el conocimiento pueda circular y utilizarse en beneficio de la sociedad. En un contexto en el que los bienes intangibles representan una proporción cada vez mayor del valor de empresas, industrias y países, el papel de la OMPI se vuelve esencial para garantizar que las reglas del juego sean claras, previsibles y aplicables a nivel internacional. Asimismo, su trabajo adquiere relevancia frente a desafíos contemporáneos como la inteligencia artificial, las nuevas formas de distribución digital, la biotecnología y las industrias creativas globales, que requieren marcos legales flexibles y actualizados. La OMPI no solo proporciona las bases para la protección jurídica, sino que también impulsa la cooperación internacional y la creación de capacidades, elementos fundamentales para que la propiedad intelectual funcione como motor de desarrollo sostenible y como puente entre la ciencia, la cultura, la economía y los derechos humanos. En este sentido, su presencia y liderazgo permiten que la innovación y la creatividad continúen siendo fuentes de progreso para las sociedades, reconociendo y valorando el trabajo de inventores, artistas, investigadores y emprendedores en todo el mundo.

Por otro lado, también hay que indicar que por fortuna la creación de obras con derechos libres es cada vez más frecuente, por ejemplo a través del software en código abierto y cooperativo, que facilita mucho el acceso al conocimiento y a la ciencia a países con pocos recursos económicos. Se debería llegar a un equilibrio, en donde los propietarios que han ganado una gran cantidad de dinero con sus creaciones comiencen a plantearse la necesidad de compartir de forma altruista sus obras para el avance del conocimiento humano.

¿Se conocieron Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera?

Federico García Lorca nació en 1898 en Granada, en el seno de una familia acomodada vinculada tanto al mundo rural como al liberalismo cultural propio de ciertos núcleos urbanos andaluces. Tras formarse inicialmente en su ciudad natal, se trasladó a Madrid en 1919, donde ingresó en la Residencia de Estudiantes. Allí consolidó amistades, exploró su vocación creativa y se integró en los ambientes intelectuales más innovadores de su tiempo. Dramaturgo, poeta y músico, su obra se caracteriza por una profunda sensibilidad social, una estética de raíz popular y un dominio de la imagen poética que lo situó en el centro de la llamada Generación del 27. Durante la Segunda República, su compromiso con proyectos culturales de carácter cultural, como La Barraca, reforzó su figura pública como creador implicado en la renovación pedagógica y artística del país. Fue asesinado en agosto de 1936, al comienzo de la Guerra Civil, en un contexto de violencia política extrema.

Por su parte, José Antonio Primo de Rivera nació en 1903 en una familia aristocrática y militar, siendo hijo del general Miguel Primo de Rivera, dictador entre 1923 y 1930. Educado en colegios de élite y posteriormente en la universidad, José Antonio se formó como abogado y cultivó desde temprano una imagen pública cosmopolita y refinada, con un elevado nivel cultural y dominio idiomático. Su papel político cobró relevancia a partir de 1933, cuando fundó el movimiento Falange Española, que aspiraba a sintetizar ideas nacionalistas, corporativas y autoritarias, en diálogo con los movimientos fascistas europeos pero con una retórica propia centrada en el “patriotismo social” y el rechazo al liberalismo parlamentario. Fue diputado en las Cortes de 1933 y 1936, y su oratoria contribuyó de manera significativa a su figura pública. Detenido tras el estallido de la guerra civil, fue asesinado en noviembre de 1936.

Ambos hombres fueron figuras prominentes en la España de los años treinta, pero procedían de mundos sociales, culturales e ideológicos muy diferentes. Sus trayectorias, aunque simultáneas en el tiempo, discurrieron por esferas parcialmente solapadas —la del Madrid intelectual y la de ciertos círculos sociales de la capital—, pero nunca llegaron a confluir de manera documentada con claridad en el terreno político o cultural.

Las divergencias ideológicas entre Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera eran profundas y estructurales. Lorca se reconocía públicamente como un defensor de la libertad individual, la apertura cultural y la justicia social. Aunque no fue afiliado a ningún partido político, su pensamiento se alineaba con la sensibilidad liberal-progresista de la Segunda República. El proyecto teatral universitario La Barraca, que dirigió junto a otros colaboradores, era un instrumento de democratización cultural: buscaba llevar los clásicos del teatro español a los pueblos y zonas rurales, defendiendo el acceso a la cultura como un derecho. Sus declaraciones, poemas y obras dramáticas muestran una mirada crítica hacia las desigualdades y las rigideces sociales, con un énfasis en el sufrimiento de los marginados y en la reivindicación de la dignidad humana. José Antonio, por el contrario, defendía un nacionalismo integral que situaba la unidad espiritual y política de España por encima de la pluralidad ideológica. Su pensamiento rechazaba tanto el liberalismo parlamentario como el marxismo, y promovía una concepción organicista de la sociedad en la que la nación se articulaba a través de unidades económicas y sociales corporativas. Su idea de “revolución nacional-sindicalista” pretendía armonizar capital y trabajo mediante estructuras autoritarias y estatistas. Aunque su discurso incluía referencias a la justicia social y a la superación de la lucha de clases, su proyecto político se movía dentro del marco del autoritarismo. Además, la estética política falangista —uniformes, liturgia pública, sentido heroico de la acción, culto al sacrificio— contrastaba radicalmente con la apuesta de Lorca por la libertad expresiva y la pluralidad.

Es importante señalar que la distancia ideológica entre ambos no implica necesariamente una imposibilidad absoluta de contacto personal; la vida cultural madrileña de los años treinta era permeable y se daban intersecciones entre personas de talante muy distinto. Sin embargo, el horizonte político de cada uno sí hace improbable cualquier convergencia profunda: Lorca representaba la sensibilidad creativa y humanista de la España democrática, mientras que José Antonio aspiraba a refundar la nación bajo un modelo autoritario y jerárquico, propio de la modernidad que suponía uno de los movimientos políticos de aquella epoca: el fascismo.

La cuestión de si Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera llegaron a conocerse personalmente —si fueron presentados, coincidieron en actos públicos o mantuvieron siquiera un breve diálogo— ha sido objeto de debate en estudios biográficos y en artículos académicos sobre la cultura española de los años treinta. La revisión historiográfica reciente, basada en fuentes contrastables, permite fijar con cierta claridad los límites de lo que puede afirmarse. En primer lugar, no existe documentación primaria —cartas, diarios, fotografías, actas o crónicas de prensa contemporáneas— que confirme una presentación formal o un encuentro público verificable entre ambos. Las fuentes que mencionan un posible contacto proceden fundamentalmente de testimonios orales posteriores, recogidos décadas más tarde, o bien de anécdotas transmitidas en entornos literarios y luego incorporadas a obras biográficas. La más citada de estas anécdotas es la de Modesto Higueras, miembro destacado de La Barraca, quien relató que durante una representación en Palencia el 25 de agosto de 1934, José Antonio habría enviado una nota manuscrita a Lorca, interesándose por la compañía teatral. Si bien la anécdota aparece recogida en catálogos académicos dedicados a La Barraca y es mencionada en la literatura crítica, falta cualquier soporte documental directo: la nota no se conserva, no existe copia ni referencia contemporánea en prensa local, y el propio relato se transmitió tiempo después de los hechos. La historiografía especializada la reconoce como una posible interacción, pero de carácter puntual y no verificable de manera concluyente.

Otros testimonios tardíos —por ejemplo, alusiones a encuentros informales en ambientes nocturnos del Madrid republicano— han sido reproducidos por algunos biógrafos, pero también carecen de documentación primaria que los confirme. En todos los casos, la coincidencia se enmarca en espacios sociales donde sí era plausible que personas de perfiles ideológicos diversos coincidieran físicamente: cafés, tertulias, salas de espectáculos. Sin embargo, la coincidencia espacial no implica conocimiento mutuo ni presentación formal. Los estudios académicos recientes, tanto en historia cultural como en literatura, coinciden en subrayar que el relato de una supuesta “amistad” o incluso familiaridad entre Lorca y José Antonio ha sido, en ocasiones, utilizado con fines políticos o identitarios. Desde esta perspectiva, la investigación rigurosa ha insistido en desmitificar esas narrativas: no existe evidencia de una relación personal ni intelectual entre ambos, y los posibles contactos anecdóticos que se han sugerido pertenecen más al ámbito de la tradición oral que al de la documentación histórica verificable. En consecuencia, la hipótesis más sólida desde un punto de vista historiográfico es que pudo existir algún contacto indirecto o bien un encuentro circunstancial difícil de reconstruir, pero no una relación profesional, amistosa o políticamente significativa.

El examen riguroso de las biografías, ideologías y posibles contactos entre Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera permite establecer una conclusión clara: sus trayectorias vitales discurrieron en planos fundamentalmente distintos, con escasas posibilidades de convergencia sustancial. Aunque ambos compartieron escenario temporal y, en parte, geográfico —la España de la Segunda República y ciertos espacios de sociabilidad madrileña—, sus valores, objetivos y universos simbólicos eran profundamente divergentes. Desde el punto de vista ideológico, Lorca encarnaba una sensibilidad abierta, plural, cosmopolita y humanista, mientras que José Antonio promovía un proyecto nacionalista, autoritario, moderno y jerárquico. Esta distancia intelectual hace difícil imaginar una interacción significativa entre ambos, aun si existiera constancia documental de un encuentro. Pero además, la historiografía académica coincide en que faltan pruebas contemporáneas que acrediten presentaciones formales o conversaciones entre los dos. Las referencias existentes son testimoniales, posteriores y no verificadas, y deben tratarse con la prudencia propia del análisis histórico.

Por tanto, la posición más asentada en la investigación actual es que no puede afirmarse que Lorca y José Antonio se conocieran personalmente en un sentido histórico fuerte, aunque no puede descartarse por completo que hubieran coincidido en espacios sociales comunes o que se produjera algún intercambio puntual, hoy no documentado. La evidencia apunta hacia la existencia de anécdotas posteriores, pero no hacia hechos verificables. A la luz de las fuentes disponibles, cualquier afirmación más rotunda iría más allá de lo que permite la documentación.

5 obras muy diferentes sobre los toros

1. Muerte en la tarde — Ernest Hemingway

Obra esencial para entender la mirada que Hemingway proyectó sobre la tauromaquia. Publicada en 1932, combina reflexión estética, análisis cultural y experiencias personales del autor en las plazas de España. Para Hemingway, la corrida es un escenario donde se mide el coraje, la autenticidad y la relación del ser humano con la muerte. No se limita a describir técnicas o suertes: explora la tensión entre arte y tragedia, riesgo y belleza. Su estilo directo convierte el toreo en un símbolo de verdad vital. Es un libro influyente, polémico y profundamente literario, que sigue generando debate casi un siglo después.


2. Tauroética — Fernando Savater

En Tauroética, Fernando Savater ofrece una defensa filosófica, cultural y moral de la tauromaquia desde su habitual claridad argumentativa. El autor aborda la corrida como un fenómeno complejo, legítimo y profundamente humano, alejado tanto de la frivolidad como de la crueldad gratuita. Savater distingue entre sufrimiento, violencia y sentido simbólico, explicando por qué el toro bravo ocupa un lugar singular en nuestra relación con los animales. El libro propone que prohibir los toros implicaría un empobrecimiento cultural y un retroceso ético en la comprensión de la diversidad de tradiciones humanas. Es una obra clara, combativa y accesible.


3. Antitauromaquia — Manuel Vicent

En este ensayo literario, Manuel Vicent despliega su vehemencia y su estilo inconfundible para criticar la tauromaquia desde una perspectiva ética, emocional y estética. Antitauromaquia no es un tratado académico, sino un texto de alto voltaje literario en el que el autor combina memoria, reflexión personal y denuncia moral. Vicent presenta la corrida como un anacronismo violento, un vestigio cultural que —a su juicio— debe superarse. Su prosa irónica, elegante y contundente convierte el libro en un alegato antitaurino que busca interpelar más al corazón que a la razón. Es un documento clave del discurso contrario a los toros.


4. 50 razones para defender la corrida de toros — Francis Wolff

Francis Wolff resume en cincuenta argumentos breves y ordenados su defensa filosófica de la tauromaquia. Cada razón —cultural, estética, ecológica o moral— funciona como un módulo autónomo que explica por qué el autor considera que la corrida es una creación artística singular y valiosa. El tono es claro, racional y divulgativo, lejos de la retórica pasional. El libro es ideal para quien busca una visión sistemática y bien estructurada del pensamiento protaurino actual. Wolff no pretende zanjar el debate, sino ofrecer criterios sólidos para comprender por qué, para muchos, la tauromaquia sigue siendo un patrimonio cultural legítimo.


5. Juan Belmonte, matador de toros — Manuel Chaves Nogales

Esta biografía novelada es una de las obras maestras del periodismo literario del siglo XX. Chaves Nogales retrata a Juan Belmonte no solo como el torero que revolucionó la estética del toreo, sino como un hombre marcado por su tiempo, sus pasiones y sus contradicciones. Con un estilo limpio, ágil y profundamente humano, el autor compone un retrato que trasciende lo taurino para convertirse en una crónica de la España de la época. El libro combina épica, intimidad y lucidez, haciendo de Belmonte un personaje literario inolvidable. Es lectura imprescindible incluso para quienes no son aficionados.


Epistemología: ¿qué significa saber algo?

La epistemología —del griego epistḗmē (conocimiento) y logía (estudio)— es la rama de la filosofía que examina el origen, los límites y la validez del saber. Desde la Antigüedad, pensadores como Platón y Aristóteles se preguntaron qué significa “saber algo” y cómo distinguir el conocimiento de la mera opinión. En la modernidad, Descartes, Hume y Kant redefinieron el problema al debatir si la razón o la experiencia son la fuente del conocimiento. En el siglo XX, figuras como Karl Popper, Thomas Kuhn y Paul Feyerabend transformaron la epistemología al analizar la ciencia como un proceso histórico y humano, siempre provisional y en evolución.



Ignacio Sánchez Mejías y la Generación del 27: mecenas, puente cultural y víctima de silencios interesados

La figura de Ignacio Sánchez Mejías (1891–1934) ocupa un lugar singular en la historia cultural española. Torero de éxito, escritor inquieto, lector voraz y dandi cosmopolita, Sánchez Mejías no solo destacó como un personaje público de enorme magnetismo, sino que se convirtió en uno de los grandes impulsores, protectores y catalizadores de la llamada Generación del 27. Su vida, marcada por el riesgo, la creatividad y la generosidad, y su muerte trágica, que dio origen a una de las elegías más hermosas de la literatura castellana —el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca—, han generado a lo largo del tiempo tanto admiración como incomodidad. Su condición de torero, unida a prejuicios posteriores y lecturas ideológicas interesadas, ha contribuido a que su figura haya sido distorsionada o relegada en relatos institucionales y políticos totalmente sesgados y alejados de la cultura real. Sin embargo, su papel en el surgimiento y consolidación del 27 es indudable, y cualquiera que lo niegue está negando una evidencia histórica. Nadie debería soportar un responsable político de ciencia afirmando que la Tierra es plana, por tanto, nadie debería soportar un responsable político de cultura negando el papel esencial de Ignacio Sánchez Mejías para la formación de la Generación del 27.

Nacido en Sevilla en 1891, Ignacio Sánchez Mejías creció en un ambiente social y culturalmente dinámico. Aunque alcanzó fama y fortuna como torero —primero como banderillero, luego como matador—, su vida nunca se limitó al ámbito de la tauromaquia. De hecho, desde joven mostró inquietudes literarias, actorales y deportivas: fue jugador del Betis en sus orígenes, piloto, actor teatral, autor dramático y, sobre todo, un hombre fascinado por la vida intelectual.

Viajó por Estados Unidos, Francia y América Latina, donde entró en contacto con nuevas vanguardias artísticas y corrientes literarias. Esta apertura cosmopolita, poco habitual en las figuras públicas españolas de la época, le permitió desempeñar un papel decisivo como puente cultural entre la modernidad europea y la joven generación de escritores que empezaba a consolidarse en torno a Madrid y Sevilla. Su amistad con Federico García Lorca, Rafael Alberti, José Bergamín, Luis Cernuda, Gerardo Diego y otros autores del 27 no fue solo afectiva o simbólica: tuvo un impacto real en sus trayectorias y en la divulgación de su obra.

La Generación del 27 fue —al margen de su denominación posterior— un movimiento heterogéneo, un tejido de amistades, admiraciones cruzadas y afinidades poéticas. Pero también fue un proyecto que necesitó espacios, oportunidades, recursos económicos y visibilidad pública. Ahí es donde la figura de Sánchez Mejías se vuelve esencial.

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

Ignacio Sánchez Mejías procedía de un entorno económicamente desahogado y, además, había ganado importantes sumas como torero. Lejos de limitarse a disfrutar de su fortuna, la puso al servicio de la cultura y de quienes creía que estaban definiendo una nueva España intelectual.

Su ayuda financiera se concretó en becas, financiación de revistas, apoyo a proyectos teatrales, organización de encuentros culturales, y un largo etcétera. Gracias a él, varias obras pudieron editarse o estrenarse en momentos en que la precariedad económica amenazaba con silenciarlas.

Como presidente del Ateneo de Sevilla, Sánchez Mejías impulsó uno de los acontecimientos fundacionales del grupo: el homenaje a Luis de Góngora en 1927, acto que dio nombre a la generación. Él no solo facilitó el evento, sino que asumió gastos de organización, manutención y transporte de varios de los asistentes. Sin ese apoyo logístico y económico, es muy probable que el célebre homenaje —hoy considerado el acto inaugural del 27— hubiera sido imposible o mucho más modesto. Por tanto, es una figura clave para la Generación del 27, repito, el que quiera ignorar esto no deja de ser un profundo sectario.

Sánchez Mejías representaba un ideal moderno de cultura abierta: un torero que escribía, un aficionado que dialogaba con vanguardias, un hombre público que rechazaba el antiintelectualismo, un mecenas que no imponía líneas estéticas. Su presencia protegió al grupo en un contexto donde los artistas jóvenes podían ser fácilmente marginados o caricaturizados.

A pesar de su aportación decisiva, Ignacio Sánchez Mejías ha sufrido una suerte de cancelación en ciertos discursos culturales contemporáneos, muy alejado de la modernidad, a la que Ignacio Sánchez Mejías representó tan bien. Esta tendencia -la de juzgar el pasado con los criterios personales o ideológicos de los políticos- es cada vez más común en algunas instituciones políticas pretendidamente culturales. La raíz de este silenciamiento por parte de esos políticos radicales suele ser su condición de torero.

En ciertos sectores culturales y políticos, existe la tendencia a dividir la historia en categorías morales rígidas. En este marco, la tauromaquia es considerada por algunos como una práctica incompatible con la modernidad estética o con determinados valores contemporáneos. Este aspecto, radicalmente opuesto a la realidad -el toreo es un arte moderno-, hace que Sánchez Mejías quede encasillado como “torero” antes que como intelectual, escritor o mecenas. Este enfoque empobrece el relato histórico y elimina matices fundamentales.

Los políticos radicales han mostrado oposición a conmemorar su figura, no por falta de relevancia histórica, sino por una incomodidad derivada de debates contemporáneos sobre la tauromaquia. Se trata de un fenómeno que trasciende ideologías concretas y que refleja una dinámica más profunda: la tendencia de algunos responsables públicos a proyectar sus propios prejuicios y obsesiones personales sobre la gestión de la memoria y el dinero de todos. El problema no es la postura personal respecto a los toros -totalmente respetable-, sino la instrumentalización de esa postura para decidir qué figuras históricas merecen homenaje y cuáles deben ser reducidas o ignoradas.

Resulta paradójico que un país que reivindica con orgullo a Lorca, Cernuda o Alberti pueda, al mismo tiempo, minimizar al hombre que contribuyó a que muchos de ellos tuvieran medios, espacios y oportunidades. Intentar separar la historia literaria española de Sánchez Mejías es tan absurdo como pretender estudiar la vanguardia francesa sin mencionar a Gertrude Stein o al círculo de mecenas rusos que financiaron el ballet moderno. La cultura nunca brota en el vacío: se construye sobre redes humanas, afectivas y materiales.

Ignacio Sánchez Mejías no fue únicamente un torero célebre; fue un intelectual autodidacta, un mecenas generoso, un impulsor de proyectos culturales decisivos y un nexo irreemplazable en la formación de la Generación del 27. Ignorar su figura por prejuicios contemporáneos implica empobrecer el entendimiento del pasado y mutilar el relato de uno de los momentos literarios más brillantes de España. Recuperarlo no es un acto político: es un acto de justicia histórica. Y es, también, una oportunidad para recordar que la cultura se sostiene gracias a personas valientes, contradictorias y luminosas como él, capaces de unir mundos que otros preferirían mantener separados o directamente erradicados.

Paul Feyerabend: el científico como rebelde del conocimiento

Paul Feyerabend (1924–1994) fue uno de los pensadores más irreverentes y originales del siglo XX. Su nombre suele asociarse con el “anarquismo epistemológico”, una etiqueta que él mismo aceptaba con ironía, pero que describe bien su espíritu iconoclasta. En su obra más conocida, Contra el método (1975), Feyerabend cuestionó las ideas más arraigadas sobre la ciencia, el progreso y la figura del científico. Frente a la visión tradicional —heredada del positivismo y la filosofía analítica— que concibe al científico como un observador racional, objetivo y guiado por un método universal, Feyerabend propuso una imagen muy distinta: la del científico como un creador libre, intuitivo y rebelde. Para Feyerabend, la ciencia no avanza siguiendo reglas fijas, sino precisamente rompiéndolas. Las grandes revoluciones científicas —Copérnico, Galileo, Newton, Einstein— no fueron el resultado de una aplicación ordenada del “método científico”, sino de saltos imaginativos y rupturas con el pensamiento dominante. Galileo, por ejemplo, recurrió a experimentos mentales, metáforas poéticas y estrategias retóricas más propias de un artista que de un técnico del laboratorio. Feyerabend lo admiraba no solo como físico, sino como un maestro de la persuasión y del pensamiento libre. De ahí su célebre afirmación: “El único principio que no inhibe el progreso es: todo vale” (anything goes). Este lema no debe entenderse como una defensa del caos o del relativismo absoluto, sino como una reivindicación de la diversidad metodológica y cultural en la ciencia. Feyerabend sostenía que imponer un único método o un solo modo de razonar —como el empirismo lógico o el racionalismo crítico— empobrece la creatividad científica. Las ideas nuevas, por su propia naturaleza, suelen nacer al margen de las normas establecidas. Por eso, decía, “siempre que se prohíbe un procedimiento, se destruye una posibilidad de descubrimiento”. En este sentido, el científico auténtico se asemeja más a un artista o a un explorador que a un funcionario del conocimiento: experimenta, improvisa, combina, se contradice, e incluso a veces se equivoca espectacularmente. Pero esa es precisamente la condición del progreso.

Feyerabend también criticó la imagen institucionalizada de la ciencia como autoridad moral y cultural. En su opinión, la ciencia moderna se había convertido en una especie de religión secular, con sus dogmas, sus jerarquías y su fe en la razón pura. Los científicos, en lugar de ser buscadores libres de verdad, corrían el riesgo de transformarse en burócratas del saber, defensores de un sistema cerrado que descalifica toda forma de conocimiento distinta —desde las tradiciones populares hasta la filosofía o el arte—. En Adiós a la razón (1987), Feyerabend llega a sostener que la ciencia debe situarse “al mismo nivel que otras tradiciones de conocimiento”, sin reclamar un privilegio especial en la búsqueda de la verdad.

Detrás de estas provocaciones se esconde una idea profunda: el conocimiento humano es esencialmente plural y contextual. No existe un punto de vista neutral ni un método único capaz de describir el mundo en su totalidad. La ciencia es una construcción cultural —brillante, pero histórica—, y sus teorías deben entenderse como formas de interpretación entre muchas otras posibles. De hecho, Feyerabend defendía que el contacto con otras tradiciones (filosofías orientales, cosmologías indígenas, mitologías, artes) podía enriquecer la propia práctica científica al recordarle sus límites y abrir nuevas perspectivas.

Su concepción del científico, por tanto, no es la del sabio distante y aséptico, sino la del rebelde epistemológico: alguien que no teme contradecir las normas de su tiempo, que explora caminos alternativos y que reconoce la dimensión humana —emocional, retórica, incluso estética— del conocimiento. Feyerabend creía que esta actitud no solo favorecía la innovación científica, sino también una cultura más democrática. En una sociedad libre, decía, la ciencia no debe ocupar un trono, sino dialogar de igual a igual con otras formas de saber.

Paul Feyerabend fue, en definitiva, un defensor apasionado de la libertad intelectual. Su figura sigue incomodando tanto a los defensores del cientificismo como a los relativistas extremos, porque su pensamiento combina irreverencia con lucidez. Recordarnos que “no hay método que garantice la verdad” no significa rendirse al irracionalismo, sino aceptar que el conocimiento es una aventura humana, creativa y siempre inacabada. En un mundo cada vez más tecnocrático, su mensaje resuena con fuerza: el científico auténtico no es quien obedece las reglas, sino quien se atreve a reinventarlas.

50 Razones para defender las corridas de toros de Francis Wolff

La obra de Francis Wolff, 50 razones para defender la corrida de toros, constituye un esfuerzo intelectual significativo y riguroso para establecer las bases de la ética de la tauromaquia. Como filósofo y catedrático, Wolff responde a la creciente ola prohibicionista, particularmente la manifestada tras la votación del Parlamento catalán en 2010, utilizando las "armas de la razón" para argumentar que la corrida de toros no es meramente "disculpable", sino "moralmente buena".

A nivel filosófico, el libro se articula en una defensa del humanismo frente al creciente animalismo, al que califica de ideología con efectos perniciosos. Wolff sostiene que el único argumento real contra la fiesta es la sensibilidad, una emoción que, aunque respetable, es sorda a la razón. Su crítica central radica en la confusión de los principios humanistas (basados en la justicia, reciprocidad y dignidad para el hombre) con los deberes hacia los animales. Según Wolff, el animalismo, al intentar elevar a los animales al nivel humano, corre el riesgo de "rebajar a los hombres al nivel en el que tratamos a los animales".

Es justamente porque el hombre no es un animal como los demás por lo que tiene deberes hacia ellos y no al contrario.

Una de las contribuciones académicas más notables es la refutación del concepto de "tortura". Wolff argumenta que la lidia se opone a la tortura en cinco aspectos, siendo el más crucial que la corrida no tiene como objetivo el sufrimiento del toro. Además, recurre a evidencia fisiológica (basada en estudios del profesor Illera del Portal) para demostrar la singularidad del toro de lidia (Bos taurus ibericus). Este animal, genéticamente seleccionado para el combate, segrega una gran cantidad de beta-endorfinas, un opiáceo endógeno que bloquea los receptores del dolor, transformando el dolor en un "estimulante para la lucha". En contraste, la agresión pasiva (como una descarga eléctrica) sobre el animal sí provoca estrés y huida.

Desde una perspectiva cultural y estética, Wolff exalta la tauromaquia como un valor inestimable. La defiende como una de las últimas formas de ganadería extensiva en Europa, esencial para la conservación de la biodiversidad y el ecosistema único de la dehesa. Además, la corrida es un arte original que entronca con la esencia misma de la creación artística: dar forma humana a la materia natural. Es un espectáculo de "sublime grandeza" que fusiona lo clásico y lo contemporáneo, donde la belleza surge del miedo a morir. Finalmente, la fiesta es una manifestación de valores universales —el valor, la inteligencia, el dominio de sí mismo—, y el torero se convierte en un modelo de virtudes morales.

En última instancia, el libro no solo ofrece argumentos para la defensa taurina, sino que también funciona como una defensa de la diversidad cultural y el principio de libertad frente a las moralidades prohibicionistas. Wolff concluye con la pregunta retórica sobre quiénes son realmente los bárbaros: ¿los que perpetúan este arte o los que pretenden prohibirlo en nombre del supuesto bienestar animal?.

A continuación, se presenta el listado de las 50 razones para defender la corrida de toros:

        ¿Son tortura las corridas de toros?

  1. Las corridas de toros no tienen como objetivo hacer sufrir a un animal.
  2. Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro.
  3. Las corridas de toros no tendrían ningún sentido sin el riesgo de la muerte del torero.
  4. ¡Si un toro fuera torturado huiría!.
  5. Hablar de tortura ¿no es confundir al hombre con el animal?.
  6. El sufrimiento del toro

  7. El estrés del toro.
  8. La adaptación fisiológica del toro a la lidia.
  9. Dolor y lidia.
  10. «¡Pero el toro no quiere luchar!».
  11. «Pero la lucha es desigual: el toro siempre muere».
  12. La muerte del toro

  13. ¿Tenemos derecho a matar animales?.
  14. ¿Por qué matar a los toros?.
  15. Pero al menos ¿se podría no matar al toro en público, tal como prescribe la ley portuguesa?.
  16. Todas las tauromaquias implican el respeto al toro.
  17. La norma taurómaca consiste en afirmar que no se puede matar al animal sin arriesgar la propia vida.
  18. El toro no es abatido, tal como lo atestigua el ritual taurómaco.
  19. El toro no es abatido, se le respeta en su propia naturaleza.
  20. ¿La mejor de las suertes?.
  21. Los toros y el medio ambiente

  22. Una de las últimas formas de ganadería extensiva en Europa.
  23. Un ecosistema único.
  24. Defensa de la biodiversidad.
  25. Respeto de la naturaleza del animal.
  26. Humanidad y animalidad.
  27. La corrida como espectáculo

  28. «¿No es un espectáculo cruel y bárbaro?».
  29. «¿No son perversos los placeres de los espectadores?».
  30. La mayor emoción en la plaza: la admiración.
  31. «La corrida de toros genera violencia».
  32. «¿Son las corridas de toros un espectáculo traumatizante para los niños?».
  33. La fiesta de los toros en la cultura y en la historia

  34. «¿Es arcaica la fiesta de los toros?».
  35. La fiesta de los toros no está ligada al franquismo. Como toda gran creación cultural es políticamente neutra.
  36. La fiesta de los toros transmite valores universales, no los de la España negra.
  37. La tradición ha forjado una cultura taurina.
  38. Fiesta de los toros y defensa de la diversidad cultural.
  39. Unidad de cultura, diversidad de interpretaciones.
  40. La cultura taurina y la «alta cultura».
  41. La corrida y los valores humanistas

  42. Comprender la animalidad.
  43. Admirar las virtudes intelectuales del torero.
  44. Admirar las virtudes morales del torero.
  45. Diversidad cultural e imperativos universales de la humanidad.
  46. La fiesta de los toros es creadora de inestimables valores estéticos

  47. La sublime grandeza del espectáculo.
  48. La creación de lo bello.
  49. Un arte original, entre el clasicismo y la modernidad.
  50. Lo trágico.
  51. La fiesta, comunidad espiritual.
  52. Peligros del animalismo

  53. Humanismo o animalismo.
  54. ¿Hasta dónde irá la «liberación animal»?.
  55. Peligros de una moral prohibicionista.
  56. Animalismo e imperialismo cultural.
  57. ¿Y la historia?.
  58. Libertad.

Otto Weininger: genio precoz y polémico del pensamiento vienés

Otto Weininger (1880-1903) fue un filósofo austriaco cuya vida y obra condensan la intensidad y las contradicciones de la Viena intelectual de principios del siglo XX. Nacido en Viena en el seno de una familia judía, Weininger destacó desde joven por su brillantez académica, pero también por su carácter introspectivo y obsesivo. Su obra más conocida, Sexo y carácter (Geschlecht und Charakter, 1903), escrita antes de cumplir 23 años, lo convirtió en una figura polémica: en ella combinaba filosofía, psicología y biología para reflexionar sobre el sexo, la moral y la personalidad, pero sus conclusiones resultaron extremadamente controvertidas. En esa obra, Weininger plantea que los principios masculinos y femeninos no son meramente biológicos, sino representaciones profundas del carácter y la ética. Según él, lo masculino encarna la racionalidad, la creatividad y la actividad espiritual, mientras que lo femenino se asocia con la pasividad, lo irracional y lo material. Estas generalizaciones han sido ampliamente criticadas por su esencialismo y sexismo, pero en su tiempo buscaban explicar la dinámica de la creatividad, la moral y la inteligencia humana desde un marco filosófico que mezclaba ciencia y cultura. Weininger también reflexiona sobre la genialidad y la mediocridad, proponiendo que la capacidad de trascender los instintos y crear ética y arte depende de un predominio de lo “masculino” en la personalidad.

Otro aspecto polémico de Weininger es su relación con su propia herencia judía. A pesar de ser judío, criticó duramente lo que él percibía como características culturales del judaísmo y abrazó ideas de superioridad espiritual vinculadas a corrientes nacionalistas europeas. Esta contradicción, unida a su autoexigencia intelectual y moral, contribuyó a la fama de su figura como un “genio trágico”. Su muerte prematura por suicidio, apenas unas semanas después de publicar su obra, consolidó su leyenda de talento brillante y atormentado.

El legado de Weininger es complejo. Por un lado, su pensamiento influyó en ciertos filósofos y escritores de la Viena de entreguerras y en la reflexión sobre género y carácter en el pensamiento europeo. Por otro, sus ideas han sido reevaluadas críticamente por su sexismo y antisemitismo, situándolo más como un fenómeno histórico y cultural que como un referente filosófico serio para la actualidad. Lo que permanece fascinante es su capacidad de síntesis y la intensidad con la que abordó la ética, la identidad y la psicología humana en tan pocos años de vida. Otto Weininger sigue siendo, así, un ejemplo extremo de genialidad precoz mezclada con contradicciones personales y culturales, un símbolo de la tensión entre talento y tormento que caracterizó a muchos intelectuales de su época.

Las ideologías como alegatos: Nietzsche contra los valores ad hoc

Friedrich Nietzsche (1844–1900) no utilizó la palabra “ideología” en el sentido moderno, pero su obra está llena de análisis sobre cómo los sistemas de valores funcionan como alegatos ad hoc: construcciones creadas para justificar intereses particulares. En La genealogía de la moral (1887), Nietzsche examina cómo la moral cristiana surge del resentimiento de los grupos subordinados frente a los aristócratas y poderosos de la antigüedad. En sus propias palabras, los valores de los “esclavos” son producto de un impulso de venganza moral: Los que no podían vengarse con la fuerza inventaron la venganza a través del espíritu. Es decir, la compasión, la humildad y la obediencia no son verdades universales ni reflejo de la naturaleza humana, sino estrategias construidas para proteger los intereses de quienes carecían de poder físico, transformando sus necesidades en normas de alcance general.

En Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche amplía esta idea, mostrando cómo los filósofos, legisladores y líderes morales reinterpretan la realidad para favorecer sus fines: “Toda filosofía hasta ahora ha sido únicamente la confesión y la autobiografía de quienes la formularon”. Los sistemas de valores no nacen de la razón pura, sino de la voluntad de poder: crean relatos coherentes que funcionan socialmente, justificando la autoridad de ciertos individuos o grupos bajo la apariencia de universalidad. Cada doctrina puede ser vista como un alegato ad hoc: su función es legitimar intereses concretos, no reflejar un orden objetivo del mundo. Así, Nietzsche anticipa la crítica moderna a la ideología como construcción de sentido al servicio del poder.

Esta perspectiva se extiende también a la religión y otras instituciones sociales. En El anticristo (1895), Nietzsche describe la moral cristiana como un producto del resentimiento: convierte la impotencia y el sufrimiento en un sistema de valores que organiza la vida comunitaria y ejerce control sobre los individuos. Como él dice, “El cristianismo es una especie de metafísica de la decadencia”. La lección es clara, según Nietzsche las ideas que tomamos por universales a menudo son alegatos funcionales, creados para legitimar jerarquías, normas o creencias. Comprender esto permite desarrollar un pensamiento crítico capaz de cuestionar las construcciones sociales e históricas que nos rodean y distinguir entre lo que es un valor impuesto y lo que es auténticamente reflexionado.

En suma, la crítica nietzscheana a los alegatos ad hoc nos enseña que la verdad no es neutra ni objetiva: es un instrumento en manos de quienes buscan consolidar poder o influencia. Su análisis de la moral, la religión y la filosofía revela que detrás de los valores “universales” suelen encontrarse intereses específicos disfrazados de leyes eternas. Para Nietzsche, la tarea del pensador es desenmascarar estas construcciones y fomentar un pensamiento autónomo que reconozca la dimensión histórica y contingente de nuestras creencias.

La cosecha de la muerte: Timothy O’Sullivan y el nacimiento del fotoperiodismo moderno

En el verano de 1863, mientras el polvo aún no se había asentado sobre los campos de Gettysburg, un joven fotógrafo de 23 años llamado Timothy H. O’Sullivan caminaba entre los cuerpos hinchados y el silencio. A su lado, el veterano Alexander Gardner preparaba la cámara de gran formato, limpiaba las lentes y cargaba las pesadas placas de colodión húmedo en su carreta. Aquel día, sin saberlo, ambos estaban contribuyendo a dar un paso decisivo en la historia visual de la humanidad. Una de las imágenes que surgió de esa jornada, titulada A Harvest of DeathLa cosecha de la muerte—, marcaría para siempre la manera en que entendemos la guerra y, con ella, la fotografía como testimonio moral.


El contexto: la Guerra de Secesión y el ojo de la cámara

La Guerra de Secesión estadounidense (1861–1865) fue el primer conflicto a gran escala en el que la cámara fotográfica acompañó al ejército. Hasta entonces, las imágenes bélicas eran dominio de los pintores, que idealizaban la acción y exaltaban el heroísmo. Pero la fotografía —con su aparente objetividad— ofrecía otra cosa: un registro inmediato, físico, que mostraba lo que el ojo humano veía pero el arte eludía. Los fotógrafos como Alexander Gardner, Mathew Brady, y O’Sullivan no podían capturar combates en directo (los tiempos de exposición eran demasiado largos), pero sí documentaban sus consecuencias. Los campos de batalla, los heridos, los cadáveres, las trincheras, los hospitales: todo eso fue nuevo en la cultura visual del siglo XIX. A Harvest of Death se inscribe en este contexto: el paso de la épica a la evidencia, del mito a la huella.

Timothy O’Sullivan: del aprendiz al testigo

Timothy O’Sullivan era irlandés de nacimiento y emigró de niño con su familia a Nueva York. Se formó en el estudio de Mathew Brady, pionero de la fotografía de retrato y cronista visual de la guerra. Bajo la dirección de Gardner, O’Sullivan desarrolló un estilo propio: sobrio, preciso, pero dotado de una sensibilidad casi pictórica. No se trataba solo de registrar, sino de componer con el horror.

Cuando llegó a Gettysburg, O’Sullivan se enfrentó a una escena desoladora: cientos de cuerpos tendidos bajo el sol, algunos ya irreconocibles, otros aún con el semblante humano intacto. La cámara, que requería una preparación meticulosa, se convirtió en un instrumento casi ritual. Cargar una placa de colodión húmedo, exponerla, revelar el negativo, todo era lento y artesanal. Sin embargo, el resultado fue una imagen que todavía hoy golpea con su intensidad: un campo cubierto de muertos, tendidos al azar, que se extienden hacia el horizonte.

La imagen: composición, ética y símbolo

En A Harvest of Death, la cámara se coloca baja, casi a ras de tierra. El primer plano muestra los cuerpos descompuestos de soldados confederados, algunos boca arriba, otros de lado, con los rostros hinchados por el calor. El fondo se difumina en la distancia, donde se intuyen las líneas del horizonte y las figuras de los vivos que recogen o identifican a los caídos. La composición no es casual. La sucesión de cuerpos que se pierden en la profundidad del campo crea un efecto de perspectiva moral: el espectador no puede evitar recorrer con la mirada esa geometría del desastre. O’Sullivan no busca el dramatismo teatral, sino una frialdad documental que lo hace más insoportable. En lugar de héroes, muestra cuerpos anónimos; en vez de acción, el silencio posterior. El título —que probablemente fue añadido por Gardner— introduce una metáfora bíblica y agrícola: la guerra como “cosecha”, los hombres como frutos podridos de una siembra de violencia. Esta conjunción entre imagen directa y simbolismo abstracto es lo que convierte la fotografía en una obra fundacional del fotoperiodismo. No se limita a mostrar; obliga a pensar.

De la galería al impacto público

Cuando las fotografías de Gardner y O’Sullivan fueron exhibidas en Nueva York poco después, el público quedó conmocionado. Las crónicas de la época hablaban de visitantes que salían en silencio, incapaces de asimilar lo visto. El New York Times escribió que aquellas imágenes “traen la realidad de la guerra a nuestras puertas”. Hasta entonces, los ciudadanos del Norte habían leído sobre la guerra en los periódicos, pero nunca la habían visto. La fotografía introdujo una nueva relación entre el acontecimiento y el espectador: ya no bastaba con imaginar; había que mirar. En ese sentido, A Harvest of Death anticipa la función del fotoperiodismo moderno: testimoniar lo que preferiríamos no ver, pero debemos conocer.

Técnica y limitaciones: la verdad del colodión

El procedimiento técnico de O’Sullivan era el colodión húmedo, que exigía preparar cada placa de vidrio con una mezcla química y exponerla antes de que se secara. Eso significaba que el fotógrafo debía trabajar rápido y con un laboratorio portátil. La nitidez y riqueza de detalle de esas placas es asombrosa, pero su tiempo de exposición —varios segundos— imposibilitaba capturar el movimiento de los soldados en acción. Por eso, las imágenes de la guerra civil no muestran explosiones ni carga de caballería: muestran la huella del instante posterior. Esta limitación, paradójicamente, generó una estética propia, que se centró en la quietud como forma de verdad. El silencio de A Harvest of Death no es un fallo técnico, sino el resultado inevitable de la técnica, transformado por O’Sullivan en una poética de la evidencia.

Del siglo XIX al fotoperiodismo contemporáneo

O’Sullivan seguiría fotografiando para el gobierno estadounidense en las expediciones geológicas del Oeste, produciendo algunas de las imágenes más icónicas de la exploración norteamericana. Pero A Harvest of Death quedó como su contribución más trascendental. A partir de esa imagen, la fotografía se consolidó como documento histórico y herramienta ética. Desde los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial hasta los reportajes de Robert Capa, Don McCullin o James Nachtwey, hay una línea directa que conduce de Gettysburg a los conflictos del siglo XX y XXI. Cada vez que una fotografía nos enfrenta al sufrimiento humano —sea en Vietnam, Sarajevo o Gaza—, resuena algo del gesto de O’Sullivan, es decir la mirada del fotógrafo sin adornos, sin consuelo, con la esperanza de que la imagen despierte conciencias.

Hoy, más de siglo y medio después, A Harvest of Death sigue siendo difícil de mirar. No por su crudeza técnica —en blanco y negro, sin sangre explícita—, sino por su silencio. En una época saturada de imágenes digitales instantáneas, su lentitud artesanal y su gravedad moral nos recuerdan que la fotografía, cuando es verdadera, no solo muestra lo que pasó, nos obliga a pensar sobre lo que pasó. Timothy O’Sullivan, sin proponérselo, sembró la semilla de una mirada que todavía hoy define al fotoperiodismo, la convicción de que la imagen puede ser una forma de responsabilidad.

La Taberna Ilustrada: las corridas de toros - un baile con la muerte

1. Resumen Breve del Contenido del Programa

El programa La Taberna Ilustrada se centró en la tauromaquia y las corridas de toros. Los invitados abordaron preguntas fundamentales sobre la tauromaquia: ¿en qué consiste, cuál es su origen, su sentido, es arte, fiesta o mero espectáculo?.

La discusión se centró en la singularidad y el valor alegórico y simbólico de la fiesta, que, según se argumenta, desvela verdades profundas de la existencia, como que la vida cobra sentido al arriesgarse y que la verdadera belleza nace al filo del abismo. Se exploró el origen mítico (vinculado al toro como animal sagrado en culturas antiguas y los héroes mitológicos) e histórico de la corrida, la distinción terminológica entre tauromaquia y corrida de toros, la figura del toro como el alma y centro de la fiesta, el carácter heroico y sacrificial del torero, y la soberanía democrática del público. El programa concluyó con recomendaciones literarias sobre el tema.

2. Posturas y Temas Tratados

Sobre la Naturaleza y Esencia de la Corrida

  • Definición y Carácter: La corrida de toros es vista como una manifestación cultural que combina ritual, arte y riesgo, donde un ser humano se enfrenta cara a cara con la muerte (el toro de lidia).
  • Valoración Artística y Divina: Se le considera una liturgia o ritual escénico que sublima el conflicto entre el instinto y la razón. Para Ricardo Soto, es una manifestación artística única y prácticamente divina.
  • La Verdad y la Belleza: La belleza más verdadera se crea en el riesgo y al filo del abismo. La comunión entre el animal salvaje y la persona solo se da cuando hay verdad en ese momento. La belleza de un pase se niega si no está presente la muerte o el compromiso.
  • Carácter Incomunicable: El toreo tiene una singularidad casi incomunicable y es "indigesto para el turista", ya que la mayoría de los extranjeros abandonan la plaza antes de que termine la corrida.
  • Analogías y Símbolos: Es considerada el "último vestigio del mundo antiguo". Se compara con la danza. Es un símbolo potente que explota en todas las direcciones (lucha del hombre contra la bestia, luz contra muerte, orden contra caos, espíritu contra materia). Incluso se ha comparado con el sacramento de la Eucaristía.
  • Distinción Terminológica: Es crucial diferenciar la Tauromaquia (el género, que incluye todos los ritos y juegos del toro) de la Corrida de Toros (la especie ibérica muy autóctona que sublima todas las posibilidades de la tauromaquia).

Sobre el Origen y la Historia

  • El Toro Sagrado: El toro es un animal sagrado y totémico, central en la mitología (Egipto, Sumeria, Mitra, Dionisio).
  • Antigüedad del Combate: El combate contra el toro es muy antiguo, con representaciones que se remontan a la época de las cavernas, la Edad de Bronce, y los frescos de la cultura minoica en Creta.
  • Orígenes Míticos y Héroes: se relaciona el origen del toreo con la mitología griega, sugiriendo que Hércules, Teseo y Jasón fueron los primeros tres grandes toreros. También se menciona el rito de la Atlántida, donde los reyes combatían y degollaban un toro de Poseidón.
  • Profesionalización: La corrida de toros propiamente dicha se profesionaliza alrededor del siglo XVII y pasa de ser a caballo (para nobles) a ser a pie (para la gente del pueblo).
  • Clases Sociales: Al principio, el toreo a caballo era cosa de nobles (como Felipe IV que lanceaban toros), mientras que el toreo a pie lo practicaba la clase más baja (tipos que ayudaban al caballero).

El Toro: Centro de la Fiesta

  • El Rey: El toro es el centro de todo, el alma de la fiesta y el rey de la fiesta. Una corrida es una "corrida de toros, no una corrida de toreros".
  • Exigencias: Se exige la integridad del toro, que tenga bravura (el afán de lucha) y casta (el afán de repetición).
  • Dignidad y Respeto: Se debe picar, banderillear y matar bien al toro para mantener su dignidad. El toro se convierte en objeto de conocimiento, ya que el torero debe conocerlo para someterlo.
  • El Ganadero: La figura del ganadero es singular, ya que su tarea es la exacerbación de la bravura (un "contraganadero"), infundiendo su personalidad en la animalidad.
  • Personalización: Los toros tienen nombre (se les bautiza) y se recuerda a los toros memorables (buenos y malos, como Islero o Cazarratas). La muerte en la plaza es vista como la muerte más digna para el animal, en contraste con un matadero anónimo.

El Torero, el Éxito y el Sacrificio

  • Heroísmo y Riesgo: El torero es considerado uno de los últimos héroes del mundo, ya que se expone a la muerte de verdad.
  • Éxito: El éxito consiste en la comunión trágica entre el torero y el animal. No se basa en el número de orejas, sino en la verdad y pureza de la faena.
  • Dominio y Belleza: La belleza nace del dominio, cuando el torero se impone al animal, lo domina y crea arte "con gusto".

El Público y la Democracia de la Fiesta

  • Soberanía: La corrida de toros es genuinamente democrática. El público es soberano para juzgar, pedir trofeos (orejas, rabo) y silbar si la autoridad no complace su petición.
  • Juicio, no Diversión: El público está allí para juzgar (si la faena es verdadera, buena y bella), no solo para divertirse.
  • Catarsis y Fusión: La plaza es un lugar donde ocurre la catarsis (proyectando el trauma inconsciente de la muerte) y la fusión del individuo en la multitud (la "unanimidad" o el "uno primordial" mencionado por Nietzsche).
  • Deber: El aficionado tiene el deber de formarse e ir refinando su gusto para poder disfrutar de verdad.

3. Listado de Libros Recomendados con sus Autores

Los invitados mencionaron varias obras literarias y ensayos fundamentales sobre la tauromaquia:

Título del Libro Autor Recomendado por Notas relevantes
Cuando suena el clarín Gregorio Corrochano Juan Rubert Crítica taurina, estuvo presente en la muerte de Joselito.
50 razones para defender las corridas de toros Francis Wolf Juan Rubert Ensayo breve, útil para entender la fiesta y debatir con detractores.
Cómo ver una corrida de toros José Antonio del Moral Juan Rubert Contiene términos y demás elementos explicativos.
El fin de la fiesta Rubén Amón Juan Rubert Obra moderna que aborda temas actuales, como la feminización del torero.
Historia del Toreo Néstor Luján Ricardo Soto, Juan Rubert Básico y fundamental para iniciados, explica los comienzos y el desarrollo de los tercios.
El Toro Bravo Álvaro Domecq Ricardo Soto Fundamental para entender la cría, selección y las dos caras de la fiesta (toro y torero).
El Cossío José María de Cossío Ricardo Soto Obra fundamental y exhaustiva, como "la bestia" del conocimiento taurino.
El arte del toreo Andrés Amorós Ricardo Soto Se destaca por la facilidad y el buen gusto en la escritura.
Poesía y toros (o similar) Andrés Amorós Ricardo Soto Poesía sobre el tema.
Juan Belmonte, matador de toros Chaves Nogales Javier Crevillén Considerada la mejor biografía escrita sobre Belmonte.
Entre Marte y Venus Domingo Delgado de la Cámara Juan Carlos Buzón Un tratado sistemático e histórico de la corrida de toros, publicado en 2013.
Una teoría de la fiesta Joseph Pieper Julio Llorente (Moderador) Profundiza en el vínculo indisociable entre la fiesta, el culto y la liturgia.

La tauromaquia, tal como se describe en el programa, es como una catedral antigua: contiene múltiples capas de historia, mitología y significado; no puede reducirse a una simple estructura, sino que debe apreciarse en su complejidad ritual, donde cada elemento (el toro, el hombre, y el público juzgando) cumple un papel esencial y trascendental.




La Guerra de Secesión Americana: el fuego que forjó una nación

El amanecer del 12 de abril de 1861 tiñó el cielo de Carolina del Sur de un rojo inquietante. En el puerto de Charleston, las primeras baterías confederadas abrieron fuego contra Fort Sumter, una pequeña fortaleza federal que resistía rodeada por las aguas. Durante treinta y cuatro horas, los cañones rugieron sobre el Atlántico como si el propio cielo quisiera anunciar un nuevo juicio sobre los Estados Unidos. Cuando el humo se disipó, no había caído ningún muerto, pero el país acababa de morir y renacer al mismo tiempo. La guerra civil había comenzado.

Nadie, en 1860, podía fingir que no veía venir la tormenta. Desde hacía décadas, el país vivía con una herida abierta: la esclavitud. En las plantaciones del sur, millones de hombres y mujeres trabajaban bajo el sol sin derecho a su propio cuerpo ni a su propio nombre. En las ciudades industriales del norte, los periódicos y las iglesias clamaban contra esa injusticia, mientras los políticos trataban de mantener una paz imposible. El país se extendía ahora desde el Atlántico hasta el Pacífico, impulsado por la fiebre del algodón, el ferrocarril y la creencia casi religiosa en el “Destino Manifiesto”. Pero bajo esa apariencia de expansión y prosperidad, dos civilizaciones se habían formado de espaldas una a otra. El sur agrario, jerárquico, tradicionalista y patriarcal, vivía del trabajo esclavo y de la exportación de algodón; el norte urbano e industrial creía en el trabajo libre y el progreso individual. Entre ambos mediaban no solo ríos y montañas, sino valores, religiones y lenguajes morales distintos.

Los debates políticos habían sido una danza constante sobre el abismo. Cada nuevo territorio conquistado abría la misma pregunta: ¿será libre o esclavista? La Ley Kansas-Nebraska (1854) había encendido la mecha al dejar esa decisión en manos de los colonos. Kansas se tiñó de sangre antes de ser un estado. Allí, antes que en ningún otro lugar, americanos mataron a americanos por la esclavitud. Cuando Abraham Lincoln, un abogado autodidacta de Illinois, ganó las elecciones de 1860, once estados del sur decidieron marcharse. No esperaron a saber qué haría: bastó su elección para que lo consideraran una amenaza. En diciembre, Carolina del Sur proclamó su secesión; en los meses siguientes la siguieron Mississippi, Florida, Alabama, Georgia, Luisiana y Texas. En febrero de 1861, en Montgomery (Alabama), nació una nueva nación: los Estados Confederados de América, con su propia constitución y su propio presidente, Jefferson Davis. Lincoln, mientras tanto, llegaba a Washington bajo escolta secreta, entre rumores de atentados. En su discurso inaugural, tendió una mano a los estados del sur: no había intención de abolir la esclavitud donde ya existía, pero tampoco permitiría que se desmembrara la Unión. “No somos enemigos —dijo—, sino amigos. No debemos ser enemigos.”. Las palabras resonaron con nobleza, pero la pólvora ya estaba seca. El bombardeo de Fort Sumter fue el disparo simbólico que convirtió el desacuerdo político en una guerra total.

En los primeros meses, ambos bandos pensaron que el conflicto sería breve, suele pasar en casi todas la guerras. Los jóvenes de Virginia y Pensilvania se alistaron entre vítores y bandas de música, convencidos de que volverían antes de Navidad. Pero el optimismo se disipó pronto. En Bull Run, la primera gran batalla, el ejército de la Unión fue derrotado y se desbandó en el caos. La guerra sería larga, sucia y dolorosa. Los soldados del norte vestían uniformes azules; los del sur, grises. Pero el color no decía toda la verdad: en ambos bandos había hambre, fiebre, barro y miedo. Las batallas de Antietam, Shiloh o Fredericksburg dejaron decenas de miles de muertos en campos que al amanecer eran verdes y al anochecer parecían cementerios. Era una guerra moderna, con rifles de retrocarga, artillería pesada y ferrocarriles que movían tropas más rápido que nunca. Los médicos, sin anestesia ni antibióticos, amputaban a ritmo de fábrica.

La guerra no fue solo militar: fue económica, política y psicológica. El norte, con su industria y sus vías férreas, podía sostener un esfuerzo bélico prolongado; el sur, en cambio, dependía de sus exportaciones de algodón y del apoyo de Inglaterra o Francia, que nunca llegó. Mientras tanto, Lincoln afrontaba una tarea titánica: mantener unida a una Unión dividida. Suspendió el hábeas corpus, encarceló a periodistas y lidió con generales tan orgullosos como ineficaces. No era un caudillo por naturaleza, pero aprendió a serlo. Detrás de su serenidad, se escondía una determinación de hierro.

En 1862, el río Misisipi se convirtió en una arteria estratégica. El general Ulysses S. Grant, de aspecto desaliñado y carácter implacable, comenzó su ascenso con una serie de victorias decisivas en el oeste. Grant no creía en retiradas: “Voy a pelear en esta línea si me cuesta todo el verano”, escribió. En el este, sin embargo, la Confederación tenía a su propio genio: Robert E. Lee, un caballero virginiano que combinaba la audacia táctica con una visión casi romántica del deber. Sus victorias en los campos de Virginia lo convirtieron en una leyenda viva.

El punto de inflexión moral llegó en 1863. Lincoln, presionado por los abolicionistas y consciente de que necesitaba dar a la guerra un propósito superior, firmó la Proclamación de Emancipación. A partir del 1 de enero, todos los esclavos en los territorios rebeldes serían libres. No liberaba a los esclavos de los estados leales, pero transformaba la naturaleza del conflicto: ya no se luchaba solo por la Unión, sino por la libertad. Para los afroamericanos, la noticia fue un trueno de esperanza. Muchos escaparon de las plantaciones y se unieron al ejército de la Unión. Más de 180 000 combatieron bajo la bandera de las estrellas, demostrando un valor que ni el prejuicio podía negar. Su participación no solo cambió el rumbo de la guerra, sino la conciencia del país.

El mismo año, las tropas de Lee invadieron Pensilvania y se enfrentaron a la Unión en Gettysburg. Durante tres días, el campo se convirtió en un infierno. Al terminar, 50 000 hombres yacían muertos o heridos. Fue la gran derrota del sur, el comienzo de su declive. Meses después, en ese mismo lugar, Lincoln pronunció un discurso de apenas dos minutos que redefinió el sentido de la nación:

“Que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la Tierra.”

La guerra se volvió cada vez más despiadada. En 1864, el general William Tecumseh Sherman emprendió su célebre “marcha hacia el mar”: una campaña de destrucción sistemática por Georgia, arrasando ferrocarriles, cosechas y fábricas. Su objetivo no era solo derrotar al ejército enemigo, sino quebrar su voluntad de seguir luchando. Grant, mientras tanto, tomó el mando del ejército del Potomac y enfrentó a Lee en una serie de batallas brutales —Wilderness, Spotsylvania, Cold Harbor— donde los cuerpos se amontonaban como árboles caídos. Ambos sabían que el final estaba cerca, pero el precio sería terrible. En abril de 1865, las tropas de Lee, exhaustas y sin suministros, abandonaron Richmond, la capital confederada. Una semana después, en Appomattox Court House, Lee se rindió ante Grant. Los dos hombres se saludaron con respeto. Grant ofreció condiciones generosas: los soldados confederados podrían volver a sus casas con sus caballos y sus armas. No habría humillación. La guerra había terminado.

El júbilo en el norte fue inmenso, pero duró poco. El 14 de abril de 1865, apenas cinco días después de la rendición, Lincoln asistía a una obra en el teatro Ford, en Washington, cuando el actor sureño John Wilkes Booth le disparó por la espalda. El presidente murió a la mañana siguiente. Su muerte convirtió la victoria en un duelo nacional. El país se vio entonces ante una tarea colosal: reconstruirse. ¿Cómo reintegrar a los estados rebeldes? ¿Qué hacer con los cuatro millones de esclavos liberados? La Reconstrucción prometía una nueva era de libertad y derechos civiles, pero el odio y el racismo sobrevivieron a la derrota. En el sur surgieron leyes de segregación, milicias terroristas como el Ku Klux Klan y una narrativa —la “Causa Perdida”— que idealizó el pasado confederado. La paz, en realidad, fue una tregua inestable. Los campos del sur quedaron devastados, las familias divididas, la memoria marcada por fantasmas. Y sin embargo, algo había cambiado para siempre: la nación había sobrevivido, aunque a un precio incalculable.

La Guerra de Secesión dejó más de 620 000 muertos, una cifra superior a la de todas las guerras estadounidenses siguientes hasta el siglo XX. Pero también dejó una nueva definición de lo que significaba ser estadounidense. La Unión triunfante emergió más fuerte, más centralizada, más moderna. El Estado federal asumió un papel protagonista en la economía, las infraestructuras y los derechos civiles. Pero, sobre todo, el país heredó una conciencia moral renovada: la libertad no era solo un derecho individual, sino un compromiso colectivo.

En los campos de Gettysburg, Vicksburg o Appomattox, nació un nuevo tipo de patriotismo: no el del orgullo ciego, sino el del sacrificio compartido. Como escribió el poeta Walt Whitman, que trabajó como enfermero voluntario durante la guerra:

“Los Estados Unidos mismos son esencialmente el poema más grande.”

Y como todo poema verdadero, su belleza está hecha también de dolor.

Hoy, más de siglo y medio después, la Guerra de Secesión sigue siendo el gran espejo en el que los estadounidenses se miran para comprenderse. Las banderas, las estatuas y los nombres de sus generales continúan alimentando debates sobre memoria, identidad y justicia. La guerra no resolvió todas las contradicciones del país; de hecho, muchas de ellas —la desigualdad racial, la tensión entre libertad individual y autoridad federal— siguen vivas. Pero sí estableció un principio irreversible: que la nación no podía seguir existiendo mitad libre y mitad esclava, mitad unida y mitad dividida. Lincoln lo había intuido mucho antes de Fort Sumter. En 1858, durante su célebre discurso de la “Casa dividida”, pronunció las palabras que acabarían siendo proféticas:

“Una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse. Este gobierno no puede perdurar, permanentemente, mitad esclavo y mitad libre.”

La Guerra de Secesión fue el fuego que consumió esa casa para reconstruirla desde sus cimientos. Y aunque las llamas se apagaron hace más de ciento cincuenta años, su resplandor todavía ilumina —y quema— la conciencia de una nación que sigue aprendiendo a vivir con su propio pasado.