Pero el samovar es mucho más que una herramienta para el té: es un símbolo de hospitalidad y conversación. En el siglo XIX, cuando las noches eran largas y el frío se colaba por las ventanas, las familias se reunían alrededor de él para charlar, calentarse, leer cartas o contar historias. En los salones de Moscú y San Petersburgo, el samovar se convirtió en emblema de refinamiento; en las aldeas, en el corazón cálido de la casa. La literatura rusa está llena de samovares: aparecen en las páginas de Tolstói, Chéjov o Gógol, siempre asociados a la intimidad, la pausa y el encuentro.
Hoy, aunque el mundo corra al ritmo de las cafeteras eléctricas, el samovar sigue vivo. Algunos modernos funcionan con electricidad, otros sobreviven como piezas de arte familiar, bruñidas por generaciones. En museos y mercados de antigüedades aún se pueden ver, orgullosos, con sus asas torneadas y sus grifos relucientes. Encender un samovar, dicen los rusos, no es solo preparar té: es invocar el espíritu del hogar. En cada burbuja que sube y cada sorbo compartido, late todavía la vieja Rusia que conversa y se calienta al borde del invierno.