El samovar - el alma humeante del hogar ruso

En Rusia, el té no se bebe: se celebra. Y en el centro de esa celebración, desde hace más de dos siglos, reina un objeto tan cotidiano como simbólico: el samovar. Su nombre, que en ruso significa “se hierve solo”, ya revela algo de su carácter: práctico, robusto y algo mágico. El samovar no es solo una tetera grande, sino una obra de ingeniería doméstica: un recipiente metálico —tradicionalmente de cobre o latón— con una chimenea interior donde antiguamente se encendía carbón para calentar el agua. En la parte superior se colocaba una pequeña tetera con una infusión concentrada de té, el zavarka, que luego se diluía con el agua caliente del samovar. Así, cada invitado preparaba su taza a gusto, fuerte o suave, mientras el vapor ascendía como si el propio hogar respirara.

Pero el samovar es mucho más que una herramienta para el té: es un símbolo de hospitalidad y conversación. En el siglo XIX, cuando las noches eran largas y el frío se colaba por las ventanas, las familias se reunían alrededor de él para charlar, calentarse, leer cartas o contar historias. En los salones de Moscú y San Petersburgo, el samovar se convirtió en emblema de refinamiento; en las aldeas, en el corazón cálido de la casa. La literatura rusa está llena de samovares: aparecen en las páginas de Tolstói, Chéjov o Gógol, siempre asociados a la intimidad, la pausa y el encuentro.

Hoy, aunque el mundo corra al ritmo de las cafeteras eléctricas, el samovar sigue vivo. Algunos modernos funcionan con electricidad, otros sobreviven como piezas de arte familiar, bruñidas por generaciones. En museos y mercados de antigüedades aún se pueden ver, orgullosos, con sus asas torneadas y sus grifos relucientes. Encender un samovar, dicen los rusos, no es solo preparar té: es invocar el espíritu del hogar. En cada burbuja que sube y cada sorbo compartido, late todavía la vieja Rusia que conversa y se calienta al borde del invierno.