Durante el Imperio zarista y la era soviética, el samogón fue tanto un placer prohibido como un acto de independencia. En los años en que el Estado controlaba la producción de vodka y aplicaba impuestos altísimos sobre el alcohol, destilar en casa era una forma de desafiar al poder y de sobrevivir a los fríos más duros. La prohibición solo aumentó su mística: el samogón se convirtió en el licor de los campesinos, de los soldados en el frente y de las celebraciones clandestinas. A veces tosco y ardiente, otras sorprendentemente suave y aromático, este aguardiente casero simboliza la autosuficiencia y el orgullo popular frente a las imposiciones oficiales.
Hoy el samogón vive un renacimiento: ya no se esconde, sino que se reivindica. En Rusia y Ucrania abundan los destiladores artesanales que elaboran versiones gourmet, filtradas y aromatizadas con miel, bayas o hierbas siberianas. Incluso hay bares temáticos y festivales dedicados a esta bebida que, durante siglos, fue sinónimo de resistencia doméstica. Beber samogón, dicen los rusos, no es solo probar alcohol: es brindar por la historia, la familia y el inquebrantable espíritu de hacer las cosas “a tu manera”.