Las cosas que llevaban los hombres que lucharon de Tim O’Brien

Tim O’Brien (Minnesota, 1946) pertenece a una generación de escritores estadounidenses cuya obra quedó marcada por la experiencia de Vietnam, pero su voz se distingue por la manera en que entrelaza memoria, invención y una profunda reflexión sobre el acto de narrar. Veterano de la guerra, O’Brien volcó en sus libros la herida íntima y colectiva de ese conflicto, no desde el registro heroico ni desde la denuncia panfletaria, sino desde una tensión constante entre lo real y lo ficticio. The Things They Carried (Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, 1990) es quizá su obra más emblemática: un conjunto de relatos entrelazados que oscilan entre lo testimonial y lo literario, y que constituyen, más que una novela convencional, una exploración sobre la memoria, el peso del pasado y la capacidad —o incapacidad— de las historias para dar sentido al horror.

La primera impresión que produce el libro es la de una aparente simplicidad: O’Brien enumera los objetos que los soldados llevan en sus mochilas —armas, raciones de comida, cartas, fotos, amuletos—. Sin embargo, esa enumeración se convierte pronto en metáfora: no solo cargan con objetos físicos, sino con el peso emocional de la culpa, el miedo, la nostalgia, la desesperanza. El título, de hecho, funciona como clave de lectura: lo que los hombres llevan no es únicamente material, sino también inmaterial, invisible, y sin embargo más pesado. La guerra se convierte en un estado de ánimo que se arrastra, una carga que nunca se abandona del todo, incluso décadas después. Uno de los aspectos más notables del libro es su estructura híbrida. No estamos ante un relato lineal que narre de principio a fin la experiencia de una unidad militar, sino ante una constelación de episodios, voces y recuerdos. Los cuentos se enlazan entre sí, comparten personajes y situaciones, pero también se contradicen, se corrigen, se reescriben. O’Brien hace de la duda una estética: lo que hoy cuenta como hecho cierto mañana lo presenta como invención, y lo que antes parecía inventado después se revela como experiencia vivida. Esta oscilación entre lo real y lo ficticio es esencial para comprender su propuesta: en la guerra, sugiere el autor, la verdad fáctica resulta insuficiente. Lo importante no es tanto lo que ocurrió como lo que se sintió, y a veces solo una historia inventada puede transmitir la esencia de lo real. En este sentido, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon es también una reflexión sobre el poder de la narrativa. O’Brien insiste en que contar una historia no es reproducir hechos, sino dotarlos de un sentido emocional que permita al lector —y al propio narrador— habitar la experiencia. Hay un pasaje emblemático en el que afirma que “una historia de guerra verdadera no tiene por qué ser verídica”. Esa paradoja, que podría sonar provocadora, sintetiza la poética del libro: la ficción se convierte en vehículo de una verdad más honda que la simple cronología de sucesos. El lector queda atrapado en esa incertidumbre, preguntándose qué ocurrió realmente, pero esa pregunta resulta secundaria frente a la experiencia estética y emocional que el texto transmite.

El estilo de O’Brien es aparentemente sencillo, pero se sostiene sobre una cadencia rítmica y obsesiva. Las repeticiones —listas de objetos, recuerdos reiterados, frases que vuelven una y otra vez— producen un efecto hipnótico que refleja la propia mente traumatizada, atrapada en bucles de memoria. La guerra no avanza como una narración épica, sino como un ciclo de miedo, espera, aburrimiento y súbitos estallidos de violencia. El ritmo del texto refleja ese estado, a la vez monótono y convulso. De ahí que las obsesiones reaparezcan constantemente: la culpa por haber matado a un enemigo, la imagen de un compañero caído, la pregunta sobre si se actuó con valor o cobardía. El propio autor se introduce como personaje, difuminando aún más las fronteras entre realidad y ficción. Tim O’Brien, narrador y protagonista, convive con el Tim O’Brien autor, veterano de Vietnam. Esta duplicidad convierte al libro en un ejercicio de metaficción: la historia no solo narra la guerra, sino que narra la dificultad de contar la guerra. El lector es invitado a desconfiar, a ser consciente de que todo relato es construcción. La memoria, sugiere O’Brien, no es una fotografía fija, sino una narración que cambia según la necesidad del que recuerda.

Desde el punto de vista temático, el libro aborda una serie de obsesiones que son al mismo tiempo personales y generacionales. La culpa es quizá la más insistente: culpa por haber matado, pero también por haber sobrevivido, por haber dejado atrás a los compañeros caídos. Junto a ella aparece la imposibilidad de regresar a una vida “normal” tras la experiencia bélica. Muchos personajes, incluso años después, cargan con esa mochila invisible que los ata a la selva de Vietnam. El trauma, en este sentido, no se resuelve; se transforma en relato, pero incluso el relato resulta insuficiente.

Otro tema recurrente es la cobardía. O’Brien problematiza la noción de valor heroico: en sus historias, los soldados no luchan por ideales patrióticos ni por una convicción profunda, sino por miedo a la vergüenza, por no parecer cobardes ante los demás. Ese retrato descarnado desmonta el mito de la guerra como escenario de heroísmo y lo sustituye por un escenario de presión social, de vulnerabilidad y de miedo compartido. La valentía, en el universo de O’Brien, no es virtud, sino circunstancia, y la cobardía no se mide en el campo de batalla, sino en la soledad del recuerdo.

Literariamente, el aporte de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon es doble. Por un lado, ofrece uno de los retratos más lúcidos y desgarradores de la experiencia de Vietnam, al nivel de autores como Michael Herr en Dispatches. Por otro, redefine el género de la narrativa bélica al introducir la duda y la ficción como parte esencial de la verdad. Frente a la tradición de relatos de guerra que buscan documentar o testimoniar, O’Brien propone un modelo en que la veracidad se mide en términos de intensidad emocional. De ahí que el libro no sea solo un documento histórico, sino una obra literaria de primer orden, capaz de dialogar con la tradición de la narrativa modernista y posmoderna.

El libro, además, resuena en la tradición estadounidense de explorar la fractura entre mito y realidad. Si en otros tiempos la guerra fue narrada como epopeya nacional, en O’Brien aparece como un absurdo kafkiano donde los jóvenes llevan consigo tanto granadas como cartas de amor, tanto rifles como fotografías de la novia que dejaron atrás. Esa contradicción encarna la esencia del conflicto: una guerra distante, impopular, incomprensible, que convirtió a sus protagonistas en portadores de cargas imposibles. El desenlace del libro no ofrece catarsis ni cierre. Las historias se entrelazan, se repiten, se contradicen, y el lector queda con la sensación de haber recorrido un laberinto de memorias fragmentarias. Esa falta de cierre es, en sí misma, una verdad sobre la guerra: no hay redención, no hay sentido último. Lo único que queda es la narración, la tentativa de contar para no olvidar, o para al menos otorgar forma a lo inolvidable.

En conclusión, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon es una obra maestra de la narrativa contemporánea que trasciende el género bélico. Tim O’Brien, desde su experiencia en Vietnam, ofrece un texto que es al mismo tiempo testimonio y ficción, memoria y reinvención, exploración psicológica y reflexión estética. Su estilo repetitivo y obsesivo refleja el trauma, su metaficción problematiza la noción de verdad, y su mirada crítica desmantela los mitos heroicos. Lo que aporta, en última instancia, es una meditación universal sobre el peso de la memoria, la fragilidad de la identidad y la capacidad —siempre insuficiente, pero necesaria— de las historias para cargar con lo que los hombres nunca pueden dejar atrás.

Cementerio de Animales de Stephen King

Stephen King ocupa desde hace décadas un lugar privilegiado en el panorama de la literatura contemporánea, no solo en el ámbito del terror, sino en un terreno mucho más amplio donde lo popular y lo literario dialogan de manera constante. Su fuerza narrativa proviene de una doble capacidad: por un lado, una inventiva desbordante para crear mundos en los que lo cotidiano se corrompe, se tuerce y se vuelve extraño; por otro, una fina sensibilidad para observar los afectos humanos, sus miedos más primitivos y las fisuras íntimas de la vida doméstica. En Cementerio de Animales (Pet Sematary, 1983), King alcanza una de sus cimas creativas, entregando una obra que no solo estremece por sus escenas macabras, sino que sobre todo cala en el lector porque explora los límites de lo que somos capaces de hacer cuando el dolor y la pérdida nos devoran. La novela, en ese sentido, es tanto un relato de horror como una tragedia contemporánea.

El punto de partida parece inocente: una familia joven —Louis Creed, su esposa Rachel y sus hijos Ellie y Gage— se muda a una casa en el estado de Maine, cerca de la carretera y de un vecino entrañable, Jud Crandall. El espacio está delimitado desde el inicio por una amenaza latente: los camiones que pasan a toda velocidad, el sendero que conduce a un cementerio improvisado de animales y, más allá de él, un lugar prohibido cargado de un poder siniestro. King sabe, como pocos narradores de lo fantástico, convertir el paisaje en un personaje activo. El entorno no es aquí simple decorado: es presencia inquietante, fuerza en espera, escenario que murmura secretos. El “cementerio de animales” escrito con letras infantiles en la improvisada valla de maderas es ya una imagen perturbadora que condensa el tono de la novela: inocencia y muerte entrelazadas.

Uno de los logros principales del libro es el modo en que la opresión psicológica se va adueñando de Louis. Al principio, el protagonista es un médico racional, alguien que cree en los hechos verificables, en la lógica profesional. Su traslado a Maine está cargado de ilusiones de estabilidad y de una vida mejor para su familia. Sin embargo, a medida que se adentra en la cotidianidad del nuevo hogar, ese entorno se torna un territorio de sombras. La amistad con Jud Crandall aparece, en un principio, como un bálsamo: el vecino anciano ofrece compañía, sabiduría popular y un afecto sincero que equilibra la soledad de Louis. Pero esa misma relación se convierte en el cauce por el que el mal se infiltra en su vida. Jud, con la mejor intención, le muestra el cementerio y más tarde lo guía hacia el lugar prohibido más allá del terreno sagrado indígena. La confianza entre ambos será, paradójicamente, la puerta de entrada a la tragedia.

King construye magistralmente la sensación de fatalidad inevitable. La novela está impregnada por la idea de que el mal no llega de improviso, sino que se insinúa, se filtra, se desliza en las rendijas de lo cotidiano. Primero, con la muerte del gato de Ellie, atropellado por un camión: ese suceso aparentemente menor es el detonante que llevará a Louis a probar el poder oscuro del cementerio más allá de la empalizada. El regreso de Church, el gato, como un ser distinto, frío y perturbador, es un primer aviso de que alterar las leyes de la muerte tiene un precio inasumible. Pero Louis, cegado por el amor hacia su hija y la necesidad de evitarle el dolor, prefiere mirar hacia otro lado. Esa negación inicial es el germen de la catástrofe.

Lo más inquietante de Cementerio de Animales no son las escenas explícitas de horror, sino la manera en que King logra transmitir el peso psicológico del deterioro de Louis. El protagonista pasa de ser un hombre racional y afectuoso a alguien cada vez más obsesionado, incapaz de escapar de una fuerza que lo empuja a transgredir. El autor explora con sutileza cómo el dolor por la muerte de un hijo puede anular toda lógica y abrir la puerta a lo inhumano. Cuando Gage, el pequeño, muere en la carretera, la tragedia ya se siente como inevitable. Y es aquí donde la novela alcanza su mayor intensidad: Louis, arrastrado por el mismo poder que antes había experimentado con el gato, toma la decisión de enterrar a su hijo en el lugar maldito. El lector sabe que nada bueno puede surgir de ese acto, pero acompaña con angustia el proceso porque comprende, aunque le horrorice, la motivación: el amor y la desesperación convertidos en motor de condena.

La relación con Jud merece un análisis particular. El vecino representa, en cierto modo, la voz de la experiencia y de la tradición, pero también la ambigüedad de la transmisión cultural. Jud quiere advertir y proteger, pero al mismo tiempo no puede resistirse a compartir el secreto del cementerio más allá de la empalizada. Se siente tentado a transmitir ese saber oscuro como si fuera un legado. En ello hay un eco de las viejas historias de pueblo, de los mitos transmitidos de generación en generación que, al mismo tiempo que advierten, contagian. Jud no es un villano; es un hombre atrapado por fuerzas que lo superan, un eslabón más en una cadena de fatalidades. Su amistad con Louis está marcada por la tragedia: en el intento de ayudar, abre una grieta por la que se cuela lo maligno.

El mal en la novela no se presenta como un monstruo externo que irrumpe, sino como una fuerza que impregna la tierra, un poder ancestral ligado a lo sagrado y lo profanado. Ese mal corrompe poco a poco: primero el gato, luego los pensamientos de Louis, después el propio Gage resucitado. El niño que vuelve no es ya el hijo perdido, sino una criatura poseída por una violencia y una perversidad insoportables. La escena del regreso de Gage es una de las más intensas de toda la obra de King, porque reúne horror físico y devastación emocional. Lo que vuelve de la tumba no es la esperanza cumplida, sino la constatación de que desafiar a la muerte significa abrir la puerta al infierno.

El estilo de King en esta novela merece también subrayarse. Su prosa, sin caer en artificios, logra una cadencia obsesiva, cargada de presagios. La descripción del entorno natural, la presencia constante de la carretera, el ruido de los camiones, el sendero que lleva al cementerio: todos esos elementos funcionan como leitmotivs de amenaza. El lector percibe que algo está destinado a romperse, incluso cuando los personajes intentan aferrarse a la normalidad. Asimismo, el autor maneja con destreza los diálogos: las conversaciones con Jud, llenas de sabiduría popular y coloquialismos, contrastan con el lenguaje más técnico de Louis, creando un contrapunto que resalta el choque entre la razón y la superstición.

En términos de aportación al género, Cementerio de Animales va más allá de ser un relato de terror. Es, en esencia, una meditación sobre la muerte y la imposibilidad de aceptarla. La novela plantea la pregunta universal: ¿qué seríamos capaces de hacer para recuperar a quienes amamos? Y su respuesta es descarnada: ese deseo puede destruirnos. King aquí se acerca a la tragedia clásica, pues el destino del protagonista está marcado por una hybris, una desmesura: creer que puede desafiar la ley natural. Louis es un moderno Edipo, un hombre que por amor y por dolor se convierte en instrumento de su propia perdición.

El desenlace, sombrío y devastador, cierra el círculo. Tras la muerte de Jud, la aniquilación de su esposa y la constatación de que Gage no volvió como hijo sino como monstruo, Louis queda solo, atrapado en el delirio de creer que todavía puede corregir lo irremediable. Enterrar a Rachel en el mismo lugar maldito es el acto final de un hombre que ha perdido toda capacidad de distinguir entre amor y locura, entre fe y condena. El lector comprende entonces que el mal se ha apoderado de todo: de la tierra, de la familia, de la mente del protagonista. La tragedia es absoluta.

En conclusión, Cementerio de Animales se erige como una de las novelas más perturbadoras y logradas de Stephen King. Su grandeza no reside únicamente en las escenas de horror explícito, sino en la capacidad de llevar al lector a un territorio psicológico opresivo, donde la lógica se derrumba y el dolor se convierte en fuerza destructora. La amistad con Jud, el peso del paisaje, la lenta infiltración del mal y el trágico desenlace configuran un relato que trasciende el género y se inscribe en la tradición de las grandes tragedias modernas. King nos recuerda aquí, con brutal claridad, que el verdadero horror no es la muerte en sí, sino la imposibilidad de aceptarla.

100 palabras básicas en portugués

Saludos y expresiones comunes

1. Olá – Hola

2. Oi – Hola (informal)

3. Tchau – Chao, adiós

4. Adeus – Adiós (más formal)

5. Bom dia – Buenos días

6. Boa tarde – Buenas tardes

7. Boa noite – Buenas noches

8. Por favor – Por favor

9. Obrigado/Obrigada – Gracias (dicho por hombre/mujer)

10. De nada – De nada

Personas y relaciones

11. Amigo – Amigo

12. Amiga – Amiga

13. Homem – Hombre

14. Mulher – Mujer

15. Criança – Niño/niña

16. Pessoa – Persona

17. Família – Familia

18. Pai – Padre

19. Mãe – Madre

20. Filho – Hijo

Cosas cotidianas

21. Casa – Casa

22. Rua – Calle

23. Carro – Coche/auto

24. Ônibus – Autobús

25. Escola – Escuela

26. Trabalho – Trabajo

27. Livro – Libro

28. Mesa – Mesa

29. Cadeira – Silla

30. Porta – Puerta

Naturaleza y entorno

31. Água – Agua

32. Fogo – Fuego

33. Terra – Tierra

34. Ar – Aire

35. Sol – Sol

36. Lua – Luna

37. Estrela – Estrella

38. Árvore – Árbol

39. Flor – Flor

40. Mar – Mar

Números y tiempo

41. Um – Uno

42. Dois – Dos

43. Três – Tres

44. Hoje – Hoy

45. Amanhã – Mañana

46. Ontem – Ayer   

47. Hora – Hora    

48. Dia – Día   

49. Noite – Noche    

50. Tempo – Tiempo / Clima

Colores

51. Branco – Blanco

52. Preto – Negro

53. Vermelho – Rojo

54. Azul – Azul

55. Verde – Verde

56. Amarelo – Amarillo

57. Laranja – Naranja

58. Roxo – Morado/violeta

59. Cinza – Gris

60. Marrom – Marrón/café

Comida y bebida

61. Comida – Comida

62. Bebida – Bebida

63. Pão – Pan

64. Leite – Leche

65. Água – Agua

66. Café – Café

67. Fruta – Fruta

68. Carne – Carne

69. Peixe – Pescado

70. Arroz – Arroz

Verbos básicos

71. Ser – Ser

72. Estar – Estar

73. Ter – Tener

74. Ir – Ir

75. Fazer – Hacer

76. Ver – Ver

77. Falar – Hablar

78. Comer – Comer

79. Beber – Beber

80. Dormir – Dormir

Objetos personales y lugares

81. Celular – Teléfono móvil

82. Chave – Llave

83. Sapato – Zapato

84. Roupas – Ropa

85. Dinheiro – Dinero

86. Cidade – Ciudad

87. País – País

88. Praia – Playa

89. Hospital – Hospital

90. Mercado – Mercado

Adjetivos comunes

91. Grande – Grande

92. Pequeno – Pequeño

93. Bom – Bueno

94. Mau – Malo

95. Feliz – Feliz

96. Triste – Triste

97. Quente – Caliente

98. Frio – Frío

99. Rápido – Rápido

100. Devagar – Lento



Cinco objetos analógicos para reducir el scrolling y recuperar el tiempo perdido

Vivimos en una época en la que el teléfono móvil se ha convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo. Con un solo gesto de la mano podemos consultar la hora, anotar una idea, leer un libro o alumbrar un pasillo oscuro. Sin embargo, ese mismo gesto nos arrastra casi sin darnos cuenta a interminables ratos de scrolling: revisamos notificaciones que no aportan nada, vemos un vídeo tras otro, saltamos de red en red y, cuando levantamos la vista, ya hemos perdido media hora.  

La pregunta es sencilla: ¿de verdad necesitamos hacerlo todo con el móvil?

La respuesta es no. Existen alternativas sencillas, casi humildes, que nos permiten cumplir las mismas funciones sin caer en la trampa del consumo digital compulsivo. Hoy quiero hablarte de cinco objetos analógicos —cinco piezas de un EDC (everyday carry) muy simples— que te ayudarán a cortar el círculo vicioso del scroll. No son objetos sofisticados, sino herramientas básicas que probablemente ya conoces, pero cuyo poder redescubrirás si les das una oportunidad.

1. Libreta y bolígrafo

El móvil suele convertirse en nuestro lugar de notas improvisadas. Una idea brillante aparece y, sin pensarlo, abrimos la aplicación de notas para apuntarla. El problema es que, al desbloquear la pantalla, la tentación aparece: notificaciones pendientes, mensajes nuevos, iconos de redes sociales brillando. La idea queda registrada (u olvidada) pero con ella se abre la puerta a un cuarto de hora perdido entre distracciones. Con una libreta y un bolígrafo todo cambia. Anotar a mano no solo evita el riesgo de entrar en aplicaciones innecesarias, sino que además tiene beneficios cognitivos: escribir con tinta sobre papel ayuda a fijar mejor las ideas, fomenta la creatividad y permite volver atrás con más calma. Una libreta, además, nunca se queda sin batería y no emite pitidos molestos. La próxima vez que quieras capturar un pensamiento, un número o una lista rápida, hazlo a la antigua: abre tu cuaderno, escucha el sonido del papel y garabatea. Descubrirás que esas páginas se convierten en un mapa más fiel de tu mente que cualquier aplicación digital.

2. Bolígrafo (inseparable de la libreta)

He querido destacar el bolígrafo como segundo objeto porque, aunque parezca obvio, su papel es crucial. El simple acto de sostenerlo crea una distancia con la hiperconexión. Un bolígrafo no vibra, no parpadea, no reclama atención: solo está ahí, dispuesto a servirte cuando tú lo decidas. Un buen bolígrafo, de esos que se deslizan suavemente sobre el papel, convierte cada anotación en un pequeño placer. No es casualidad que muchos profesionales creativos sigan confiando en este dúo analógico: la velocidad de la idea fluye mejor cuando nada interrumpe. Y lo más importante, al escribir en papel nunca terminarás “por error” revisando memes.

3. Linterna o frontal con luz roja

Otro de los usos frecuentes del móvil es la linterna integrada. Parece inocente: iluminar unos segundos mientras buscas algo en un rincón oscuro. Sin embargo, lo que empieza como un toque rápido puede acabar otra vez en un vistazo a notificaciones. Aquí entra en juego la linterna o el frontal con luz roja. No solo evita que enciendas la pantalla del móvil en mitad de la noche —con el riesgo de que la luz azul te despierte por completo—, sino que la luz roja tiene un beneficio añadido: te permite leer sin deslumbrar y sin interrumpir el descanso de quien duerme a tu lado. Es un objeto humilde pero poderoso: te ayuda a mantener tu espacio nocturno libre de pantallas. Además, tener una linterna siempre a mano transmite tranquilidad; frente a un apagón, una caminata nocturna o simplemente un libro antes de dormir, no hay notificación que compita con la calma de la luz cálida y estable.

4. Reloj de muñeca

¿Quieres saber qué hora es? Si usas el móvil para consultarla, es casi seguro que acabarás desviándote. Miras la pantalla y de pronto te encuentras en medio de un grupo de WhatsApp o con el dedo resbalando por un feed infinito. La consulta de diez segundos se convierte en cinco minutos de dispersión. Con un reloj de muñeca, todo cambia. Levantas la mano, miras la hora y listo. No hay interrupciones. Además, llevar un reloj es un recordatorio físico del paso del tiempo, algo que paradójicamente olvidamos cuando estamos atrapados en el scroll. Un reloj nos devuelve esa conciencia inmediata: cada segundo cuenta, y verlos avanzar en la esfera es un recordatorio silencioso de que el tiempo es finito. No necesitas un reloj de lujo; basta uno sencillo, cómodo y legible. Recuperarás un gesto que parecía olvidado y, lo más importante, evitarás encender la pantalla del móvil una y otra vez.

5. Un libro físico (o un e-reader sin conexión a internet)

El último objeto es quizá el más evidente, pero también el más poderoso: un libro físico. Leer en el móvil o en la tablet puede parecer práctico, pero la tentación de interrumpir la lectura para revisar mensajes o abrir una red social está siempre a un toque de distancia. El libro de papel, en cambio, no tiene notificaciones. Se abre y se cierra en silencio, sin más reclamos que sus páginas. Además, no tiene la dañina luz de los móviles, que a la larga nos termina por desgastar la vista. Si prefieres la practicidad de lo digital, un e-reader dedicado (sin aplicaciones extra, solo para leer) cumple la misma función. La clave es la exclusividad: cuando lo tienes en la mano, sabes que estás allí para leer, no para otra cosa. Esa claridad de propósito es un antídoto directo contra la dispersión. Leer de esta manera, sin interrupciones, te devuelve la experiencia profunda de la concentración. Cada página se convierte en un refugio frente al ruido del mundo digital.

Conclusión: pequeñas elecciones, grandes cambios

El móvil es útil, nadie lo niega. Pero también es un dispositivo diseñado para capturar nuestra atención, y muchas veces caemos en la trampa sin querer. Recuperar objetos analógicos —una libreta, un bolígrafo, una linterna, un reloj, un libro— es una manera sencilla de poner límites. No se trata de nostalgia, sino de eficiencia y bienestar. Cada vez que eliges una herramienta sin pantalla, recuperas un fragmento de tu tiempo y de tu atención. Y al final, esos fragmentos suman horas, días, incluso semanas a lo largo del año. En un mundo saturado de estímulos digitales, estos cinco objetos son pequeños aliados que te ayudan a vivir con más calma y más foco. Tal vez no puedas eliminar por completo el scrolling, pero sí puedes decidir cuándo y cómo dejar de alimentarlo. Y eso, créeme, ya marca una gran diferencia.

Las cosas que llevaban los hombres que lucharon de Tim O'Brien

Admiras las cambiantes simetrías de la tropa en movimiento, las armonías de sonido y forma y proporción, las grandes cortinas de fuego metálico que caen desde una nave de guerra, las bengalas de iluminación, el fósforo blanco, el resplandor anaranjado purpúreo del napalm, el intenso brillo de un cohete. No es bonito, exactamente. Es asombroso. Te deja absorto. Se apodera de ti. Lo odias, sí, pero tus ojos no. Como un terrible incendio forestal, como el cáncer bajo el microscopio, cualquier batalla o incursión de bombardeo o descarga de artillería tiene la pureza estética de la indiferencia moral absoluta -una belleza poderosa, implacable-, y una auténtica historia de guerra te contará la verdad sobre esto, aunque la verdad sea horrible.



La mejor presentación de un superhéroe - The Batman [2022] - Comentarios al vuelo

Cuando un personaje ha sido llevado en reiteradas ocasiones a la gran pantalla, resulta muy difícil sorprender o mejorar como se le presenta en la pantalla. A Batman le sucede esto, ha sido llevado al cine muchas veces. Pero Matt Reeves ha conseguido lo imposible, olvidarse de todas las anteriores presentaciones y quedarse con la suya, la mejor, no solamente de Batman, de cualquier superhéroe en la gran pantalla. Aquí van algunos motivos.

  • Voz en off de Bruce-Batman, narrando la realidad de Gotham, una ciudad corrompida.
  • Estética fúnebre de una ciudad sumida en el caos y la corrupción. Para ello presente a los ciudadanos disfrazados [tal vez en Halloween]
  • Bruce se funde con la muchedumbre. Es parte de la ciudad.
  • La música parece la marcha fúnebre de Chopin. Es magistral, nos narra la muerte poco a poco de la ciudad sumida en su propia corrupción moral.
  • Durante varios minutos seguimos a los delincuentes, vemos lo que hacen y como atemorizan a otras personas, pero esto cambiará.
  • Transiciones entre luces y sombras, caos y orden.
  • Batman es un humano, un mortal sin superpoderes, se tiene que valer del miedo y de un símbolo [la luz con el murciélago]. Es una luz improvisada en un edificio abandonado. Da lo mismo, consigue su objetivo, infundir miedo.
  • Batman - Bruce son también víctimas de Gotham
  • La ciudad es un personaje más de la película.
  • Las sombras que utilizan los delincuentes es también el hogar de Batman.
  • Vemos un gran rascacielos, imponente, y descendemos rápidamente al metro, a un submundo, sucio y oscuro.
  • Música, campanas, colores rojos. Bruce pasa a ser Batman. Ahora toca venganza.
  • Malhechores que quieren apalear a un inocente, lluvia que golpea el suelo, miedo. De la oscuridad, lentamente, sin prisas, unas pisadas, emerge un diablo de la oscuridad.
  • Comienza una lucha, golpes secos y brutales, pelea casi suicida con una multitud, más golpes. Cae el primero, contesta a su pregunta 'soy la venganza'
  • Vemos en Batman un cierto sadismo al golpear y electrocutar a un delincuente. Puede que no este del todo bien, no es un ser perfecto.
  • Todos le tienen miedo, hasta la propia víctima de los delincuentes.
  • La marcha fúnebre musical termina. Batman ha sido presentado, hemos visto de donde surge y lo que es capaz de hacer, un simple hombre que atemoriza a los malos, pero que tampoco es plenamente bueno.


Cujo (1983) de Lewis Teague: entre la brutal honestidad de King y el pacto complaciente del cine

Hay historias que no necesitan fantasmas para helarnos la sangre. Cujo, publicada por Stephen King en 1981, es uno de esos relatos en los que lo monstruoso se arraiga en lo cotidiano. Un perro bonachón convertido en una bestia rabiosa, un coche averiado bajo el sol de un verano implacable, una madre y un hijo atrapados en un escenario que parece tan ordinario que casi podríamos imaginarlo en nuestra propia calle. El horror aquí no nace de dimensiones alternativas ni de criaturas imposibles, sino de la crudeza física y del azar letal que la vida puede deparar. Cuando en 1983 Lewis Teague llevó la historia a la gran pantalla, el reto era obvio: conservar esa tensión sin adornos, esa claustrofobia física que King había destilado en cada página. El resultado, sin embargo, se quedó a medio camino entre la fidelidad y la domesticación del terror, optando por un desenlace que, lejos de potenciar el golpe emocional, lo amortigua para no dejar heridas abiertas en la audiencia.

En términos cinematográficos, la adaptación de Cujo es un ejercicio notable en varios frentes. Rodada en California durante el verano, la producción enfrentó el desafío de trabajar con múltiples perros entrenados. Dee Wallace, en el papel de Donna Trenton, aporta una entrega física y emocional que sostiene la película entera: su sudor, su respiración agitada, la mirada en la que se mezclan el instinto protector y el terror puro, resultan tan creíbles que uno olvida por momentos que está viendo una actriz y no una madre real luchando contra lo inevitable. Danny Pintauro, como el pequeño Tad, encarna con precisión el miedo infantil, mientras que el montaje de Neil Travis y la fotografía de Jan de Bont acentúan el calor sofocante y la sensación de encierro. La cámara se pega a los cristales empañados, captura el zumbido de las moscas, deja que el tiempo se estire como un suplicio. Técnicamente, el film logra trasladar la experiencia sensorial de estar atrapado en ese coche con la amenaza rondando afuera. Y sin embargo, pese a ese virtuosismo formal, el guion introduce una grieta fundamental: la decisión de salvar al niño en el último instante.

En la novela, King se permite una crueldad que roza lo insoportable. Tad no muere devorado por el perro, sino lentamente, consumido por la deshidratación y el golpe de calor. Es una muerte “real”, sin heroísmos de último segundo, sin deus ex machina. King sabe que el terror más puro está en lo que no se puede revertir, en esa súbita consciencia de que no hay marcha atrás. La simbología es clara: los monstruos imaginarios —el del armario que Tad teme al inicio— son reemplazados por monstruos tangibles, y estos no siempre se pueden vencer. Donna mata a Cujo, sí, pero su victoria no es total; el precio es irreversible. En esa renuncia al final feliz está la médula de la novela: la constatación de que la vida, como el horror, no respeta las reglas del relato convencional. La tragedia no distingue entre los “buenos” y los “malos”, y la fuerza de voluntad, por más épica que sea, no garantiza el rescate. Es un recordatorio cruel, pero honesto, del carácter arbitrario del destino.

La diferencia entre libro y película, entonces, no es solo de argumento, sino de naturaleza. En el libro, el final actúa como un golpe seco que deja al lector desarmado, pensando en lo inútil de ciertos esfuerzos, en lo frágiles que somos frente a una concatenación de infortunios. En la película, el mismo momento se convierte en un clímax triunfal: Donna rescata a Tad, lo reanima, y ambos sobreviven para ser abrazados por el alivio del espectador. El impacto narrativo cambia radicalmente. Donde King buscaba inquietud prolongada, el film ofrece catarsis; donde la novela deja una cicatriz emocional, la película deja un suspiro de alivio. El espectador de cine sale de la sala reconfortado, el lector de King cierra el libro con un nudo en la garganta que no se desata fácilmente. No es que el final feliz carezca de valor; simplemente no es Cujo tal como King lo concibió.

Esa alteración del desenlace resta, inevitablemente, fuerza a la adaptación. Es como si al llegar al borde del precipicio, la película se apartara para evitar que el espectador mire el abismo. No es un caso aislado: Hollywood ha suavizado muchas historias duras para ajustarlas a lo que considera “aceptable” para el público general. Pero hay ejemplos en los que se ha hecho lo contrario, y ahí radica la ironía. Pensemos en La niebla (2007), adaptación de Frank Darabont de otro relato de King. En ese caso, el director tomó un final ya pesimista y lo llevó a un extremo desgarrador, superando incluso la crueldad del texto original. El resultado fue una reacción visceral del público: incredulidad, llanto, rabia… pero también un reconocimiento unánime de que ese final había grabado la película en la memoria colectiva. Cujo podría haber tenido un destino similar si hubiera respetado la implacabilidad de la novela. En cambio, optó por cerrar la herida antes de que sangrara, privando a la historia de su golpe maestro. El terror, como la vida, necesita a veces recordarnos que no siempre ganamos, que no siempre hay un amanecer después de la noche más oscura. En el universo de King, esa verdad incómoda es parte de la magia. Y en la versión cinematográfica de Cujo, lamentablemente, se perdió.

Cuando a un dictador se le ocurrió exterminar gorriones: Mao Zedong y su particular guerra ornitológica

China, 1958. Una nación destruida por la guerra civil y sacudida por el sueño utópico del comunismo se preparaba para reinventarse desde sus raíces. Mao Zedong, líder indiscutido del Partido Comunista, no se conformaba con haber unificado el país; quería demostrar que la revolución no solo era política o militar, sino también económica, agrícola y cultural. El país entero se embarcó en una transformación titánica: el Gran Salto Adelante, un plan para catapultar a China hacia la modernidad. Acerías comunales, cultivos colectivos, represas, canales y una férrea voluntad de superar a Occidente con las propias manos del pueblo. Pero dentro de ese impulso desbordante, una idea aparentemente menor —exterminar a los gorriones para proteger las cosechas— acabó convirtiéndose en uno de los errores más devastadores del siglo XX para China.

La guerra contra las “cuatro plagas”

En el corazón de esta historia se encuentra una campaña lanzada con entusiasmo revolucionario: la erradicación de las “cuatro plagas” —ratas, moscas, mosquitos y gorriones— que, según los "técnicos" del régimen, afectaban gravemente a la salud del pueblo y, en particular, la producción de grano. Los gorriones, en concreto, "fueron acusados" de comerse una cantidad alarmante de cereal, y la solución que se impuso desde el gobierno fue tan sencilla como brutal: eliminarlos por completo. Un claro ejemplo de una visión reduccionista de la naturaleza.

La población fue movilizada en masa. En las ciudades, en los pueblos, en las aldeas remotas, millones de personas salieron a las calles y los campos armadas con tambores, palos, panderetas, cacerolas y cualquier objeto ruidoso. La técnica era despiadada: asustar sin tregua a las aves hasta que, exhaustas, cayeran muertas. Se destruyeron nidos, se aplastaron huevos, se mataron polluelos. Las cifras son difíciles de confirmar, pero algunas fuentes estiman que se aniquilaron más de mil millones de gorriones en todo el país. No hubo rincón seguro para estas pequeñas aves que, durante milenios, habían compartido los campos chinos con campesinos, cultivos y estaciones.

Una primavera sin cantos

Durante un tiempo, pareció que la estrategia funcionaba. Se alzaban informes optimistas, se celebraban mítines donde se exhibían montañas de gorriones muertos como trofeos de guerra. Se repetía con fervor: “Cada gorrión muerto significa más arroz para el pueblo”. Las estadísticas del Partido parecían confirmar que las pérdidas de grano disminuían, y el experimento era presentado como una victoria de la voluntad humana sobre las fuerzas naturales. De nuevo una visión reduccionista, que traería consecuencias devastadoras.

Pero la realidad es terca, y pronto se impuso con violencia. Al eliminar a los gorriones —que no solo se alimentan de granos, sino también de insectos—, se desató una verdadera plaga de langostas, orugas y saltamontes. Sin sus principales depredadores naturales, las poblaciones de insectos se dispararon, arrasando los cultivos con más eficacia que cualquier ave. El remedio, en lugar de salvar las cosechas, había sembrado la semilla de una catástrofe.

El precio de la ignorancia ecológica

Entre 1959 y 1961, China sufrió la peor hambruna del siglo XX. Las cifras estremecen: entre 20 y 45 millones de personas murieron como consecuencia directa de la escasez de alimentos. Comunas enteras quedaron devastadas. Las tierras de cultivo, ya maltratadas por prácticas agrícolas erradas e improvisadas en nombre de la eficiencia comunista, no lograban producir lo suficiente. En muchas regiones, los habitantes recurrieron a la corteza de los árboles, al barro cocido o incluso al canibalismo.

La desaparición del gorrión fue solo uno de los muchos factores, pero simboliza con claridad el pensamiento simplista y autoritario que guio aquellas políticas. El ecosistema, complejo y lleno de interacciones complejas, fue tratado como una máquina que se podía ajustar con una palanca. Bastaba con eliminar a un “enemigo del pueblo” alado para que la producción aumentara. Pero los ecosistemas no entienden de eslóganes, y el resultado fue un colapso que el propio Mao reconocería demasiado tarde.


Cuando la ciencia habla y el poder escucha (a medias)

En 1960, el ornitólogo chino Tso-Hsin Cheng presentó al gobierno una serie de datos reveladores: los gorriones, lejos de ser una amenaza absoluta, eran esenciales para el equilibrio del ecosistema agrícola. Eliminarlos solo había favorecido la proliferación de plagas aún más dañinas. Mao, al parecer convencido por estos argumentos, decidió frenar la campaña contra los gorriones. Los sustituyó por chinches en la lista de “plagas” a exterminar. Incluso se importaron aves desde la Unión Soviética para repoblar algunas regiones. Pero el daño ya estaba hecho. La catástrofe ecológica había desatado una crisis humana. Y, más allá de las consecuencias agrícolas, esta historia dejó al descubierto algo aún más preocupante: cómo una visión reduccionista del mundo natural, combinada con un poder político absoluto, puede derivar en desastres de proporciones inmensas.

Conclusión: la fragilidad de la arrogancia humana

La campaña contra los gorriones no fue solo un error de cálculo. Fue el reflejo de una actitud que sigue vigente en muchos rincones del mundo: la creencia de que la naturaleza puede ser sometida sin consecuencias, de que los sistemas vivos pueden rediseñarse desde un despacho, de que basta con una orden para cambiar la realidad. Pero la historia tiene sus propios mecanismos de justicia. El silencio de los gorriones fue seguido por el zumbido de las langostas, y el hambre de los campos no tardó en llegar a las puertas de las ciudades. Lo que comenzó como una campaña ecológica se transformó en una tragedia nacional. Y aún hoy, en tiempos de crisis climática y pérdida de biodiversidad, la historia del gorrión chino debería servirnos como advertencia.

Cuando se actúa contra la naturaleza sin comprenderla, no solo se pierden especies. Se pierde el equilibrio, se pierde el sustento… y, finalmente, se pierde la vida.

Bibliografía académica

Shapiro, Judith (2001) Mao's War Against Nature: Politics and the Environment in Revolutionary China. Cambridge University Press.

Dikötter, Frank (2010) Mao's Great Famine: The History of China's Most Devastating Catastrophe, 1958–1962. Walker & Company.

Smil, Vaclav (1999) China’s Environmental Crisis: An Inquiry into the Limits of National Development. M. E. Sharpe.

El pie de trinchera era otro enemigo más en la guerra

Todo el mundo ha experimentado alguna vez el hecho de tener los pies mojados, si a eso unimos las bajas temperaturas, la situación de incomodidad es alta. Ahora imagínate eso en una trinchera durante días, o andando por la selva empapada en grandes caminatas. Esto produce una enfermedad muy dolorosa, que en caso graves podía suponer la pérdida del pie: el pie de trinchera. Veamos en qué consiste.

Contexto histórico y la experiencia de la Primera Guerra Mundial

El pie de trinchera —o trench foot, como se le conoció en los partes médicos de las fuerzas británicas y estadounidenses— emergió como un problema médico de gran magnitud durante la Primera Guerra Mundial. En los frentes estáticos de Europa, donde los soldados pasaban semanas en trincheras embarradas, con botas pesadas de cuero y calcetines de lana empapados, las condiciones para su aparición eran casi perfectas: humedad constante, temperaturas frías pero no heladas, y ausencia de oportunidades para secar los pies. En este contexto, la patología adquirió su nombre y notoriedad. El mecanismo fisiológico era claro incluso para los médicos de la época: la exposición prolongada a la humedad y el frío moderado provocaba una vasoconstricción sostenida en pies y dedos, reduciendo drásticamente el flujo sanguíneo y, con ello, la oxigenación de los tejidos. Al cabo de horas o días, la piel se volvía pálida, cerosa y entumecida; posteriormente aparecían dolor intenso, ampollas y necrosis. En casos severos, la única solución era la amputación. Las medidas de prevención, aunque rudimentarias, se centraban en cambiar calcetines con frecuencia, aplicar grasas protectoras como la lanolina y proporcionar calzado con cierta capacidad de drenaje. Sin embargo, las trincheras de 1914-1918 eran entornos donde esas recomendaciones rara vez podían cumplirse. El pie de trinchera se convirtió, así, en un símbolo no solo de las condiciones inhumanas de aquella guerra, sino también de la importancia logística del cuidado personal y del equipo en combate.

El pie de trinchera en la Guerra de Vietnam: un enemigo invisible en la jungla


Medio siglo después, en un escenario radicalmente distinto, la Guerra de Vietnam volvió a poner el pie de trinchera en el centro de la medicina militar, aunque adaptado a un clima y a unas circunstancias operativas muy diferentes. Aquí, el factor determinante no era el frío sino la humedad tropical persistente, con temperaturas que rara vez descendían lo suficiente como para producir hipotermia, pero sí para mantener la piel constantemente macerada. Las patrullas americanas podían pasar días enteros moviéndose entre arrozales, cauces de ríos, zonas de manglar y selvas donde la lluvia, la transpiración y el agua estancada convertían las botas en depósitos de humedad. Incluso con el uso de las jungle boots de lona y cuero, el agua entraba por el empeine o se filtraba desde arriba, empapando calcetines y piel. El resultado era un tipo de “pie de inmersión” tropical: la piel se volvía blanda y blanquecina, se formaban fisuras dolorosas, y los soldados experimentaban hormigueo, pérdida de sensibilidad y dolor punzante al intentar secar o calentar los pies. A nivel logístico, esto suponía un problema grave: un combatiente con pie de trinchera tropical podía perder movilidad, y en una guerra basada en la maniobra ligera y en el contacto súbito con el enemigo, esa merma física era peligrosa para toda la unidad. La prevención se convirtió en un objetivo de instrucción básica: en los manuales de campaña y en las sesiones médicas antes del despliegue se insistía en “mantener los pies secos” como principio cardinal. Esto incluía llevar varios pares de calcetines de repuesto —preferiblemente de lana o mezclas sintéticas que retuvieran menos humedad—, secar los pies en cada parada prolongada, y, cuando era posible, aplicar polvos antifúngicos y desecantes. Sin embargo, en misiones de larga duración o en operaciones bajo monzón, la práctica se quedaba corta frente a la teoría. En muchos casos, las unidades recurrían a improvisaciones: colgar los calcetines húmedos en la parte superior de la mochila para que el sol y el aire los secaran, utilizar “pisadas de descanso” descalzos en puntos seguros, o incluso emplear fuego controlado para evaporar la humedad de las botas durante las noches en base avanzada.

Tratamiento, prevención avanzada y lecciones aprendidas

El tratamiento del pie de trinchera en Vietnam combinaba medidas inmediatas de restauración de la circulación con prevención de infecciones secundarias. Médicos y enfermeros instruían a los soldados para elevar los pies y calentarlos gradualmente, evitando el recalentamiento brusco que podía intensificar el dolor o dañar más los tejidos. El secado cuidadoso era fundamental, seguido de la aplicación de polvos antimicóticos —generalmente a base de tolnaftato o clotrimazol— y, en casos de lesiones abiertas, antibióticos tópicos. Si el daño era más profundo y se observaba necrosis o pérdida de sensibilidad persistente, el soldado era evacuado para tratamiento más intensivo y observación. El mando estadounidense aprendió que la clave no era únicamente el diseño del calzado, sino la disciplina del soldado y la organización logística para suministrar calcetines secos y espacios de descanso seguros. El Type III Jungle Boot introducido en 1969, con su combinación de lona de nailon, refuerzos de cuero y suela “Panama” de gran capacidad de drenaje, representó un avance importante, pero no una solución definitiva: las botas podían expulsar el agua rápidamente, pero no impedir que entrara; podían secarse antes que un modelo de cuero, pero no más rápido que el sudor o la lluvia volvían a empaparlas. Frente a este diseño, las sandalias de neumático del Viet Cong y el Ejército Popular de Vietnam ofrecían una lección de simplicidad: no retenían agua, se secaban en minutos, eran casi indestructibles y podían fabricarse en cualquier aldea, aunque no protegieran igual contra espinas o serpientes. La experiencia de Vietnam dejó claro que el pie de trinchera —ya fuera en el barro helado de Flandes o en el calor sofocante del delta del Mekong— no era solo una cuestión médica, sino un problema estratégico. Un soldado inmovilizado por dolor e infección es tan ineficaz como un fusil sin munición, y por eso, desde entonces, el entrenamiento militar en entornos húmedos combina diseño de equipo, logística preventiva y educación sanitaria como partes inseparables de la capacidad de combate.

La importancia del calzado en la guerra de Vietnam

A cualquier persona que le guste el campo y la montaña sabrá la importancia que tiene un buen calzado. Ahora, imagínate que estas en la jungla, lloviendo, con barro, serpientes y 35 kilogramos de material a tus espaldas. Aquí ahora el calzado no es importante, es vital. En la Guerra de Vietnam, los soldados americanos que se tuvieron que enfrentar a condiciones muy duras, la respuesta del ejercito fue la creación de las Type III Jungle Boots (modelo 1969). Esta es su historia:

Contexto histórico

En 1969, cuando el Ejército de Estados Unidos introdujo la versión definitiva del Type III Jungle Boot, el conflicto de Vietnam se encontraba en una fase de gran complejidad táctica y política. El calzado militar americano llevaba varios años de adaptación progresiva desde las primeras campañas en el sudeste asiático a principios de la década de 1960. Las primeras versiones, inspiradas en modelos británicos y estadounidenses usados en la Segunda Guerra Mundial y en Panamá, habían mostrado deficiencias graves frente a las condiciones extremas de la jungla vietnamita: humedad constante, barro denso, vegetación cortante y suelos infestados de insectos y hongos. El Type III fue el resultado de un largo proceso de desarrollo que buscaba dar al soldado un calzado que fuera a la vez resistente, drenante y cómodo para marchas prolongadas en entornos saturados de agua. El modelo de 1969 incorporaba mejoras basadas en la experiencia acumulada durante los años más intensos de la guerra, donde la movilidad ligera, la resistencia a enfermedades tropicales y la fiabilidad del equipo eran factores decisivos para la supervivencia en combate.

La guerra en la jungla y los problemas previos del calzado

La selva vietnamita era, en términos logísticos, un enemigo tan formidable como el propio Viet Cong. Las lluvias monzónicas convertían los senderos en ríos de barro y las temperaturas elevadas, combinadas con humedad del 90 %, hacían que el pie del soldado pasara más tiempo mojado que seco. Las botas de campaña convencionales —como las de cuero macizo tipo combat boot de la Segunda Guerra Mundial y Corea— retenían el agua y fomentaban la aparición de pie de trinchera, infecciones fúngicas y laceraciones permanentes. Incluso las primeras “jungle boots” de lona y cuero, probadas en la década de 1960, sufrían problemas de durabilidad: las costuras se deterioraban rápido, el cuero se pudría y las suelas no ofrecían suficiente agarre en pendientes resbaladizas. Los soldados debían cambiar calcetines constantemente y, en muchas patrullas, llevaban pares extra colgando de la mochila para intentar mitigar el daño. Antes de 1969, el calzado era más un obstáculo que un aliado, y cada paso en el fango representaba no solo desgaste físico, sino una amenaza silenciosa para la salud operativa de la unidad.

Pros y contras del Type III (1969) y comparación con el calzado enemigo

El Type III Jungle Boot de 1969 introdujo avances significativos: empeine de lona de nailon que secaba más rápido, puntera y talón reforzados en cuero tratado, suela de caucho con diseño “Panama” para expulsar barro y canales de drenaje en la parte inferior que permitían evacuar el agua acumulada. Su peso reducido y mayor transpirabilidad ofrecían una ventaja tangible en patrullas largas. Sin embargo, no estaba exento de problemas: el drenaje no impedía que la bota permaneciera húmeda durante horas, lo que seguía causando ampollas y hongos; la suela, aunque eficaz contra el barro, se desgastaba con rapidez sobre superficies rocosas; y su coste y logística de suministro eran muy superiores al calzado improvisado de la guerrilla. Aquí la comparación con las sandalias de neumático usadas por el Viet Cong y las tropas norvietnamitas es reveladora: aquellas “dép cao su” eran casi indestructibles, ligeras, silenciosas en la marcha y podían fabricarse localmente con materiales reciclados, principalmente neumáticos viejos. Aunque no ofrecían la misma protección contra espinas o serpientes, daban a sus usuarios una libertad de movimiento y una simplicidad logística que los estadounidenses no podían igualar. En definitiva, el Type III Jungle Boot fue un avance notable para las fuerzas estadounidenses, pero también un recordatorio de que, en la guerra de Vietnam, la sofisticación tecnológica no siempre superaba la adaptabilidad y austeridad del enemigo. En cualquier caso, el ejercito de las "sandalias" ganó al de las botas.

Adaptaciones cinematográficas de Stephen King

Adaptaciones cinematográficas de Stephen King (ordenadas cronológicamente)  

1976 – Carrie (dir. Brian De Palma): la primera adaptación al cine de una novela de King

1980 – The Shining (dir. Stanley Kubrick): icónica adaptación del hotel embrujado

1983 – Cujo: el perro rabioso aterroriza a una madre y su hijo

1983 – Christine (dir. John Carpenter): adaptando el coche poseído

1983 – The Dead Zone (dir. David Cronenberg): con Johnny Smith y sus visiones psíquicas

1984 – Children of the Corn: adaptando el relato de cultos infantiles

1986 – Stand by Me (Los chicos del cuerpo): basado en la novela corta The Body

1986 – Maximum Overdrive: King protagoniza y dirige esta historia sobre máquinas asesinas

1989 – Pet Sematary (Cementerio de animales): la premisa del regreso de los muertos

1990 – Misery: Kathy Bates ganó un Oscar por su papel como fan obsesiva

1994 – The Shawshank Redemption (Cadena perpetua): drama de esperanza en prisión

1995 – Dolores Claiborne: historia intensa sin elementos sobrenaturales

1999 – The Green Mile (La milla verde): milagros en el corredor de la muerte

2003 – Dreamcatcher: invasión alienígena en tono de horror

2004 – Secret Window: escritor acosado acusado de plagio

2007 – 1408: cuarto embrujado en un hotel desafiante

2007 – The Mist: criaturas en una niebla mortal

2017 – It (primera parte): Pennywise aterrorizando a los niños

2017 – Gerald’s Game: thriller psicológico oscuro

2017 – 1922: confesión de un crimen y su culpa

2017 – The Dark Tower: mezcla de fantasía y western basada en la saga homónima

2019 – Pet Sematary (remake): versión moderna del clásico original

2019 – Doctor Sleep: secuela de The Shining

2019 – It: Chapter Two: segunda parte de la saga de Derry

2022 – Firestarter (remake): la niña con poderes de fuego

2022 – Mr. Harrigan's Phone: relación con un teléfono y la muerte

2023 – The Boogeyman: adaptación de relato sobre una familia atormentada

2024/25 – The Life of Chuck: drama apocalíptico, estrenada en Toronto 2024, en cines EUA en 2025 

2025 – The Monkey: juguete maldito que desata horror

Coche eléctrico vs gasolina: comparativa de ChatGPT

 Le he preguntado a ChatGPT lo siguiente sobre los coches eléctricos:

Te puedes poner en el papel de un experto en medir huella de carbono y movilidad sostenible. Te pregunto ¿sabrías indicarme cuál sería aproximadamente la huella de carbono en kilómetros recorridos (equivalentes en un coche de gasolina) de la fabricación de un coche eléctrico medio? Es decir, al comprar un coche nuevo eléctrico y sin haber hecho un kilómetro con él, ¿Cuántos kilómetros se habrían recorrido con un gasolina por el simple hecho de fabricar ese coche eléctrico (CO2 por emisiones de transporte de piezas, ensamblajes, etc.)?

Y aquí tenemos la respuesta:

✅ Huella de carbono de la fabricación de un coche eléctrico (en equivalentes de kilómetros de gasolina)

La fabricación de un coche eléctrico tiene una huella de carbono inicial más alta que la de un coche de gasolina, debido principalmente a:

- La producción de la batería de litio (es el principal contribuyente)    

- El uso de materiales específicos (níquel, cobalto, litio, aluminio)    

- El consumo energético en la extracción, transporte y ensamblaje de componentes

- La huella del mix eléctrico usado en la fabricación (más limpia o más contaminante según el país).

📊 Estimación: CO₂ emitido por la fabricación

Coche eléctrico medio: entre 6 y 15 toneladas de CO₂ emitidas solo en su fabricación.    

Una media razonable es de 8–10 toneladas de CO₂, aunque puede variar mucho según la batería (por ejemplo, 40 vs 100 kWh).

🚗 Equivalente en kilómetros recorridos por coche de gasolina

Un coche de gasolina medio emite aproximadamente:

120 a 180 g CO₂/km (depende del modelo, peso, eficiencia).

Tomemos un valor estándar: 150 g CO₂/km = 0,15 kg/km.

Entonces:

10.000 kg CO₂ (fabricación coche eléctrico) / 0,15 kg/km (coche gasolina)  

    ≈ 66.667 km equivalentes

✅ Conclusión simplificada

Comprar un coche eléctrico nuevo implica, sin haberlo usado aún, una huella de carbono equivalente a la de recorrer entre 50.000 y 70.000 km en un coche de gasolina medio.


Ahora le pregunto ¿lo podrías calcular para el coche eléctrico más vendido en España?

Aquí tienes cálculos ajustados para el Tesla Model 3, el coche eléctrico más vendido en España, utilizando datos recientes y estudios actualizados:

🔋 1. Selección del modelo

Según datos de 2024, el Tesla Model 3 fue el vehículo eléctrico más matriculado en España, con 11 043 unidades.

📦 2. Tamaño de la batería

El Model 3 monta baterías de entre 50 kWh y 82 kWh. Tomaremos un tamaño intermedio típico: 60 kWh.

🏭 3. Emisiones por fabricación de la batería

Un metaanálisis reciente indica que la producción de baterías de iones de litio emite una media de 17,6 kg CO₂ por kg de batería. La masa estimada de una batería de 60 kWh es de aproximadamente 400 kg.

Emisiones batería = 17,6 kg CO₂/kg × 400 kg = 7 040 kg CO₂

🧩 4. Emisiones del resto del vehículo

La fabricación del resto del coche (chasis, montaje, electrónica, pintura, sensores) en un coche eléctrico de gama media suele variar entre 2 y 4 toneladas CO₂. Usamos un valor conservador:  

2 000 kg CO₂

🔢 5. Total de emisiones de fabricación

Total Tesla Model 3 = 7 040 kg + 2 000 kg = 9 040 kg CO₂ ≈ 9 t CO₂

🚗 6. Equivalente en km con coche gasolina

Asumiendo un coche de gasolina emitiera 150 g CO₂/km (valor medio realista):

9 040 kg CO₂ ÷ 0,15 kg CO₂/km ≈ 60 267 km

✅ Resumen 

Comprar un Tesla Model 3 nuevo genera una huella equivalente a haber recorrido unos 60 000 km en un coche de gasolina, aún antes de conducirlo un sólo kilómetro. A partir de ahí, el coche eléctrico comienza a compensar esa huella mediante su uso.

ℹ️ Variables y matices

Si la batería es mayor (82 kWh), aumenta la huella.

Si la fábrica utiliza electricidad más limpia, la huella puede ser menor.

El parque eléctrico en España es cada vez más renovable, lo que mejora estos cálculos.

Este análisis no incluye el uso del vehículo, que en el caso eléctrico reduce sustancialmente las emisiones netas.



Frank Miller es al comic lo que John Ford al cine

Frank Miller: biografía y orígenes

Frank Miller nació el 27 de enero de 1957 en Olney, Maryland, Estados Unidos. Desde muy joven mostró un interés profundo por el arte y la narrativa gráfica, influenciado por los cómics clásicos y el cine noir. Comenzó su carrera profesional a finales de los años 70, inicialmente trabajando para Marvel Comics, donde rápidamente se destacó por su estilo visual audaz y su capacidad para crear historias complejas y oscuras. Su talento le permitió colaborar en títulos importantes como "Daredevil", donde revitalizó al personaje introduciendo un tono mucho más sombrío y maduro, alejándose del estilo tradicional del cómic de superhéroes de la época. Miller desarrolló un estilo narrativo caracterizado por un uso intensivo de sombras, composiciones dinámicas y diálogos cortantes, que lo hicieron destacar rápidamente entre sus contemporáneos. A lo largo de los años 80, Frank Miller se consolidó como uno de los autores más influyentes y visionarios del medio, sentando las bases para lo que sería el cómic moderno.

Aportaciones clave al cómic y la novela gráfica

Frank Miller revolucionó el mundo del cómic con obras que rompieron con las convenciones tradicionales, integrando temas adultos, violencia explícita y una estética visual radicalmente distinta. Su obra "The Dark Knight Returns" (1986) redefinió al superhéroe Batman, presentándolo como un personaje torturado y envejecido, lo que abrió paso a una narrativa mucho más madura y psicológica en los cómics de superhéroes. Esta obra no solo influyó en generaciones de escritores y artistas, sino que también impactó profundamente en la cultura popular, inspirando numerosas adaptaciones cinematográficas y reinterpretaciones del personaje. Otra de sus creaciones emblemáticas es "Sin City" (1991), una serie de novelas gráficas en blanco y negro que combinan el estilo noir con un enfoque extremo en la violencia y el erotismo. "Sin City" es reconocida por su uso innovador del contraste, la ausencia de color y el trazo grueso, creando una atmósfera única que ha sido emulada en múltiples medios. Además, Miller llevó a cabo la reinterpretación de "300" (1998), un relato estilizado y dramático de la batalla de las Termópilas, que fusiona la historia con la épica visual, y que también fue adaptada en una exitosa película. Estas obras demostraron la capacidad del cómic para explorar géneros y narrativas variadas, elevando el medio a niveles artísticos y temáticos antes poco explorados.

Legado y repercusión cultural

El legado de Frank Miller en la industria del cómic y la novela gráfica es inmenso y multifacético. Gracias a su capacidad para innovar tanto en la forma como en el contenido, ayudó a transformar la percepción del cómic de un mero entretenimiento juvenil a una forma legítima de expresión artística y literaria. Miller abrió las puertas para que otros autores abordaran temas oscuros y complejos, como la corrupción, la alienación, la moralidad ambigua y el peso del pasado, haciendo que los personajes y las historias fueran más humanos y complejos. Su influencia se extiende más allá de las páginas impresas; el cine, la televisión y los videojuegos han adaptado y reinterpretado sus obras, evidenciando la perdurabilidad y relevancia de sus creaciones. Aunque su estilo y narrativa han generado polémica por su dureza y visión a veces pesimista, no se puede negar que Frank Miller es uno de los arquitectos fundamentales del cómic moderno, un autor que ha marcado un antes y un después en la forma de contar historias gráficas.



El Proyecto Islero: cuando España casi consigue la bomba atómica

Países bastante pequeños e insignificantes, como Bélgica, poseen armas nucleares en su territorio. En cambio, España, un país más grande y poblado, no. Aquí intentaré explicar la causa de esta diferencia. Veamos.

Contexto histórico: España y la Guerra Fría

En la segunda mitad del siglo XX, España vivió una etapa marcada por el régimen autoritario de Francisco Franco y una delicada posición geopolítica en plena Guerra Fría. Tras la Segunda Guerra Mundial, el aislamiento internacional del franquismo fue intenso debido a su apoyo al Eje en la IIGM, pero la dinámica de confrontación bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética impulsó cambios en la estrategia internacional respecto a España, y en el año 1951 se terminó el aislamiento internacional de España que tantas muertes causó por hambre. La Guerra Fría convirtió a la Península Ibérica en un punto estratégico clave para la defensa occidental, dada su proximidad a África, y al control del acceso al Mediterráneo. Esto llevó a un acercamiento gradual entre España y Estados Unidos, materializado en acuerdos militares y estratégicos, especialmente desde la década de los años 50. En este clima de tensión global y rivalidad nuclear, la posesión de armas atómicas no solo representaba una herramienta de disuasión sino también un símbolo de poder y modernidad tecnológica para cualquier nación que aspirase a ser relevante en el concierto internacional. Para España, marginada por décadas y buscando proyectar autonomía y prestigio, la idea de contar con una capacidad nuclear propia empezó a cobrar fuerza durante los años 60, en un contexto donde varios países emergentes también mostraban interés en dotarse de armas nucleares para asegurar su independencia estratégica. Además, España era la quinta reserva de uranio del mundo. Todo apuntaba a un éxito en la defensa y mejora del posicionamiento español en el contexto internacional. En 1953 otro cambio importante se produjo entre España y USA, estos últimos utilizaron el territorio español como una prolongación de su nación, situando bases militares y sobrevolando aviones con sus armas nucleares por las cabezas de los españoles de aquella época. A cambio, los useños nos permiten explotar su tecnología nuclear para producir electricidad, el programa "Átomos por la paz" estaba en marcha a nivel mundial y España sería de los países pioneros en desarrollar una central nuclear con la tecnología useña.


Los orígenes y desarrollo del Proyecto Islero

El Proyecto Islero surge en este marco como el intento oficial del régimen franquista de desarrollar armas nucleares propias para consolidar una defensa autónoma y fortalecer su posición frente a posibles amenazas. El nombre "Islero", alusivo al toro que mató al famoso torero Manolete, simbolizaba la fuerza y determinación españolas. Durante los años 60, España puso en marcha una serie de iniciativas científicas y militares para adquirir el conocimiento y la tecnología necesarios. Una pieza clave fue la colaboración con Estados Unidos, que, a pesar de las restricciones y el control internacional sobre la proliferación nuclear, facilitó a ciertos militares e ingenieros españoles la formación en tecnologías nucleares. De hecho, algunos oficiales y expertos españoles fueron enviados a laboratorios y bases estadounidenses para capacitarse en ingeniería nuclear, física atómica y manejo de materiales sensibles. Entre ellos, el comandante Guillermo Velarde. El objetivo era formar un núcleo profesional capaz de liderar el diseño y construcción de un arma nuclear, desde la obtención del uranio enriquecido hasta la fabricación del dispositivo explosivo. Sin embargo, el proyecto Islero fue eminentemente militar y secreto, apoyado por figuras destacadas del ejército franquista, que veían en la bomba atómica un medio para garantizar la soberanía nacional y consolidar la posición de España como una potencia emergente en el bloque occidental. USA y Francia estaban al tanto y vigilantes de lo que hacia España.

Guillermo Velarde, el tercero por la izquierda

El declive y final del Proyecto Islero: causas y consecuencias

A pesar del entusiasmo inicial y los avances técnicos logrados, el Proyecto Islero enfrentó múltiples obstáculos que llevaron a su eventual paralización y abandono. En primer lugar, la presión internacional contra la proliferación nuclear, especialmente tras la firma del primer Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) en 1968, limitó severamente la posibilidad de que España adquiriera materiales y tecnologías clave sin despertar suspicacias. Aunque España no firmó el tratado hasta la transición democrática, la comunidad internacional, en particular Estados Unidos y la Unión Soviética, vigilaban de cerca cualquier intento de expansión nuclear fuera de los grandes poderes reconocidos. Además, la dependencia tecnológica y económica de España con respecto a Occidente dificultaba la autonomía real para desarrollar armas nucleares sin contar con apoyo o tolerancia de potencias como EE.UU. En segundo lugar, el cambio político interno con la muerte de Franco en 1975 y la transición democrática introdujo nuevas prioridades para el país, orientadas hacia la integración europea y la estabilidad política, más que hacia proyectos militares polémicos. El rechazo social y político a la carrera armamentística nuclear también fue un factor determinante en la desactivación del programa. Finalmente, las dificultades técnicas inherentes a la construcción de un arma nuclear, los costos astronómicos y la complejidad del proyecto hicieron que las fuerzas militares y científicas españolas reconsideraran la viabilidad y el coste-beneficio del programa Islero. En definitiva, el proyecto fue abandonado oficialmente en la década de los 80, cuando España ya se había convertido en un miembro de la Comunidad Europea y de la OTAN, apostando por una política de defensa basada en alianzas internacionales y no en la posesión de armas nucleares propias. El legado del Proyecto Islero permanece como un testimonio de la ambición española en la Guerra Fría, así como de las limitaciones impuestas por el sistema internacional y las transformaciones internas del país.

Visita oficial de Eisenhower a España en 1959



Batman Begins (2005): El comic de Frank Miller llevado a la gran pantalla

Cuando se estrenó Batman Begins en 2005, dirigida por Christopher Nolan, el género de superhéroes atravesaba un momento de transición. A comienzos de los años 2000, la irrupción de X-Men (2000) y Spider-Man (2002) había devuelto cierta dignidad a las adaptaciones de cómics, tras una década marcada por excesos visuales y fracasos críticos. Sin embargo, la saga cinematográfica de Batman parecía muerta y enterrada después del desastre de Batman & Robin (Joel Schumacher, 1997), que había convertido al Caballero Oscuro en una caricatura de sí mismo.

En ese contexto, Nolan y su equipo decidieron no solo recuperar al personaje, sino reinventarlo desde sus cimientos. El resultado fue una película que no solo revitalizó a Batman, sino que transformó por completo la manera de concebir el cine de superhéroes. 

"Quise tratar la historia de Batman como si nunca antes hubiera sido contada en el cine, con la misma seriedad y complejidad que cualquier otro relato épico”. Christopher Nolan

El regreso a las raíces: el cómic como fuente

La clave de Batman Begins está en que Nolan y su coguionista David S. Goyer volvieron a las raíces del personaje, explorando el viaje de Bruce Wayne desde el trauma infantil hasta convertirse en símbolo de justicia. En esta búsqueda se apoyaron en los cómics más influyentes de la mitología del murciélago, especialmente Batman: Year One (1987), de Frank Miller y David Mazzucchelli. En esa obra fundamental, Miller reconstruía los orígenes de Batman con un tono realista, sombrío y urbano, alejándose del campismo televisivo de los años sesenta o del barroquismo colorista de los setenta. El cómic narraba en paralelo la llegada de un joven Bruce Wayne y del teniente James Gordon a una Gotham corrupta, donde ambos encontrarían en su alianza la única manera de devolver la esperanza a una ciudad podrida. Las palabras de Frank Miller resumen bien el espíritu de aquella reinvención: “Batman no es un superhéroe, es un hombre. Lo que lo hace extraordinario es que nunca se rindió. La oscuridad lo consume, pero él decide convertirla en arma”. Este enfoque fue central en la visión de Nolan, quien tradujo esa filosofía a imágenes cinematográficas, planteando a Bruce no como un ser invencible, sino como alguien que lucha contra sus propias debilidades y contradicciones.

Nolan y la “realidad” del mito

Uno de los mayores logros de Batman Begins es que, por primera vez, un filme de superhéroes buscó explicaciones verosímiles para el nacimiento de un mito. ¿Cómo obtiene Bruce Wayne su entrenamiento? ¿De dónde surgen sus armas y su icónico traje? ¿Qué justifica su obsesión con los murciélagos? Nolan respondió a estas preguntas a través de una narrativa que combina el drama psicológico con el thriller realista. Bruce, interpretado magistralmente por Christian Bale, viaja a Oriente en busca de respuestas, donde recibe la instrucción de la Liga de las Sombras bajo la tutela de Henri Ducard (Liam Neeson). No se trata de un aprendizaje mágico, sino de un entrenamiento físico y mental en artes marciales, estrategias de sigilo y control del miedo.

La tecnología de Batman tampoco surge del azar: se vincula a las divisiones de investigación militar de Wayne Enterprises, con Lucius Fox (Morgan Freeman) como ingenioso aliado. De esta forma, el Batmóvil, la capa planeadora o el traje blindado tienen una lógica “realista”, insertando la fantasía en un marco científico y empresarial plausible.

Una Gotham corrupta y reconocible

Otro aspecto fundamental es la construcción de Gotham City. Frente a la estilización gótica de Tim Burton o el carnaval neón de Schumacher, Nolan opta por retratar una ciudad que recuerda más a Chicago o Nueva York en sus momentos de mayor decadencia urbana. Gotham es aquí un espacio corroído por la corrupción política, la mafia y la desigualdad social. Este retrato bebe directamente del noir y del thriller policíaco. Como en el cómic de Miller, la ciudad no es solo un escenario, sino un personaje en sí mismo: un organismo enfermo que necesita una figura capaz de inspirar miedo a los criminales y esperanza a los inocentes.

Personajes con peso dramático

Si bien Bale ofrece una interpretación sólida, capaz de transmitir la dualidad de Bruce Wayne —el millonario superficial frente al vigilante torturado—, Batman Begins también brilla gracias a su reparto coral. Michael Caine aporta humanidad y ternura como Alfred, el mayordomo y figura paterna que equilibra la oscuridad de Bruce. Gary Oldman da vida a un James Gordon honesto y vulnerable, que encarna la última chispa de integridad en la policía. El villano, Ra’s al Ghul (Liam Neeson), es particularmente interesante porque plantea un antagonismo ideológico más que físico. Su objetivo no es dominar el mundo, sino “purificar” Gotham destruyéndola, convencido de que la decadencia es irreversible. De este modo, la confrontación con Batman es moral: justicia frente a venganza, orden frente a destrucción.

Estilo visual y narrativo

La dirección de Nolan marcó un punto de inflexión en el género. Frente al espectáculo pirotécnico de otras producciones de la época, aquí se apuesta por un tono más sobrio y atmosférico. La fotografía de Wally Pfister se caracteriza por tonos oscuros y terrosos, con un uso constante de sombras que refuerzan la sensación de peligro latente.

Las escenas de acción resultan confusas en ocasiones debido al montaje rápido y a la cámara cercana. Sin embargo, este estilo puede interpretarse como una decisión estética: Batman es una criatura del miedo, y sus ataques debían sentirse desde la perspectiva de las víctimas, caóticas y desconcertantes.

La banda sonora de Hans Zimmer y James Newton Howard añadió una dimensión épica y emocional, con un tema central minimalista basado en dos notas ascendentes, que representaban la lucha constante de Bruce por elevarse sobre su dolor.

Recepción y legado

Batman Begins fue recibida con entusiasmo tanto por la crítica como por el público. Recaudó más de 370 millones de dólares en todo el mundo y obtuvo elogios por su tono adulto, su guion sólido y su aproximación seria al mito. Muchos críticos coincidieron en que había devuelto la dignidad al personaje tras los excesos camp de los noventa.

Más allá de su éxito inmediato, su verdadero impacto se percibió en la década siguiente. El filme abrió la puerta a un nuevo paradigma en el cine de superhéroes: uno en el que los personajes podían explorarse con complejidad psicológica, donde el realismo convivía con lo fantástico. Sin Batman Begins, difícilmente habrían existido películas como Iron Man (2008) o el propio Joker (2019). Además, la película fue el primer capítulo de una trilogía que culminaría con The Dark Knight (2008) y The Dark Knight Rises (2012), considerada por muchos la mejor saga de superhéroes jamás filmada.

Conclusión

En definitiva, Batman Begins no solo fue el renacer de un personaje icónico, sino también el inicio de una nueva forma de hacer cine de superhéroes. Con su tono adulto, su narrativa estructurada y su apuesta por la verosimilitud, Christopher Nolan logró algo que pocos creían posible: convertir una historia de cómic en una epopeya cinematográfica respetada por la crítica y adorada por el público.

Frank Miller dijo en una ocasión: “Batman es un cuento de miedo. Es la historia de un niño que nunca superó su trauma y que lo convirtió en su fuerza”. Nolan comprendió perfectamente esa idea y la trasladó a la gran pantalla con una seriedad y un cuidado que cambiaron para siempre el género.

Hoy, dos décadas después de su estreno, Batman Begins sigue siendo una película imprescindible, no solo para los amantes de los superhéroes, sino para cualquier espectador que busque entender cómo el cine popular puede reinventarse sin perder profundidad ni emoción.