cercanos en el espacio y el tiempo. Sin embargo, Hume señala que en ningún momento percibimos una fuerza oculta que conecte la causa con el efecto. No vemos la “necesidad” con que el primero produce el segundo; simplemente vemos una sucesión constante de fenómenos. ¿Por qué, entonces, creemos que hay una conexión necesaria entre ellos? Hume responde que esta creencia no surge de la razón, sino del hábito o costumbre. Tras observar repetidamente que ciertos eventos siguen a otros —el fuego quema, el sol sale cada mañana, el agua apaga la sed—, nuestra mente se acostumbra a asociarlos y, por inercia psicológica, espera que la relación se repita. La causalidad, en consecuencia, no es una relación objetiva que descubramos en el mundo, sino una construcción mental que proyectamos sobre la experiencia para orientarnos en ella. Esta conclusión tiene un alcance enorme. Si la idea de causalidad no se basa en una conexión necesaria observable, sino en un hábito de pensamiento, entonces las leyes de la naturaleza no son verdades necesarias, sino generalizaciones empíricas fundadas en la costumbre. La ciencia, en lugar de ofrecernos certezas absolutas, nos proporciona creencias razonables, sustentadas en la experiencia pasada pero siempre abiertas a revisión.
Con su teoría de la causalidad, Hume no destruye la ciencia, pero sí le quita el ropaje de certeza que la filosofía tradicional le había otorgado. Nos enseña que el orden que vemos en el mundo no está escrito en las cosas mismas, sino en la mente que las observa. En última instancia, su lección es doble: la razón humana es limitada, pero también creadora; incapaz de descubrir la necesidad en la naturaleza, inventa el concepto de causa para poder vivir y pensar en un universo de probabilidades.