Valentina Vladímirovna Tereshkova: la primera mujer en el espacio

A comienzos de la década de 1960, el mundo estaba inmerso en una intensa competencia tecnológica, política e ideológica entre los dos bloques dominantes: por un lado, los países encabezados por la Unión Soviética, y por otro, los Estados Unidos de América. Esta rivalidad —la conocida Guerra Fría— se extendía a múltiples ámbitos: militar, económico, cultural y muy especialmente científico-tecnológico. Uno de los terrenos más visibles de este pulso fue la llamada “carrera espacial”, en la cual el primer lanzamiento del satélite Sputnik en 1957 y el vuelo orbital de Yuri Gagarin en 1961 —ambos por la URSS— marcaron hitos tecnológicos y científicos. La idea de “conquistar el espacio” funcionaba como demostración de poder, avance tecnológico, y legitimación ideológica: el que dominase la órbita terrestre podía hablar de supremacía científica y militar. En este contexto, el envío de humanos al espacio dejó de ser solo un asunto de exploración y se convirtió también en propaganda de sistema. En 1963, la URSS decidió no solo mantener su ventaja, sino también avanzar en un terreno simbólicamente potente: enviar a la primera mujer al espacio. Hasta entonces, todos los astronautas (o cosmonautas, en la terminología soviética) habían sido hombres, lo que ofrecía una nueva oportunidad para la Unión Soviética de exhibir su pretendida igualdad de géneros, al menos en la retórica. Así, el vuelo de la futura protagonista no fue solo un logro personal, sino una pieza más en ese tablero global donde cada segundo de órbita se contaba como victoria ideológica.

La protagonista de esta historia es Valentina Vladímirovna Tereshkova, nacida el 6 de marzo de 1937 en el pequeño pueblo de Máslennikovo, en la región de Yaroslavl (URSS). Proveniente de un entorno humilde —su padre murió cuando ella era muy pequeña en la Segunda Guerra Mundial, y su madre trabajó en una fábrica textil para sacar adelante a los tres hijos—, su infancia coincidió con los años duros de la posguerra soviética. Comenzó la escuela con retraso —a los ocho años— y dejó la educación general para trabajar en una fábrica textil en 1954. Sin embargo, junto al trabajo, cultivó una afición que iba a ser decisiva: en el aeroclub local aprendió paracaidismo, y ya en 1959, con 22 años, efectuó su primer salto. Esta experiencia de paracaidista aficionada resultó clave para que fuera considerada para el cuerpo de cosmonautas: en aquellos años del programa espacial soviético se valoraban tanto aptitudes técnicas como físicas y de riesgo, y la habilidad para saltar en paracaídas —que implicaba cierta resistencia a situaciones límite— se entendía como útil para un vuelo espacial. En los primeros años de la década de 1960, Tereshkova se involucró también en el movimiento juvenil Komsomol y se afilió al Partido Comunista de la Unión Soviética, lo cual reforzó su perfil como candidata “adecuada” desde el punto de vista ideológico. En 1962-63 la agencia espacial soviética (Vostok programme) lanzó una convocatoria para mujeres paracaidistas; Tereshkova se presentó, fue seleccionada entre más de cuatrocientos aspirantes y finalmente elegida entre cinco finalistas. Así, su origen humilde, su entrenamiento físico y su adhesión al sistema formaron una combinación que la convirtió en la elegida para un salto histórico.

El 16 de junio de 1963, Valentina Tereshkova despegó en la nave Vostok 6 con el indicativo «Chaika» —la palabra rusa para “gaviota”. Su misión consistía en orbitar la Tierra en solitario (la única mujer hasta hoy que lo ha hecho en misión individual) y completar un programa científico-técnico dentro del marco del programa espacial soviético. Durante 2 días, 22 horas y 50 minutos, completó 48 vueltas alrededor de la Tierra. Aunque el vuelo fue presentado como un éxito propagandístico inmediato, Tereshkova tuvo que afrontar diversas dificultades reales. Entre ellas, experimentó mareos severos y síntomas de adaptación al entorno de microgravedad, también conocidos como “síndrome de adaptación al espacio”. Además, se registró un error de programación en la trayectoria que implicó que la nave se desvió de su plan inicial, y Tereshkova tuvo que realizar una corrección manual para asegurar su regreso. Durante su reentrada, como era común en las misiones Vostok, se separó del módulo de descenso, eyectó a gran altitud y aterrizó en paracaídas en Kazajistán, donde fue recogida al cabo de unas horas.

Más allá de los detalles técnicos, el valor simbólico de ese vuelo fue extraordinario: la primera mujer en el espacio dejó de ser una promesa o un anuncio, y se convirtió en una realidad. En un contexto en el que el género había sido tradicionalmente un obstáculo para acceder a muchos campos, su presencia en la órbita terrestre representó un doble hito: científico-técnico e igualitario, al menos en apariencia. Los medios soviéticos la presentaron como “la azafata del cosmos” y la prensa occidental recogió el hecho como una curiosidad histórica: por ejemplo, la revista LIFE publicó en portada la frase “She Orbits Over the Sex Barrier”.

Al aterrizar, Tereshkova fue recibida con honores en la URSS, condecorada con la orden de Héroe de la Unión Soviética y la Orden de Lenin, entre otras distinciones. Su misión, aunque de apenas tres días, acumuló más horas de vuelo que los astronautas estadounidenses lo habían hecho hasta ese momento, lo cual añadía un plus de realce en la narrativa de la carrera espacial.

Tras su regreso, Valentina Tereshkova retiró su rol activo como cosmonauta y se orientó hacia la política, la ingeniería y la representación pública. Según diversas fuentes, en 1969 se graduó en ingeniería en la Academia Militar de la Fuerza Aérea de Zhukovsky. Posteriormente obtuvo un doctorado en Ciencias Técnicas (o su equivalente) y mantuvo su vinculación con las fuerzas aéreas soviéticas, retirándose en 1997 con el rango de mayor general.

Políticamente, desde 1966 hasta 1991 fue miembro del Soviet Supremo de la URSS. También dirigió el Comité de la Mujer Soviética desde 1968, participó en la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer en México en 1975, y fue activa en la promoción institucional del papel de la mujer tanto en el espacio como en la sociedad soviética. En el periodo posterior a la disolución de la URSS, continuó en política mediante partidos rusos contemporáneos, y desde el 21 de diciembre de 2011 es diputada en la Duma Estatal rusa.

En lo personal, se casó el 3 de noviembre de 1963 con el también cosmonauta Andriyan Nikolayev (la unión terminó en divorcio en 1982) y tuvieron una hija. A lo largo de las décadas, su figura se mantuvo como un icono: programas escolares soviéticos la mostraban como símbolo de logro femenino en la ciencia, y diversos homenajes internacionales la reconocieron como la primera mujer en el espacio.
Sin embargo, también ha sido objeto de debate: algunos críticos señalan que su misión, aunque histórica, no fue seguida de más vuelos femeninos en la URSS hasta bastante después, lo que cuestiona hasta qué punto aquel hito se tradujo en apertura real de género en la exploración espacial.

Hoy, en su edad avanzada, Valentina Tereshkova sigue siendo una figura viva del pasado espacial soviético, y su vida posterior refleja la mutación de un símbolo científico en un actor político, en muchos sentidos vinculado a la continuidad del poder en Rusia, lo cual añade capas de complejidad a su biografía: ya no solo “la primera mujer en el espacio”, sino también un personaje político con su propio recorrido y contradicciones.

Valentina Tereshkova representa, de este modo, un cruce de trayectorias: la de una joven trabajadora textil que se transforma mediante la afición al paracaidismo en cosmonauta, y la de un vuelo histórico que vendría seguido de una larga vida pública. Su misión en 1963 resuena como símbolo de la exploración espacial —y de los avances femeninos, al menos en el sentido retórico—, pero también plantea preguntas sobre la continuidad real de esos avances: ¿Cuántas mujeres siguieron sus pasos?, ¿Cuántas oportunidades nuevas para las mujeres generó este hito? En la URSS la imagen fue construida con fuerza, y en Occidente se reconoció con admiración, aunque con matices críticos.