Demócrito y el nacimiento del átomo: cuando el hombre comenzó a comprender la materia

En el siglo V antes de nuestra era, mucho antes de que existieran los aceleradores de partículas o la tabla periódica, un filósofo griego observaba el mundo con una mezcla de asombro y sospecha. Se llamaba Demócrito de Abdera, y desde una pequeña ciudad de Tracia, en los confines del mundo helénico, se atrevió a imaginar algo que cambiaría para siempre nuestra manera de concebir la materia: que todo lo que existe, desde las estrellas hasta la brizna de hierba, está hecho de átomos invisibles moviéndose en el vacío. La idea puede parecer obvia hoy, en una época en que hablamos de electrones y quarks con familiaridad escolar. Pero en el siglo V a. C. era una auténtica revolución del pensamiento. La mayoría de los filósofos de entonces creían que la naturaleza estaba compuesta por los cuatro elementos —tierra, agua, aire y fuego—, combinados por la acción de fuerzas o principios vitales. Frente a esa visión, Demócrito y su maestro Leucipo de Mileto ofrecieron algo completamente distinto: una naturaleza gobernada por la necesidad y el movimiento.

Su hipótesis partía de una intuición simple y poderosa. Si uno divide una piedra una y otra vez, razonaba Demócrito, llegará un momento en que ya no pueda cortarse más. Ese límite, esa unidad última de la materia, es el átomo, palabra que en griego significa literalmente “lo que no se puede cortar”. A partir de esa imagen, el filósofo construyó una cosmología completa: el universo está formado por átomos eternos, infinitos, indestructibles, moviéndose en el vacío eterno. Las diferencias entre las cosas del mundo no se deben a que sus componentes sean distintos en esencia, sino a su forma, tamaño, orden y posición. Así, la dureza del hierro o la suavidad del agua no eran cualidades misteriosas, sino el resultado del modo en que los átomos se encajaban entre sí. En su visión, incluso el alma humana estaba compuesta por átomos especialmente finos y veloces. Todo, absolutamente todo, obedecía a leyes materiales y mecánicas. No había espacio para el azar sobrenatural ni para los caprichos divinos: el cosmos se explicaba por sí mismo. La audacia de esta concepción resulta asombrosa. En una época en que la religión y la filosofía caminaban entrelazadas, Demócrito proponía un mundo sin finalidad externa, un universo que no necesitaba ser guiado por nadie. El suyo era un pensamiento radicalmente racionalista, precursor de la ciencia moderna, aunque expresado aún en el lenguaje de la especulación filosófica. No podía probar sus ideas mediante experimentos, pero su método era ya el de un observador que busca causas naturales y evita las explicaciones míticas.

El destino de su teoría, sin embargo, fue incierto. Aristóteles y sus discípulos rechazaron de plano el atomismo, negando la existencia del vacío y defendiendo que la materia era continua e infinita. Durante siglos, la visión aristotélica dominó la ciencia europea y relegó a Demócrito al olvido. Muchos de sus escritos —dicen que redactó más de sesenta tratados— se perdieron para siempre. Solo fragmentos y testimonios indirectos sobrevivieron, lo justo para que en el Renacimiento y la Edad Moderna su nombre resurgiera como el de un precursor casi mítico.

Con el tiempo, el sueño de Demócrito encontró un fuerte apoyo. En el siglo XVII, pensadores como Pierre Gassendi y Robert Boyle recuperaron el atomismo, adaptándolo a los nuevos métodos experimentales. Y en el siglo XIX, la teoría atómica de Dalton dio finalmente base científica a aquella intuición de más de dos milenios atrás. Lo que había sido una especulación filosófica se convirtió en uno de los pilares de la física y la química modernas.

Hoy, cuando sabemos que los átomos mismos están compuestos por partículas aún más pequeñas, resulta casi poético pensar en aquel hombre de Abdera, contemplando el polvo al caer en un rayo de sol e imaginando que cada mota contenía un universo. Demócrito no tenía microscopios ni fórmulas, pero poseía algo que, a veces, la ciencia moderna olvida: la capacidad de pensar lo invisible. Y gracias a ese impulso —esa fe en que la razón puede penetrar la apariencia del mundo— nació, hace veinticinco siglos, la primera gran teoría de la materia.