La paradoja de las mujeres soviéticas: igualdad formal pero con doble jornada

La historia de las mujeres en la Unión Soviética es una de las más complejas y fascinantes del siglo XX. Ningún otro Estado contemporáneo intentó transformar tan radicalmente las relaciones entre los sexos como lo hizo el régimen soviético. Desde sus inicios, la revolución proclamó la igualdad entre hombres y mujeres como un principio innegociable: ambos debían ser ciudadanos plenos, productivos y libres de la opresión del hogar tradicional. En la teoría, el socialismo prometía liberar a la mujer del peso de las tareas domésticas mediante la socialización de los cuidados y la plena participación en el trabajo productivo. Sin embargo, la práctica fue muy distinta. Lo que se produjo fue un fenómeno paradójico: una sociedad que promovía la igualdad legal y laboral, pero que en la vida cotidiana terminó exigiendo más a las mujeres, combinando empleo asalariado, responsabilidades familiares y una carga emocional y logística que, en conjunto, hizo de su experiencia una auténtica doble jornada.

En las décadas posteriores a la revolución, la incorporación de las mujeres al trabajo fue vertiginosa. Las políticas de industrialización impulsadas por Stalin y continuadas por sus sucesores dependieron de una fuerza laboral cada vez más amplia, y las mujeres fueron esenciales en ese proceso. Para los años sesenta y setenta, la participación femenina en el mercado laboral soviético era una de las más altas del mundo: millones de mujeres trabajaban en fábricas, oficinas, escuelas y hospitales. La propaganda estatal mostraba a la obrera, a la ingeniera y a la científica como símbolos del progreso socialista. La igualdad de género se presentaba como un logro revolucionario y una prueba de la superioridad moral del sistema frente a las sociedades degeneradas capitalistas, aún vistas como dominadas por el patriarcado y el individualismo. Pero la realidad tras esos carteles y consignas era más contradictoria. Aunque la mujer soviética podía conducir un tractor, dirigir una escuela o trabajar en una central eléctrica, también se esperaba de ella que fuera madre, esposa y cuidadora ejemplar, sin que el hombre asumiera una parte equivalente de las tareas domésticas.

Esta contradicción estructural se conoce en la historiografía como la “doble carga” o la “doble jornada”. El Estado soviético incorporó a las mujeres al trabajo asalariado sin transformar del todo las normas de género que regían la esfera privada. Las leyes laborales y la ideología oficial declaraban la igualdad, pero en los hogares la división sexual del trabajo persistió. Las mujeres seguían siendo las principales responsables de cocinar, limpiar, cuidar de los niños y administrar el día a día familiar. Además, las condiciones materiales del socialismo real —la escasez de bienes de consumo, la ineficiencia de los servicios públicos, las colas interminables para conseguir alimentos o ropa— multiplicaban el tiempo dedicado a las tareas domésticas. Preparar una cena o conseguir leche podía implicar horas de planificación y desplazamientos, especialmente en las grandes ciudades. Así, las mujeres no sólo trabajaban a tiempo completo en fábricas o oficinas, sino que enfrentaban una segunda jornada en el hogar, sin descanso ni reconocimiento. Las causas de esta situación son diversas y no pueden reducirse a una simple hipocresía ideológica. En primer lugar, la igualdad formal entre los sexos fue, en parte, una necesidad económica. La Unión Soviética emergió de la Segunda Guerra Mundial con un enorme déficit de población masculina. Millones de hombres murieron en el frente, y en muchas regiones las mujeres se convirtieron en la principal fuerza laboral disponible. La reconstrucción del país y el ritmo frenético de la industrialización exigían su trabajo. Por otra parte, el proyecto socialista veía el empleo femenino no solo como una contribución económica, sino como una misión moral y política: trabajar fuera del hogar era un acto de emancipación y de compromiso con la patria socialista. El problema fue que este impulso hacia la producción no vino acompañado de una redistribución equitativa de las responsabilidades domésticas ni de un desarrollo suficiente de los servicios públicos que debían sustituirlas. Las guarderías y comedores colectivos existían, pero su capacidad era limitada y su funcionamiento irregular. En muchas zonas rurales o industriales, las mujeres no tenían más remedio que asumir solas el cuidado de los hijos y la gestión del hogar, además de sus obligaciones laborales. A esto se añadía una persistencia cultural difícil de erradicar. El Estado podía decretar la igualdad, pero no podía borrar de un plumazo siglos de mentalidad patriarcal. En la cultura soviética coexistían dos modelos contradictorios de feminidad: el de la “mujer nueva”, fuerte, trabajadora y emancipada, y el de la “guardiana del hogar”, madre sacrificada y esposa devota. Los medios y la literatura ensalzaban a las mujeres que lograban ser productivas y maternales a la vez, como si esa combinación fuera el ideal alcanzable por todas. Este imaginario reforzaba, sin quererlo, la doble exigencia: la mujer debía contribuir al progreso colectivo y, al mismo tiempo, mantener la armonía doméstica. Muchos hombres, por su parte, no reinterpretaron su papel en esa nueva sociedad igualitaria; la autoridad masculina en el hogar se mantuvo como una costumbre social, más que como un principio político. El resultado fue que la “igualdad socialista” se convirtió en una igualdad parcial, que otorgaba a la mujer más derechos en la esfera pública, pero no menos obligaciones en la privada.

Las estadísticas y testimonios muestran que el tiempo de ocio femenino era considerablemente menor que el masculino. Las mujeres dormían menos, descansaban menos y tenían menos oportunidades de desarrollo personal fuera del trabajo y la familia. Sin embargo, también es cierto que la incorporación masiva al empleo les dio una independencia económica inédita. Muchas mujeres se convirtieron en pilares de sus familias y comunidades, ganando respeto y autonomía dentro de los límites que imponía el sistema. La doble jornada fue, paradójicamente, una forma de opresión y de empoderamiento: opresión, porque aumentaba la carga física y emocional; empoderamiento, porque les otorgaba un papel central en la economía y en la vida pública.

Con el paso del tiempo, esa estructura de vida se naturalizó. Para las generaciones nacidas después de la guerra, trabajar fuera de casa era algo obvio: la participación laboral femenina alcanzó niveles comparables, e incluso superiores, a los masculinos. Sin embargo, el ideal de igualdad total nunca se materializó. Las desigualdades salariales y de promoción persistieron, y la representación femenina en los puestos de dirección política o económica fue limitada. Cuando la URSS se desintegró, muchas de esas tensiones se agudizaron. La crisis de los años noventa trajo desempleo, precariedad y el colapso parcial de los servicios sociales. Paradójicamente, algunas mujeres perdieron derechos conquistados durante el socialismo y vieron cómo resurgían discursos conservadores que las devolvían al rol doméstico. Pero también heredaron una conciencia fuerte de su capacidad de trabajo y de su autonomía, forjada a lo largo de décadas de esfuerzo silencioso.

Mirada en perspectiva, la experiencia de las mujeres soviéticas revela una paradoja universal de las políticas igualitarias impuestas desde arriba: la igualdad legal no garantiza la igualdad real cuando las estructuras culturales y materiales permanecen intactas. La revolución prometió liberar a las mujeres del yugo doméstico, pero no pudo —o no quiso— redistribuir las responsabilidades familiares ni transformar por completo los imaginarios de género. En ese sentido, la historia de la mujer soviética es una historia de triunfo y de fatiga, de conquista y de contradicción. Trabajaron más que nunca, lograron presencia en todos los ámbitos de la vida pública, pero lo hicieron cargando con el peso de un ideal que les exigía ser, a la vez, obreras, madres, heroínas y cuidadoras. Su esfuerzo, invisible muchas veces en las estadísticas, fue uno de los motores silenciosos del proyecto soviético. Y aunque el socialismo real desapareció, el legado de aquellas mujeres —su resistencia, su sentido del deber, su doble jornada— sigue siendo una lección sobre los límites y las posibilidades de la igualdad proclamada desde el Estado.

Referencias consultadas

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