El cancelador cancelado no es solo la historia de dos nombres propios, sino el retrato de un tiempo. En una era donde el juicio social se mide en retuits y no en lecturas completas, donde un fragmento basta para destruir una trayectoria, y donde la indignación da más clics que la empatía, los casos como el de María Frisa y Haplo Schaffer sirven como advertencia. No hay ironía más triste que ver a quien empuñó la antorcha descubrir, demasiado tarde, que el fuego no distingue bandos. Lo que comenzó como una cruzada por la corrección se convirtió en una tragedia cíclica: la demostración de que, en la cultura de la cancelación, nadie sale indemne.
Este espacio es un jardín digital —lo que en inglés llaman digital garden—, un lugar donde las ideas pueden crecer a su propio ritmo y entremezclarse. Aquí irán brotando pensamientos, curiosidades y, sobre todo, opiniones… muchas opiniones. Algunas quizá resulten útiles; otras, con suerte, inteligentes; y unas cuantas, inevitablemente, serán absurdas.
El cancelador cancelado
Por desgracia, las hogueras digitales se encienden con una chispa mínima y arden sin freno. Basta un tuit, una frase fuera de contexto o una interpretación torcida para desatar una tempestad moral. En 2016, el blanco fue la escritora María Frisa, autora del libro infantil 75 consejos para sobrevivir en el colegio, publicado por Alfaguara. De repente, miles de usuarios comenzaron a denunciar que la obra fomentaba el machismo, el acoso escolar y los valores tóxicos entre adolescentes. El detonante fue una petición en Change.org, impulsada por un grupo de internautas y amplificada por un youtuber llamado Haplo Schaffer, quien hizo de su indignación un estandarte. En cuestión de horas, la polémica saltó de las redes a los medios nacionales. Se publicaron fragmentos del libro —algunos reales, otros manipulados o aislados del contexto narrativo— y se exigió su retirada inmediata de librerías. En la petición se leía que “los libros de esta autora normalizan la violencia y la discriminación”, y en los comentarios proliferaban los insultos. La editorial, presionada, emitió un comunicado tajante: no retirarían el libro. Su argumento era simple: la obra es ficción, narrada desde la voz de una adolescente imperfecta, irónica y a menudo antipática, que no representa la voz de la autora. La controversia, sin embargo, ya había adquirido vida propia. María Frisa fue objeto de acoso en redes, recibió amenazas y vio su reputación reducida a memes y frases sacadas de contexto. El caso se convirtió en un ejemplo temprano de cómo la cultura de la cancelación puede desatar una tormenta mediática sobre un autor sin que nadie se detenga a leer el texto completo.Durante semanas, el nombre de Haplo Schaffer resonó en foros, medios y canales de YouTube como símbolo de la indignación moral 2.0. Su campaña fue, en su momento, presentada como una defensa del feminismo y la infancia; un acto de justicia espontánea contra un supuesto libro “dañino”. Sin embargo, pronto empezaron a surgir voces que cuestionaban la legitimidad de esa cruzada. Periodistas y críticos literarios comenzaron a revisar la obra de Frisa y descubrieron que los fragmentos virales estaban mutilados. Lo que en la red parecía una guía para acosadores era, en realidad, una sátira narrada por una protagonista con defectos deliberados: un espejo adolescente lleno de humor negro. La escritora no estaba enseñando a ser cruel, sino mostrando —con ironía— cómo son las dinámicas sociales del colegio desde dentro. Alfaguara defendió esa lectura y mantuvo el libro en catálogo. En retrospectiva, el episodio se leyó como una advertencia: el juicio rápido de Internet había convertido una obra satírica en un escándalo moral. Paradójicamente, el principal azote público de Frisa, Haplo Schaffer, terminaría poco después viviendo en carne propia el mismo tipo de linchamiento que había alimentado.Dos años más tarde, en 2018, el foco se volvió contra Haplo Schaffer. En redes sociales comenzaron a circular acusaciones de que el youtuber había mantenido una relación con una menor de 14 años cuando él era mayor de edad. Los mensajes, acompañados de capturas de pantalla y testimonios, se propagaron con la misma velocidad con que él había encendido su propia cruzada moral años atrás. Varios medios digitales recogieron el caso y titularon sin matices: “Acusan a Haplo Schaffer de tener sexo con una menor”. Schaffer reaccionó con mensajes ambiguos: reconoció “parte de los hechos”, pero habló de una relación “consentida” y “malinterpretada”. Pocos días después, borró su cuenta de Twitter y desapareció de la esfera pública. No hubo un proceso judicial público conocido, ni una sentencia que confirmara o desmintiera las acusaciones, pero el daño ya estaba hecho. Su reputación se evaporó en el mismo ecosistema que él había usado para atacar a otros. En el programa Crímenes Online se lo retrató más tarde como “el buscafama que encabezó el linchamiento contra María Frisa”, y su historia se convirtió en una parábola sobre los peligros del moralismo digital: el cancelador convertido en cancelado.El círculo se cerraba con una ironía casi literaria. Quien había exigido la quema simbólica de un libro, se vio después convertido en el blanco de una quema mucho más cruel, sin derecho a réplica. El caso de Haplo Schaffer y María Frisa ilustra una dinámica recurrente de las redes sociales: la indignación como espectáculo. Hoy sabemos que buena parte del material que desató la primera polémica era una lectura errónea —o malintencionada— de una obra de ficción. También sabemos que la supuesta “justicia” popular que castigó a Haplo careció del rigor que exige cualquier proceso legal. En ambos extremos, las redes actuaron como juez y verdugo. Ninguna de las dos historias terminó con un fallo judicial, ni con un consenso moral claro: solo con reputaciones arruinadas y un público que pasó a la siguiente polémica sin mirar atrás. El episodio deja una lección amarga: las redes no perdonan, pero tampoco comprenden. Su lógica no es la del matiz, sino la del espectáculo inmediato. A veces el verdugo de hoy es la víctima de mañana, y la justicia que se reclama en nombre de los "valores" acaba transformándose en un eco vacío de su propia ira.