El termómetro invisible: Mark Leary y la autoestima como sensor social

Durante gran parte del siglo XX, la autoestima se entendió como un atributo estrictamente individual: un depósito interno de valoración personal que dependía de los logros, el carácter o la confianza en uno mismo. Se asumía que una persona “segura de sí” era menos vulnerable a la crítica y más estable emocionalmente. Sin embargo, a comienzos de los años noventa, el psicólogo social Mark R. Leary, entonces profesor en la Universidad de Wake Forest (posteriormente en Duke University), propuso una teoría que cambió esa visión de raíz. Según Leary, la autoestima no es una cualidad estable ni autónoma, sino un mecanismo evolutivo de monitoreo social: un “sociómetro” que mide cuán aceptados o rechazados nos sentimos por los demás. No se trata de un concepto metafórico, sino de una hipótesis con respaldo empírico. En una serie de experimentos meticulosamente diseñados, Leary y su equipo demostraron que el sentimiento de valía personal fluctúa de manera inmediata en función de señales de inclusión o exclusión social. En otras palabras, la autoestima es el termómetro de nuestra pertenencia a una sociedad.

El experimento más célebre de Leary se publicó en 1995 en el Journal of Personality and Social Psychology. En él participaron varios grupos de estudiantes universitarios, reclutados bajo la premisa de que el estudio exploraba las “dinámicas de trabajo en equipo”. Los investigadores pidieron a cada participante que escribiera una breve descripción de sí mismo y la enviara, supuestamente, a otros estudiantes que debían decidir con quién querrían colaborar en una futura tarea grupal. La clave del experimento era que las respuestas de los supuestos compañeros estaban fabricadas por los propios investigadores: algunos participantes recibían comentarios indicando que habían sido ampliamente elegidos (“la mayoría querría trabajar contigo”), mientras que otros eran informados de que habían sido rechazados (“casi nadie te ha escogido”). En realidad, nadie había leído sus descripciones; el objetivo era manipular su percepción de aceptación o exclusión. Después, los participantes completaban escalas de autoestima, afecto momentáneo y autopercepción. Los resultados fueron tan claros como contundentes. Aquellos que creían haber sido aceptados mostraron un incremento inmediato en su autoestima y su estado de ánimo. Por el contrario, los que creían haber sido rechazados experimentaron una caída significativa tanto en su valoración personal como en sus emociones positivas. Lo notable es que este efecto se producía aunque los participantes supieran que la evaluación se basaba en información mínima o irrelevante; bastaba con la idea de ser socialmente rechazado para que su autoestima se desplomara. De hecho, el impacto era mayor cuando el rechazo provenía de un grupo que se percibía como deseable o significativo. Leary interpretó estos hallazgos como evidencia de que la autoestima funciona de manera análoga a un indicador biológico: así como el dolor físico nos alerta de daño corporal, el descenso de autoestima nos alerta de un daño social potencial —el riesgo de ser excluido del grupo—. Este “sociometro” habría evolucionado, según Leary, para favorecer la supervivencia en comunidades humanas donde la pertenencia era esencial.

El modelo sociométrico de la autoestima introdujo una distinción crucial: la autoestima no produce la aceptación, la refleja. Dicho de otro modo, sentirse bien consigo mismo no garantiza la inclusión social, pero sí indica que uno se siente incluido. Leary lo explicaba con una metáfora simple: el indicador de gasolina de un coche no crea el combustible, solo informa de cuánto queda en el depósito. Intentar “elevar la autoestima” sin abordar la base social que la sustenta es, por tanto, como mover la aguja del medidor sin llenar el tanque. Este cambio de paradigma cuestionó décadas de programas educativos y terapéuticos centrados en reforzar la autoestima de manera abstracta —por ejemplo, mediante afirmaciones positivas o recompensas simbólicas—, y propuso en su lugar mejorar los vínculos sociales y la percepción de aceptación como el camino más sólido hacia una autoestima saludable.

A partir de ese estudio fundacional, el laboratorio de Leary desarrolló una serie de investigaciones complementarias que exploraban qué ocurre cuando se manipula la sensibilidad al rechazo. En uno de estos experimentos, los participantes fueron instruidos para “imaginar que eran completamente inmunes a la opinión de los demás”, es decir, que nada de lo que otros pensaran podía afectar su autovaloración. Se les pidió realizar tareas sociales bajo esa premisa, mientras se medían sus respuestas emocionales y motivacionales. En efecto, las personas que lograban adoptar esa actitud mostraban una autoestima más estable frente a la crítica y el rechazo experimental. Sin embargo, los investigadores detectaron un fenómeno curioso: esos individuos también se volvían menos empáticos y menos interesados en mantener la cooperación. Ignorar la opinión ajena protegía del daño emocional, pero al mismo tiempo reducía la motivación para interactuar y conectar con los demás. Es decir, al eliminar la función del sociómetro, se desactivaba parte de lo que nos impulsa a comportarnos de manera socialmente sensible.

Este hallazgo reforzó la idea de que la autoestima tiene una función adaptativa y no meramente emocional. Sentirnos mal cuando percibimos rechazo no es un error del sistema, sino un mecanismo diseñado para empujarnos a reparar vínculos. En la naturaleza, los humanos que quedaban fuera del grupo estaban condenados a la soledad y a la vulnerabilidad; la evolución favoreció un sistema psicológico capaz de detectar señales de exclusión y generar un “dolor social” que nos motive a restablecer la conexión. Décadas después, estudios de neuroimagen confirmaron esta intuición: el rechazo social activa regiones cerebrales asociadas también con el dolor físico. En otras palabras, el cerebro procesa el rechazo como si fuera una herida literal. Leary había anticipado esta conexión con una metáfora premonitoria: “El descenso en la autoestima es el dolor del alma, del mismo modo que el dolor físico es el grito del cuerpo.”

La teoría del sociómetro también explica por qué la autoestima contemporánea se ha vuelto tan volátil en la era digital. Las redes sociales multiplican los microindicadores de aceptación o rechazo —“me gusta”, seguidores, comentarios— que alimentan constantemente nuestro termómetro social. Cada notificación actúa como un mini-experimento de Leary, capaz de elevar o derrumbar el autoconcepto en cuestión de segundos. En ese contexto, la supuesta “inmunidad” a la opinión ajena es una ilusión: estamos biológicamente programados para preocuparnos por la inclusión. Negar esa necesidad no nos hace libres, sino desconectados. El reto moderno, como apuntan los discípulos de Leary, no consiste en apagar el sociómetro, sino en regular su sensibilidad: distinguir entre los juicios que importan y los que no, y mantener la autoestima anclada en vínculos reales más que en métricas virtuales.

Desde el punto de vista práctico, los trabajos de Leary ofrecen una base empírica para repensar intervenciones psicológicas. Programas educativos o terapias que buscan “subir la autoestima” mediante elogios sin contexto pueden resultar ineficaces, porque no modifican la percepción de aceptación genuina. En cambio, fomentar la pertenencia —a un grupo, una familia, una comunidad— tiene un efecto directo y duradero. La autoestima no se construye en el vacío del espejo, sino en el reflejo de los otros. Por eso, los experimentos posteriores de Leary y Baumeister sobre “amenaza de exclusión” mostraron que incluso personas con alta autoestima pueden colapsar emocionalmente si perciben rechazo social. En última instancia, la teoría sociométrica devuelve a la autoestima su función social original: no es un trofeo individual, sino una brújula relacional.

Tres décadas después, la investigación de Mark Leary sigue siendo uno de los pilares de la psicología social contemporánea. Su propuesta de entender la autoestima como un monitor interpersonal unió la biología, la teoría evolutiva y la psicología experimental en una misma explicación coherente. La idea de que somos “animales sociométricos” —dotados de un sensor interno de aceptación— ayuda a comprender fenómenos tan diversos como la ansiedad social, la dependencia emocional o incluso la virulencia de la cultura de la cancelación. En todos los casos, el miedo al rechazo colectivo activa el mismo circuito ancestral que movía a los humanos prehistóricos a buscar cobijo en la tribu. Quizás, como sugiere Leary, nuestra necesidad de ser aceptados no es una debilidad, sino una forma de sabiduría evolutiva: el recordatorio de que seguimos siendo, esencialmente, seres sociales cuya supervivencia emocional depende del calor de los otros.

Leary, M.R., Tambor, E.S., Terdal, S.K. & Downs, D.L. (1995) ‘Self-esteem as an interpersonal monitor: The sociometer hypothesis’, Journal of Personality and Social Psychology, 68(3), pp. 518–530.

Leary, M.R. & Baumeister, R.F. (2000) ‘The nature and function of self-esteem: Sociometer theory’, Advances in Experimental Social Psychology, 32, pp. 1–62.

Leary, M.R. (2012) _Sociometer theory and the pursuit of relational value: Getting to the heart of self-esteem_. In P.G. Devine & A. Plant (eds.) Advances in Experimental Social Psychology. Academic Press, San Diego, pp. 201–246.