Nadie quiere vivir en Montana, bueno, casi nadie

Montana es un estado useño inmenso, casi del tamaño de toda Alemania, pero con una población que apenas sobrepasa el millón de habitantes. Se extiende en un mosaico de montañas ásperas, praderas interminables y valles que parecen pintados con una paleta fría, donde el verde se alterna con tonos pardos y dorados. Sus cielos, inmensos y limpios, justifican el apodo de Big Sky Country. En las postales, Montana luce como el último territorio libre de América: un lugar para perderse, para vivir lejos del ruido y la congestión. Pero esa belleza agreste es también su condena. Más allá de sus parques nacionales y su atractivo para el turista ocasional, el estado sigue siendo uno de los rincones más despoblados de Estados Unidos. Para hacerse una idea, su densidad de población (2,7 habitantes por kilómetros cuadrado) es incluso inferior a la de la provincia de Soria (8.7), en España, célebre por su despoblación crónica. Montana no es, ni nunca ha sido, un lugar pensado para concentrar multitudes.

Las razones de esta soledad son muchas y, sobre todo, persistentes. El clima es quizás la primera barrera: inviernos largos, fríos extremos que desploman el termómetro muy por debajo de los veinte grados bajo cero, y nevadas capaces de aislar comunidades enteras durante semanas. Incluso en verano, las noches pueden ser frías y las tormentas repentinas, con granizo o lluvias torrenciales. La meteorología dicta el ritmo de la vida y condiciona cualquier actividad económica. A esto se suma un aislamiento geográfico que impone su propia ley: vastas distancias entre pueblos, carreteras que desaparecen bajo tormentas de nieve, trenes que no llegan a todas partes y aeropuertos escasos. Las comunicaciones no son solo físicas; el acceso a servicios básicos también es limitado. Los hospitales son pocos y están concentrados en unas cuantas ciudades; la educación superior exige mudanzas o largos desplazamientos; el comercio y el ocio dependen de trayectos que en otros lugares se considerarían absurdos para algo tan simple como ir al cine o a una tienda especializada.

Paradójicamente, la vida no es barata. La vivienda se ha encarecido en los últimos años, impulsada por compradores de fuera —jubilados, trabajadores remotos o personas que buscan segundas residencias— y por una oferta limitada. Un rancho modesto o una casa en una pequeña localidad pueden costar tanto como un piso en ciudades medianas de otros estados, mientras que los salarios se mantienen modestos, ligados a sectores como la ganadería, la minería o el turismo estacional. En lugares como Bozeman o Missoula, la presión inmobiliaria ha expulsado a familias locales hacia las afueras o a condados más baratos. El resultado es un paisaje socioeconómico donde la paradoja se hace evidente: abundancia de espacio, pero escasez de oportunidades y de vivienda asequible.

La historia de Montana ayuda a entender este presente. Desde finales del siglo XIX, el territorio fue pensado como un espacio para explotaciones extensivas: minas de cobre, plata y oro; grandes ranchos de ganado; cultivos de cereal que necesitaban hectáreas y hectáreas de terreno llano. La lógica económica favoreció a los propietarios de enormes extensiones y desincentivó la creación de ciudades densas. La llegada del ferrocarril no cambió esa dinámica: en lugar de propiciar el asentamiento masivo, sirvió para extraer recursos y transportarlos fuera del estado. En las primeras décadas del siglo XX, la fiebre del cobre en Butte o la expansión ganadera atrajeron a inmigrantes, pero la bonanza fue breve y localizada. Cuando las minas cerraron o el precio del ganado cayó, miles se marcharon.

Incluso hoy, buena parte de la población vive dispersa en granjas, ranchos o pequeñas comunidades de menos de mil habitantes. Las urbes, pocas y modestas, no han crecido lo suficiente como para atraer industria o generar un mercado laboral diverso. Helena, la capital, no llega a 40.000 habitantes. Billings, la mayor ciudad, apenas supera los 120.000. El resto son núcleos que sobreviven gracias a la proximidad de una carretera, una mina o un atractivo turístico puntual. En este contexto, no sorprende que Montana siga perdiendo jóvenes hacia estados vecinos con más universidades, empresas y vida urbana.

En cierto sentido, Montana es un estado atrapado en su propia geografía y en el modelo económico que lo moldeó. Sus cielos infinitos, su aire limpio y sus montañas son un privilegio para quien busca retiro y soledad, pero un obstáculo para quien necesita conexiones, servicios y comunidad. Vivir aquí implica aceptar distancias descomunales, inviernos despiadados y un mercado laboral limitado. Por eso, pese a su belleza y a su aura de último territorio indómito, Montana sigue siendo un lugar que muchos visitan, pero pocos eligen como hogar permanente. Es el precio de la amplitud y la tranquilidad: un vacío que no se llena con postales.