El conocimiento-mercancía: cuando los científicos nutren a las grandes corporaciones sin ser conscientes de ello

El concepto de "conocimiento-mercancía" designa el resultado de la intensificación del uso de la capacidad intelectual de los profesores-investigadores en las universidades y centros de investigación, quienes generan un producto que se inserta directamente en el circuito de la acumulación de capital. Esta realidad se consolida en el ámbito académico contemporáneo debido a la mundialización del capital, que ha transformado las universidades de investigación en actores principales dentro de las nuevas órdenes mercantiles impulsadas por el régimen de predominancia financiera. En esta coyuntura, el capital financiero ejerce una influencia total, imponiendo la utilización de la fuerza de trabajo de los profesores-investigadores al servicio de sus propiedades y la comercialización del conocimiento producido por estos trabajadores. La búsqueda del estatus de excelencia científica, promovida por organizaciones como el Banco Mundial (BM) a través de sus criterios de clasificación, comprime los tiempos institucionales y acelera la mercantilización de la educación superior. El conocimiento, anteriormente considerado un bien social, se reconfigura como una categoría epistémica de alta rentabilidad económica: la tecnociencia. Esta tecnociencia es inagotable, se produce y acumula continuamente por los intelectuales, y se convierte en una fuente de plusvalía que los capitalistas del mercado global explotan de manera incesante. Así, la racionalidad económico-financiera se interpone en las prácticas cotidianas, redefiniendo la ciencia para que lo que se produzca sea, necesariamente, "conocimiento-mercancía", asegurando que nuevos conocimientos de esta naturaleza sean producidos indefinidamente.

La circulación y validación de este "conocimiento-mercancía" está íntimamente ligada a la estructura de control impuesta por los rankings académicos y el oligopolio editorial científico. Los rankings internacionales de educación superior, promovidos por el Banco Mundial, actúan como un mecanismo de inducción a la competencia que obliga a las universidades a reexaminar sus misiones en función de una jerarquía global. Para alcanzar la clasificación de una universidad de clase mundial, las instituciones deben alinearse con la lógica mercantil, lo que implica, entre otros factores, atraer capitales privados, vender productos intelectuales y aumentar su reputación. Esta reputación se mide mediante indicadores que dependen fundamentalmente del volumen de publicación y citación del trabajo científico generado. Es aquí donde entra en juego el oligopolio editorial, compuesto por gigantes como Reed Elsevier, Springer Nature y Wiley-Blackwell, que concentran el capital y monopolizan la publicación científica de alto nivel. Este pequeño grupo de editoriales controla los canales de validación del conocimiento científico mundial. De hecho, el proceso metodológico de definición de las mejores universidades del mundo depende directamente de estos grupos editoriales. Este sistema crea un circuito económico singular: el investigador recibe un pago para producir conocimiento y luego, frecuentemente, paga para divulgar el conocimiento producido en las revistas de alto nivel que son referencia para los rankings. Las editoriales, por su parte, obtienen beneficios multimillonarios, demostrando que el comercio científico es un negocio altamente lucrativo.

En este complejo circuito económico, el profesor-investigador se convierte en el sujeto social cuya actividad se ve profundamente alterada, acentuando el fenómeno mercantil de su trabajo. El capital, a través del régimen de predominancia financiera, exige la producción de valor real en tiempo récord, lo que impone una presión sobre los investigadores, generando un gran sufrimiento y alienación. Las universidades, para atraer financiación y ascender en las clasificaciones, necesitan que sus científicos publiquen profusamente en las revistas internacionales mejor clasificadas, utilizando el score de sus investigadores como una forma de competencia por financiamiento con grandes conglomerados internacionales. Esta presión conduce a cambios estructurales en la academia, donde los investigadores se ven obligados a publicar constantemente, a menudo repitiendo o reformulando trabajos anteriores, lo cual no es tanto para la socialización del conocimiento como para funcionar como publicidad del producto y del propio investigador. La pauta de investigación ya no responde a las necesidades locales o a la autonomía del investigador, sino que es inducida por criterios exógenos, los que fija el Banco Mundial, imponiendo un tiempo de finalización que corresponde a la presión de los ciclos de movimiento del capital, no al tiempo científico. La falta de conciencia sobre esta dinámica lleva a la "máxima alienación," donde el autor no vende su producto, sino que paga para publicarlo, y se destruye a sí mismo mientras corre detrás de las posiciones en los rankings.

En última instancia, el concepto de "conocimiento-mercancía" encapsula la lógica por la cual la universidad moderna se ha convertido en un espacio de reproducción del capital. La búsqueda incesante de "más" resultados, impulsada por la meritocracia superficial de los rankings, coloca al investigador en una situación de insatisfacción inalcanzable, similar al Mito de Tántalo. Las consecuencias de esta explotación y el enfoque en resultados comercializables son graves, manifestándose en el agotamiento del trabajo del investigador, el aumento de problemas de salud biológicos y mentales, y la pérdida de la conciencia sobre los sentidos fundamentales de sus actividades. Este circuito, donde el valor de la investigación se mide por su capacidad de generar patentes o transformarse en productos financieros, confirma que el conocimiento, en el contexto de la predominancia financiera, es un medio para un fin: la continua acumulación de dinero sin necesariamente producir algo tangible o responder a las necesidades sociales. En el mundo de la mercancía, la peor tragedia es no llegar a ser mercancía.

Referencia

Silva Júnior, J. R. (2023). RANKINGS, TRABALHO DO PESQUISADOR E CAPITAL. Educ. Soc. Campinas 44 e266708

John M. Chivington: biografía de un genocida

John Milton Chivington fue una de las figuras más controvertidas del Oeste estadounidense del siglo XIX. Nacido en Ohio en 1821 y originalmente pastor metodista, destacó no por su espiritualidad, sino por su agresividad política y su profunda hostilidad hacia los pueblos indígenas. En plena Guerra Civil se incorporó como coronel al 3.º Regimiento de Caballería de Colorado, una unidad de voluntarios más inclinada al revanchismo y el saqueo que a la disciplina militar. Chivington entendió rápidamente que su carrera política en el territorio de Colorado dependía de mostrar mano dura contra los nativos, y convirtió la violencia en una plataforma electoral. No ocultaba sus deseos: declaraba abiertamente que los indígenas debían ser exterminados para permitir la expansión “civilizadora” de los colonos. Este pensamiento de cruzada racial —mezcla de fanatismo religioso, ambición personal y supremacismo blanco— marcó su liderazgo y su visión de la autoridad. Aunque obtuvo aplausos iniciales por atacar a fuerzas confederadas en Nuevo México, su reputación temprana como “héroe” ocultaba la sombra de un hombre decidido a forjarse un nombre a través de la destrucción de otros. Nada ejemplifica mejor su carácter que la frase con la que se le recuerda: “Los únicos buenos indios son los indios muertos.”

El 29 de noviembre de 1864, al amanecer, Chivington condujo a unos 675 hombres hacia un campamento de cheyennes y arapahos que se encontraban en paz bajo la protección explícita del gobierno estadounidense. El jefe Black Kettle, símbolo de conciliación, ondeaba una bandera de Estados Unidos y una bandera blanca, confiado en las garantías de seguridad ofrecidas por el ejército. Chivington no ignoraba esto: actuó precisamente porque sabía que el campamento estaba indefenso. Lo que siguió no fue una batalla, sino una matanza programada. Las tropas rodearon el asentamiento y abrieron fuego indiscriminado contra mujeres, niños y ancianos que huían. Cuando los disparos cesaron, comenzaron las mutilaciones: los soldados tomaron cabelleras, dedos, orejas e incluso genitales como trofeos. Estos restos fueron exhibidos públicamente en Denver, donde algunos espectadores los celebraron como “victorias.” Las investigaciones posteriores —tres comisiones oficiales, incluida una del Congreso— calificaron lo ocurrido de atrocidad, barbarie y crimen. Incluso oficiales estadounidenses declararon horrorizados. Sin embargo, Chivington jamás fue juzgado: su regimiento había sido desmovilizado y el vacío legal lo protegió. Black Kettle sobrevivió al ataque solo para morir cuatro años después en otra masacre. Sand Creek se convirtió en uno de los episodios más oscuros de la historia estadounidense, ejemplo puro de exterminio disfrazado de acción militar.

La masacre de Sand Creek revela una contradicción que persiste hasta el presente: Estados Unidos se muestra dispuesto a retirar monumentos a figuras europeas por sus vínculos con la colonización, mientras ignora o minimiza episodios igualmente atroces cometidos por sus propios héroes nacionales. En ciudades como Los Ángeles, Cristóbal Colón fue retirado del espacio público bajo argumentos de supuesta justicia histórica; sin embargo, figuras como Andrew Jackson, Kit Carson o el propio Chivington rara vez son objeto de debates equivalentes, a pesar de haber dirigido políticas o acciones directamente vinculadas al exterminio indígena. El país condena con severidad los abusos ajenos, especialmente si proceden de imperios europeos, pero muestra una indulgencia notable hacia los crímenes del expansionismo estadounidense. Esta doble vara de medir no es un error accidental, sino parte de la construcción identitaria: es más fácil señalar al extranjero que mirar al propio espejo. Mientras Colón es presentado como símbolo universal de opresión, el genocidio interno —desde el Sendero de Lágrimas hasta Sand Creek— queda relegado a notas a pie de página en los manuales escolares. La hipocresía no reside en cuestionar la figura de Colón, sino en hacerlo sin aplicar el mismo rigor a quienes actuaron bajo bandera estadounidense, legitimados por discursos de destino manifiesto y progreso. Una memoria histórica honesta no puede basarse en un criterio nacionalista o político que distingue entre los crímenes “de otros” y los crímenes “propios", o entre crímenes "buenos" y crímenes "malos". Sand Creek nos recuerda que Estados Unidos no solo debe retirar estatuas, debe retirar también silencios, omisiones y narrativas complacientes que aún hoy protegen a los responsables de algunas de las peores atrocidades de su pasado.

El Sendero de Lágrimas: la hipocresía fundacional de Estados Unidos

En 1830, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Indian Removal Act, una ley que autorizó al presidente a negociar —o más precisamente, imponer— el traslado forzoso de los pueblos indígenas que habitaban el sureste del país hacia territorios llamados “indios” al oeste del Mississippi. Aunque sus defensores la justificaron como una medida “humanitaria” destinada a evitar conflictos entre colonos e indígenas, la realidad fue una operación sistemática de desposesión territorial disfrazada de legalidad. Es decir, lo que hoy conocemos como un genocidio. El caso más traumático fue el de los cheroquis, que en 1838 fueron expulsados por la fuerza de sus legítimas tierras ancestrales en el norte de Georgia, Tennessee y Carolina del Norte, y obligados a caminar más de 1.600 kilómetros hasta Oklahoma. De los 17.000 deportados, alrededor de 4.000 murieron, la mayoría mujeres, niños y ancianos, víctimas del hambre, las enfermedades, el frío y el agotamiento. Este episodio sería recordado como el Trail of Tears, el Sendero de Lágrimas.

Resulta imposible analizar este episodio sin enfrentarse a la profunda contradicción que marca la historia estadounidense. La nación que presume de proclamar la libertad, la igualdad y los derechos inalienables del ser humano, nació al mismo tiempo sobre la esclavitud de millones de personas, y la expulsión y exterminio de pueblos enteros. Este contraste no es un detalle marginal, sino un componente esencial de su identidad histórica y de su forma de construir su nación. La Indian Removal Act revela la distancia casi abismal entre el discurso moral estadounidense y sus prácticas políticas reales. Mientras se hablaba de democracia, se ejercía el genocidio y la segregación, mientras se exaltaba el Estado de derecho, se aplicaba la ley como herramienta de expoliación, mientras se defendía la igualdad, se negaba la humanidad del otro. Recordemos que ni los indígenas ni los negros eran consideramos ciudadanos por el supremacismo anglosajón que fundó USA.

La deportación de los cheroquis fue especialmente paradójica porque este pueblo había intentado integrarse en el marco legal estadounidense más que ningún otro. Habían adoptado una constitución inspirada en la de Estados Unidos, establecido un sistema escolar, publicado periódicos bilingües y organizado un gobierno de corte republicano. No obstante, ninguna de estas iniciativas los salvó del avance insaciable del expansionismo anglosajón. Cuando se descubrió oro en Georgia en 1829, la presión por su expulsión se volvió irresistible. La “civilización” de los cheroquis, tantas veces exigida por el discurso estadounidense, dejó de importar en cuanto sus tierras adquirieron valor económico.

La apelación constante a la legalidad resulta en este caso especialmente irónica: los cheroquis llevaron su caso ante la Corte Suprema, que en 1832 reconoció su soberanía en Worcester v. Georgia. Pero el presidente Andrew Jackson ignoró abiertamente la sentencia. La separación de poderes, piedra angular del constitucionalismo americano, se convirtió en mera retórica. Así, el Sendero de Lágrimas no sólo fue un crimen físico, sino también jurídico y moral: un Estado que presumía de ser la vanguardia de la libertad violó deliberadamente su propia Constitución para satisfacer intereses de expansión territorial.

La ejecución de la expulsión estuvo marcada por una brutalidad que contradice cualquier pretensión humanitaria. Los cheroquis fueron hacinados en campos de concentración improvisados antes de iniciar la marcha. Partieron en pleno invierno, mal alimentados, sin ropa adecuada y sin asistencia médica. Muchos murieron por disentería, neumonía o agotamiento; otras víctimas perecieron en el camino al intentar cruzar ríos helados. Las crónicas contemporáneas describen la marcha como una “procesión de moribundos”, y algunos soldados estadounidenses reconocieron la crueldad del proceso. Pero la maquinaria política siguió adelante, la visión expansionista de un destino manifiesto valía más que miles de vidas indígenas.

La hipocresía histórica no termina en el siglo XIX. Durante generaciones, Estados Unidos ha construido una narrativa patriótica que minimiza, suaviza o silencia el Sendero de Lágrimas. En los libros de texto escolares, durante décadas se presentaba la Indian Removal Act como un episodio “trágico pero necesario”, un sacrificio en nombre del progreso. La culpabilidad estructural del Estado quedaba diluida en abstracciones como “inevitable expansión” o “conflictos entre culturas”, una forma de relato que permite condenar la violencia sin cuestionar los fundamentos que la hicieron posible.

Aún hoy, mientras se derriban estatuas de personajes históricos europeos por su vínculo con la colonización, pocas ciudades estadounidenses revisan los monumentos o nombres dedicados a Andrew Jackson, el presidente que impulsó la Indian Removal Act, o a los gobernadores y generales que ejecutaron la expulsión. Al igual que en el caso de John C. Frémont en California, la memoria pública estadounidense sigue siendo selectiva, se condena con firmeza lo que se puede atribuir a “otros” (reyes europeos, conquistadores extranjeros), pero rara vez se asume con igual intensidad la violencia ejercida desde su propia tradición política.

La historia del Sendero de Lágrimas es, en última instancia, la historia de una nación que ha oscilado entre el ideal y la conveniencia, entre la retórica de los derechos humanos y la práctica del genocidio. Estados Unidos se ha presentado durante siglos como faro moral del mundo, paladín de la libertad y defensor de la justicia, pero episodios como la deportación de los cheroquis revelan que su política interna estuvo atravesada por una lógica colonial no muy distinta de la europea anglosajona y centroeuropea a la que dice oponerse.

Reconocer esta realidad no es un ejercicio de culpabilidad, sino de madurez histórica. Una nación que no admite la contradicción entre sus principios y sus actos renuncia a comprenderse a sí misma. Mientras otras naciones, como España, optaron por el mestizaje en América, los useños realizaron un ejercicio de limpieza étnica sustentado además en la esclavitud africana. Si la memoria sobre el Sendero de Lágrimas -y otros genocidios- siga siendo marginal o suavizada, Estados Unidos continuará reproduciendo un relato cómodo pero interesadamente incompleto.



Colón y Frémont: la política selectiva de la memoria y la hipocresía estadounidense

En 2018, la ciudad de Los Ángeles decidió retirar la estatua de Cristóbal Colón de Grand Park. Los argumentos esgrimidos por las autoridades locales argumentaban que era un “acto de justicia restauradora” destinado a cuestionar la “romantización de la expansión imperial europea” y reconocer el sufrimiento histórico de los pueblos indígenas. Algunos concejales llegaron incluso a afirmar -en un ejemplo de estulticia pública- que Colón puso en marcha “el mayor genocidio de la historia”, y la eliminación de su monumento se justificó como un gesto simbólico para reparar una narrativa oficial que blanqueaba la violencia colonial. En este mismo proceso de estulticia colectiva, la ciudad sustituyó la celebración del “Día de Colón” por el “Día de los Pueblos Indígenas”.

Pero mientras Colón era objeto de críticas, revisionismos y finalmente retirada, otro personaje histórico cuya huella en California está directamente vinculada a episodios de violencia extrema contra comunidades indígenas -incluyendo mujeres y niños indefensos- jamás ha sufrido un escrutinio parecido: John C. Frémont. Explorador, militar y político estadounidense, Frémont no sólo participó en la conquista de California, sino que lideró expediciones que cometieron matanzas documentadas, como la del río Sacramento (abril de 1846), Sutter Buttes (junio de 1846) y ataques en la región del lago Klamath. Las fuentes coinciden en que él y sus fuerzas participaron en la muerte de centenares de indígenas californianos, incluyendo mujeres y niños, afirmando el conocido lema estadounidense de "el mejor indio es el indio muerto".

Lo relevante aquí no es comparar quién es “peor”, sino poner de manifiesto un contraste profundo: mientras Colón es retirado de la escena pública, Frémont sigue siendo honrado en monumentos, montañas, parques estatales, ciudades, condados y memoriales a lo largo de Estados Unidos. Fremont, California —una ciudad de más de 200.000 habitantes— lleva orgullosamente su nombre. También lo hacen el Fremont Peak State Park, condados en Colorado y Wyoming, escuelas, calles, estatuas y placas conmemorativas. En 2020, mientras numerosas estatuas de figuras coloniales o confederadas eran derribadas, la mayoría de los homenajes a Frémont permanecieron intactos. La contradicción es evidente: si el criterio para retirar monumentos es la relación histórica de un personaje con el supuesto sufrimiento de los pueblos indígenas, la figura de Frémont debería ser objeto del mismo debate crítico. Incluso, con más motivo, ya que Cristóbal Colón no asesinó a ningún indio en California, mientras que Frémont sí. Sin embargo, nada de eso ha sucedido. ¿Por qué? La respuesta tiene que ver con la geopolítica de la memoria. Colón es un símbolo extranjero, un personaje “ajeno”, llegado desde fuera. Es decir, Los Ángeles escenificaron un ejemplo claro de pura xenofobia. Mientras que Frémont, por el contrario, es un producto interno de USA, es "uno de los nuestros", forma parte de la narrativa fundacional estadounidense, explorador heroico en los relatos escolares, senador, candidato presidencial y militar durante la expansión hacia el Oeste. Aplicó la política genocida del gobierno USA: el mejor indio es el indio muerto, y por eso es un héroe para los useños. En otras palabras, Colón representa un pasado atribuible a otros; Frémont forma parte del pasado propio, y del genocidio que dio lugar a USA. Las sociedades, como los individuos, suelen ser mucho más indulgentes al juzgar sus propios pecados que los ajenos.

El discurso político que justificó la retirada de la estatua de Colón apelaba a valores universales: respeto a los pueblos indígenas, memoria histórica, rechazo a la violencia colonial. Pero si estos principios fueran aplicados con coherencia, el espacio público estadounidense estaría repleto de debates no sólo sobre Colón, sino también sobre figuras como Frémont, Kit Carson, Andrew Jackson o incluso algunos padres fundadores involucrados en políticas de desplazamiento forzado de nativos o del uso de esclavos para enriquecerse. La selección de quién merece un juicio y quién recibe indulgencia revela que la memoria histórica no es un ejercicio ético; es un ejercicio de identidad nacional o de política interesada.

La iconoclasia selectiva también responde a razones políticas contemporáneas. En ciudades como Los Ángeles, de tradición progresista y con una identidad definida en oposición al “viejo colonialismo europeo”, es fácil movilizar consenso contra Colón. En cambio, cuestionar a figuras asociadas a la narrativa nacional estadounidense implica tocar nervios más sensibles. Retirar un monumento a Colón no amenaza ninguna identidad local profunda; revisar los homenajes a Frémont podría interpretarse como cuestionar los propios cimientos del Estado de California y la épica de la conquista del Oeste. Es decir, supone recordar a sus ciudadanos, que si existen, es debido al genocidio sistemático y organizado por su gobierno.

Este doble rasero produce el efecto que muchos críticos han señalado: se condena la violencia colonial cuando proviene de europeos, mientras se relativiza o se suaviza o directamente se olvida cuando forma parte de la historia estadounidense. Así, Colón es convertido en símbolo de opresión pero simultáneamente se mantiene un silencio casi absoluto en torno a las masacres del siglo XIX cometidas bajo estandartes estadounidenses.

La memoria histórica, por tanto, no es una herramienta para revisar el pasado, es un instrumento político de manipulación social, donde los que mandan deciden quien es el bueno y quien el malo de la película, de su película. En ese uso instrumental, Colón puede ser sacrificado sin gran coste simbólico, mientras que Frémont es preservado porque representa la esencia genocida de la formación de USA.

Ante esta incoherencia moral, y la comprensión de que la memoria pública debe basarse en criterios éticos uniformes, no en identidades políticas contemporáneas o en conveniencias nacionales. Si el objetivo es reconocer la violencia histórica contra los pueblos indígenas, entonces la conversación debe incluir tanto al navegante genovés como al explorador estadounidense (y a muchos otros useños).

The Batman (2022) y Nirvana: dos almas gemelas

En The Batman (2022), su director Matt Reeves despliega una visión radical del mito del Caballero Oscuro. En su adaptación, nos muestra un héroe menos cercano al arquetipo del vigilante invencible y mucho más anclado en los matices íntimos del trauma, la melancolía y la desconexión emocional. En esta construcción estética y psicológica, la inclusión de “Something in the Way” de Nirvana no es un mero recurso sonoro, sino un eje conceptual que articula la identidad de un Bruce Wayne joven, introvertido y profundamente quebrado por el trauma. La melodía de la canción, casi hipnótica en su repetición, actúa como una prolongación de la voz interior del personaje, encapsulando en sus acordes el sentimiento de existir “debajo del puente”, es decir, en un espacio entre la vida pública que debería encarnar y la sombra solitaria a la que se ha condenado. Reeves reinterpreta a Bruce no como el playboy enmascarado de otras adaptaciones, sino como una figura más cercana al espíritu emocionalmente fracturado de Kurt Cobain: retraído, poseedor de un brillo oscuro, con la mirada perdida en un dolor que se renueva cada noche. La atmósfera húmeda, opresiva y decadente de Gotham funciona como un espejo del estado psíquico de este personaje; es una ciudad que no solo requiere un vigilante, sino que parece tallada a partir de las mismas grietas internas del joven Wayne. La canción, entonces, se convierte en un símbolo de pertenencia: no describe la acción, sino la sensación profunda de habitar un mundo donde cada respiración pesa y cada movimiento parece filtrado por la gravedad de un pasado que nunca se apaga.

La letra de la canción de Nirvana —con sus imágenes de deterioro físico y emocional— actúa como una metáfora extendida del estado vital del protagonista. Cuando Cobain canta sobre las goteras, los animales atrapados o la supervivencia mínima basada en hierba y humedad, no está hablando de pobreza literal, sino de una existencia impregnada de descomposición y abandono interior. The Batman replica ese sentimiento mediante decisiones formales precisas, con una iluminación tenue, paletas cromáticas empapadas en azules sucios y rojos marchitos, y un ritmo narrativo que enfatiza la introspección antes que la espectacularidad. Bruce Wayne vive atrapado no bajo un puente, sino bajo el peso insoportable de la expectativa familiar, la ausencia paterna y una misión autoimpuesta que funciona más como válvula de escape que como acto heroico. En su mirada hay el mismo cansancio que en los versos de Cobain: un joven que, incapaz de procesar su dolor, transforma su vulnerabilidad en una obsesión ritualizada. La canción refuerza esta idea al marcar un contraste entre la ferocidad externa del vigilante y la fragilidad interna del hombre que lo interpreta. Reeves utiliza la música no solo para ambientar, sino para situar emocionalmente al espectador dentro del cuerpo psíquico de Bruce, permitiendo que comprendamos cómo su lucha nocturna surge no tanto del sentido de justicia sino del deseo desesperado de darle forma a un vacío que lo devora. Este Batman no solamente pelea para sanar la ciudad, también lo hace para sanar su propia ¿locura?.

Finalmente, la presencia de “Something in the Way” en la película establece un vínculo simbiótico entre cine y música que eleva la narrativa hacia un territorio casi poético. La repetición de la canción en momentos clave subraya la evolución del personaje: al inicio, refuerza su identidad como una criatura de la oscuridad, atrapada en la lógica autodestructiva del aislamiento; pero a medida que la historia avanza, la melodía adquiere una cualidad reflexiva, como si el eco emocional de la letra despertara en Bruce una conciencia más amplia de sí mismo y del efecto que tiene en su entorno. Reeves no usa la canción para subrayar la tristeza, sino para exponer la profundidad de un proceso psicológico al que se ve sometido el protagonista. Una lenta transición desde un yo encapsulado en el dolor hacia un ser capaz de reconocer que la justicia implica empatía y no solo violencia. Las escenas finales de la película demuestran este hecho. Así, el puente metafórico bajo el cual vivía Bruce Wayne comienza a resquebrajarse, no porque desaparezca su oscuridad, sino porque empieza a vislumbrar la posibilidad de emerger parcialmente de ella. En esta lectura, The Batman se convierte en un estudio sobre cómo el trauma moldea la identidad, y “Something in the Way” funciona como la clave espiritual de ese viaje: una canción que encapsula el peso del desamparo, pero también la tenue promesa de transformación. La unión entre ambos crea un retrato cinematográfico de notable complejidad emocional, donde cada acorde y cada sombra contribuyen a la construcción de un héroe que no pretende ser perfecto, sino profundamente humano, herido e incesantemente en búsqueda de un sentido dentro del caos.



¿Cuáles son los tres pilares de la filosofía de Friedrich Nietzsche?

Friedrich Nietzsche (1844–1900) fue un filósofo alemán cuya obra marcó una ruptura decisiva con gran parte de la tradición metafísica occidental. Formado inicialmente como filólogo clásico, sus estudios sobre la cultura griega —especialmente sobre el espíritu trágico— influyeron profundamente en su pensamiento posterior. Aunque su vida estuvo marcada por una salud frágil y un progresivo aislamiento, Nietzsche desarrolló una filosofía radical que cuestiona los valores morales heredados y propone una reevaluación completa de nuestras categorías éticas y culturales. A través de obras como Así habló Zaratustra, Más allá del bien y del mal y La genealogía de la moral, su pensamiento se convirtió en uno de los más influyentes y polémicos de la modernidad.

El concepto de voluntad de poder constituye uno de los ejes centrales de su filosofía. Nietzsche no la concibe simplemente como un afán de dominación externa, sino como el impulso fundamental de todo ser vivo hacia la expansión de sus fuerzas y la afirmación de su propia forma de ser. Frente a las concepciones mecanicistas o teleológicas, la voluntad de poder se presenta como un principio dinámico y creador que explica tanto los procesos biológicos como las transformaciones culturales. En este sentido, Nietzsche entiende que la vida misma es una continua superación de sí, un movimiento de intensificación que se opone a cualquier lógica de estancamiento o decadencia.

El eterno retorno —probablemente la idea más enigmática de Nietzsche— funciona a la vez como hipótesis cosmológica y como prueba ética. La cuestión es simple: si tuvieras que vivir tu vida una y otra vez de manera idéntica, ¿la afirmarías o la rechazarías? Más allá de su literalidad física, el eterno retorno opera como un criterio de valoración: vivir afirmando la repetición implica adoptar una posición radicalmente afirmativa respecto a la existencia, sin refugiarse en expectativas de un más allá o en redenciones futuras. Así, el concepto obliga a confrontar el modo en que damos sentido a nuestras acciones y a preguntarnos si nuestra vida merece ser eternamente repetida.

Por último, el superhombre (Übermensch) representa la figura simbólica que encarna la superación del ser humano sometido a valores decadentes, especialmente los derivados de la moral cristiana tradicional. No se trata de un ideal biológico o racial, sino de un modelo espiritual y cultural: aquel que crea nuevos valores, que asume plenamente la vida terrenal y que practica una afirmación valiente de la existencia. En Así habló Zaratustra, el superhombre se presenta como el horizonte hacia el cual la humanidad puede dirigirse una vez que ha reconocido la “muerte de Dios” y la necesidad de reconstruir su escala de valores. Su aparición implica, por tanto, no solo un cambio moral, sino una transformación profunda de la subjetividad y de la cultura.

El Príncipe Salina en El Gatopardo: un espejo del ocaso aristocrático en la novela y la película

El gatopardo es, en ambos soportes, un relato sobre el cambio histórico: la disolución del antiguo orden aristocrático siciliano ante el avance de la unificación italiana y el empuje irresistible de las nuevas clases sociales. En el centro de esta transformación se encuentra el Príncipe Fabrizio Salina, personaje profundamente introspectivo en la novela de Lampedusa y monumentalmente representado en la película de Visconti. Tanto Lampedusa como Visconti lo conciben como un observador lúcido del final de su mundo, pero cada medio enfatiza aspectos distintos del personaje y de su tragedia histórica.

En la novela, el Príncipe es una figura compleja que combina elegancia, inteligencia, melancolía y una aguda sensibilidad para comprender la decadencia de su clase. Lampedusa construye al personaje desde un profundo punto de vista interior: conocemos sus pensamientos sobre la muerte, la política, su linaje y el irreparable paso del tiempo. Esta interioridad es clave, pues expresa su lucidez histórica: entiende que su mundo agoniza, pero también sabe que nada puede evitar esa transformación. El Príncipe encarna lo que su sobrino Tancredi formula de manera brillante: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. No se opone al cambio por ingenuidad, sino por fatalismo: sabe que las nuevas formas políticas surgirán, pero intuye que serán continuidades disfrazadas.

En la novela, la muerte —tanto física como simbólica— está muy presente. El Príncipe reflexiona constantemente sobre su envejecimiento y el ocaso de sus privilegios. Esa introspección otorga al personaje una dimensión filosófica que es difícil de trasladar al cine sin recurrir a voz en off o extensos monólogos internos. Lampedusa lo retrata como un ser consciente de su propia desaparición, y por ello profundamente humano.

Por contra, en la película, su director, Visconti, aristócrata él mismo y director obsesionado con la decadencia, traduce al Príncipe en la pantalla con un enfoque distinto. Su elección de Burt Lancaster fue polémica, pero terminó siendo decisiva: su porte imponente, su mirada cansada y su presencia casi regia transforman al Salina literario en un personaje más físico, más majestuoso y más trágico. La película potencia lo que el cine puede hacer mejor: convertir el ocaso aristocrático en espectáculo visual. Los palacios que se desmoronan, la luz rojiza del atardecer siciliano, la magnificencia vacía de los bailes, todo esto refuerza la figura del Príncipe como monumento viviente de un mundo que ya no tiene lugar. La dimensión intelectual del personaje se atenúa porque el medio no ofrece la misma intimidad con sus pensamientos. Sin embargo, Lancaster transmite la melancolía del Príncipe mediante gestos: una mirada perdida durante el baile final, un suspiro frente a los jóvenes, la forma en que observa a Tancredi y Angelica como representantes del futuro que él ya no comprende. Visconti convierte la escena del baile final en un clímax cinematográfico que simboliza la muerte del viejo mundo. Es un momento en el que el Príncipe Salina queda literalmente rodeado por la juventud, la música y la vitalidad que ya no le pertenecen. Su paseo final hacia la noche es un cierre visual que sustituye la muerte introspectiva del libro con un final abierto, pero cargado de significado.

Lo que la novela logra mejor

  • La interioridad del personaje

  • La profundidad filosófica del fin de una era

  • La ironía política y social del Risorgimento

Lo que la película potencia

  • La sensualidad y belleza del mundo aristocrático agonizante

  • La monumentalidad del personaje

  • El contraste dramático entre pasado y futuro

Ambos medios, sin embargo, coinciden en mostrar al Príncipe Salina como símbolo del inevitable paso del tiempo y del cambio social que transforma Sicilia y toda Italia. En uno, la decadencia se piensa, es interior, en el otro, se contempla.

El gatopardo, tanto en la novela como en la película, nos ofrece una de las figuras más memorables de la literatura y el cine italiano. El Príncipe Salina es el último representante de una aristocracia que, aunque elegante y culta, resulta incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos. Lampedusa lo penetra desde la mente; Visconti lo inmortaliza desde la imagen. Entre ambos construyen un retrato completo del fin de una era.



La fregona: un invento español

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Antes de que existiera la “fregona” como la conocemos hoy, la limpieza del suelo se hacía con métodos más rudimentarios: bayetas o trapos que se escurrían a mano, y muchas veces fregar implicaba arrodillarse o estar en contacto directo con el suelo húmedo. De hecho, ya en el siglo XIX aparecen patentes de instrumentos de limpieza con palo y trapo: por ejemplo, en 1837 un inventor estadounidense obtuvo una patente para un tipo de mopa friega suelos. Pero esos aparatos no eran aún la versión moderna con cubo, escurridor y palo con mocho.

En España, durante la década de los años 50 del siglo XX, conviven propuestas domésticas que intentan modernizar la limpieza. Por ejemplo, en 1953 Julia Montoussé Fargues y Julia Rodríguez‑Maribona, registraron un “modelo de utilidad” (una forma de protección intelectual) para un dispositivo compuesto por cubo, palo y trapo destinado a facilitar el fregado de suelos. Este antecedente demuestra que la idea de mejorar la limpieza doméstica estaba en marcha, y que existía conciencia de que era deseable evolucionar los métodos tradicionales. Pero ese diseño no terminó de imponerse comercialmente ni alcanzar la difusión masiva que caracteriza a la fregona moderna.

El protagonista principal reconocido por la historia moderna de la fregona es el ingeniero aeronáutico español Manuel Jalón Corominas. Jalón estudió en Madrid, trabajó como oficial del ejército del aire, y durante una estancia en Estados Unidos observó un método más cómodo de limpieza en hangares: usaban mopas planas y cubos especiales, lo que le pareció una idea con gran potencial. Inspirado por ese sistema, en 1956 comenzó a fabricar en España los primeros cubos con rodillos para escurrir el trapo sin necesidad de hacerlo a mano, y combinó ese cubo con un palo y un mocho/trapo. A partir de ahí, su empresa —Manufacturas Rodex, fundada en 1958— empezó a comercializar el invento, que con el tiempo llegaría a millones de hogares. Finalmente, en 1964 Jalón obtuvo la patente de invención que reconoce oficialmente su diseño como “fregona moderna”, un conjunto que hasta entonces no había existido con éxito ni difusión similar. Gracias a eso, se le atribuye la condición de “inventor de la fregona”. Las fregonas de Jalón y su empresa se exportaron a decenas de países: Estados Unidos, China, y muchos más, lo que demuestra la eficacia del diseño y su aceptación internacional.

Y lo que resultó revolucionario no fue solo un objeto nuevo: permitió cambiar la forma de limpiar suelos. Con esta herramienta, muchas personas dejaron de fregar de rodillas, reduciendo el esfuerzo físico, los problemas en rodillas o espalda, y haciendo la tarea doméstica sustancialmente más cómoda.

El Arreglo de Madrid (1891): la protección internacional de las marcas

El Arreglo de Madrid fue adoptado en 1891 con el objetivo de establecer un mecanismo internacional que permitiera la protección de marcas comerciales en múltiples países mediante un procedimiento simplificado. A partir de ese convenio de 1891 —tras varias revisiones a lo largo del tiempo— se fue gestando lo que hoy conocemos como Sistema de Madrid: un régimen internacional gestionado por Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) que facilita el registro y la gestión global de marcas. A la firma original se sumó en 1989 el Protocolo de Madrid, con el fin de modernizar y flexibilizar el sistema, adaptándolo a las realidades de muchos países que no podían acogerse al Arreglo original. El Arreglo y el Protocolo conviven bajo la denominación común de “Sistema de Madrid”, que define la Unión de Madrid: el conjunto de Estados y organizaciones que han aceptado al menos uno de estos tratados.

El propósito del Sistema de Madrid es ofrecer un camino más sencillo, menos costoso y más eficaz para que titulares de marcas obtengan protección internacional. En lugar de presentar solicitudes independientes en cada país —con diferentes idiomas, tasas, plazos y requisitos—, el solicitante puede presentar una única solicitud internacional ante la OMPI (vía su oficina nacional de marcas) y designar los países en los que desea protección. Si la oficina de alguno de los países designados no comunica un rechazo en un plazo preestablecido, la marca adquiere un efecto equivalente al registro nacional en cada uno de esos países. Además de simplificar el registro inicial, el Sistema de Madrid facilita la gestión posterior de la marca —cambios de titularidad, modificaciones, renuncias parciales, adición de nuevos países o renovación— mediante un único procedimiento centralizado. Este marco reduce barreras para empresas, emprendedores e inventores que aspiran a operar o expandir su marca en varios mercados, convirtiéndose en una herramienta clave para la globalización de la identidad comercial.

La importancia del Arreglo / Sistema de Madrid radica precisamente en esa capacidad de internacionalización eficiente, algo esencial en un mundo cada vez más interconectado. Al ofrecer un procedimiento unificado, el Sistema permite a pequeñas y medianas empresas, así como grandes corporaciones, proteger su marca en decenas de países sin necesidad de realizar múltiples trámites complejos. Esto no solo ahorra tiempo y dinero, sino que reduce la incertidumbre jurídica y mejora la coherencia en la protección de la marca a lo largo de distintas jurisdicciones. Además, el hecho de que la protección de la marca dependa de un registro internacional administrado por la OMPI añade una dimensión de confianza y uniformidad legal, algo especialmente valioso en negocios globales. En términos más amplios, el Sistema de Madrid es un instrumento que potencia el comercio internacional, la expansión empresarial, la protección de reputaciones de marca y la seguridad jurídica para los titulares, lo que lo convierte en pilar central del sistema moderno de propiedad intelectual.

Filippo Brunelleschi: historia de la primera patente

Filippo Brunelleschi —famoso por la cúpula de Santa María del Fiore en Florencia— ocupa también un lugar singular en la historia de lo que hoy entendemos por patentes. En 1421 la República de Florencia le concedió un privilegio exclusivo —lo que muchos historiadores califican como una de las primeras «patentes» modernas— para una embarcación y su mecanismo de carga ideados para transportar los enormes bloques de mármol necesarios en las obras públicas y en la construcción de la cúpula. El documento florentino otorgaba a Brunelleschi una exclusividad de tres años sobre la construcción y uso de ese ingenio, a cambio de que lo hiciera público y de utilidad para la ciudad; es decir, la autoridad reconocía la inversión del inventor y le permitía explotar económicamente su invención durante un tiempo limitado. Ese privilegio se interpreta hoy como un antecedente directo del moderno derecho de patentes porque reunía elementos esenciales: reconocimiento oficial, exclusividad temporal y la obligación de divulgar la invención para beneficio público. Al mismo tiempo conviene matizar que no fue absolutamente «la primera vez» que se dieron protecciones de este tipo en Europa: precedentes y concesiones similares aparecen en otras ciudades italianas y en documentos anteriores —por ejemplo, registros en la república de Venecia y otros privilegios del siglo XV—, de modo que la historia del derecho de patentes es gradual y compleja.

La invención por la que Brunelleschi obtuvo el privilegio consistía, de forma resumida, en una barcaza con aparejos y mecanismos de elevación diseñados para facilitar la carga y el transporte por el río Arno, reduciendo costos y riesgos frente a los métodos tradicionales. Con la misma visión ingenieril que aplicó a la cúpula, Brunelleschi proyectó soluciones mecánicas y de maniobra que pretendían transformar la logística del transporte de material pesado de construcción. Historiadores y fuentes técnicas describen cómo ese conjunto fue presentado al magistrado florentino como un avance económico y estratégico para la ciudad, lo que justificó la concesión del monopolio temporal. No obstante, la historia posterior tuvo un giro menos afortunado: años después se construyó una gran embarcación asociada a sus diseños, conocida en la tradición como «Il Badalone» (o variantes del nombre), destinada a traer mármol desde Pisa y otras canteras; según crónicas y estudios posteriores, esa nave se hundió en su primera travesía —pérdida que supuso un duro golpe económico para Brunelleschi y mostró las limitaciones prácticas que a veces separan el diseño teórico de su ejecución en el mundo real. Este episodio, narrado por fuentes modernas y por la propia historiografía de la técnica, subraya que la protección legal de una idea no garantiza automáticamente su éxito operativo.

La importancia de este caso trasciende la anécdota: el privilegio florentino ilustra el nacimiento de una concepción institucional de la innovación que equilibraba interés privado y beneficio público, sentando precedentes para leyes y prácticas posteriores en Europa. El reconocimiento oficial a inventores como Brunelleschi contribuyó a formar un clima en el que la invención técnica podía ser un acto individual recompensado —con incentivos temporales— y, al mismo tiempo, una fuente de conocimiento que, a su vencimiento, podía difundirse y servir al desarrollo general. A medio y largo plazo, esas prácticas fueron modelándose en estatutos más sistemáticos —como el célebre estatuto veneciano de la segunda mitad del siglo XV— y, con el tiempo, dieron lugar a los sistemas nacionales y transnacionales de patentes que conocemos hoy. Además, la historia de Brunelleschi recuerda otro aspecto esencial: la innovación se articula en tres frentes —ingenio, financiación y ejecución— y la protección legal solo actúa sobre el primero de ellos si no se acompaña del apoyo técnico y económico necesarios. Por eso la concesión del privilegio en 1421 es valiosa no solo como curiosidad histórica sino como referencia para comprender cómo las sociedades empezaron a institucionalizar la creatividad técnica y a construir las herramientas legales que hoy regulan la propiedad intelectual.