La solución de dos estados era en 1947, no ahora en el 2025: Israel vs Palestina, una guerra sin fin

I. El plan que quiso dividir una tierra: la propuesta de dos Estados (1947)

A finales de la Segunda Guerra Mundial, Palestina era un territorio bajo administración británica, conocido como el Mandato Británico de Palestina, establecido por la Sociedad de Naciones en 1922 tras la caída del Imperio Otomano. Allí convivían, con crecientes tensiones, dos pueblos que reclamaban la misma tierra: los árabes palestinos, mayoritarios, que llevaban generaciones habitando la región, y los judíos, cuya inmigración había aumentado desde las primeras décadas del siglo XX impulsada por el movimiento sionista. El sionismo, nacido en Europa en el siglo XIX, buscaba la creación de un hogar nacional judío en Palestina, alentado también por la Declaración Balfour de 1917, en la que el gobierno británico apoyaba esa idea. Tras el Holocausto, la tragedia del pueblo judío en Europa reavivó la presión internacional para establecer un Estado judío soberano. En ese contexto, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) heredó el conflicto cuando el Reino Unido anunció que abandonaría el mandato, incapaz de controlar la violencia entre comunidades. El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de la ONU aprobó la Resolución 181 (II), conocida como el Plan de Partición de Palestina, con 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones. La resolución proponía una solución tajante: dividir el territorio en dos Estados independientes, uno árabe y otro judío, con una zona internacionalizada en Jerusalén. Era un intento de conciliar dos nacionalismos enfrentados, pero su ejecución, como pronto demostrarían los hechos, encendió una guerra que cambiaría Oriente Medio para siempre.

El Estado judío propuesto por la ONU ocuparía alrededor del 55% del territorio total del Mandato. Estaría conformado por tres regiones principales: la franja costera del Mediterráneo desde Haifa hasta Rehovot —incluyendo Tel Aviv—; la región norte de Galilea alrededor del lago Tiberíades; y una amplia zona del desierto del Néguev, extendiéndose hasta el mar Rojo, donde más tarde surgiría el puerto israelí de Eilat. Dentro de esos límites vivirían cerca de 498.000 judíos y unos 407.000 árabes palestinos, lo que significaba que el nuevo Estado tendría una considerable minoría árabe. En el plano político, el Estado judío debía organizarse bajo un sistema democrático, garantizando igualdad de derechos y libertad religiosa a todas las comunidades. Para el movimiento sionista, aquel plan, aunque imperfecto y territorialmente fragmentado, representaba la concreción del sueño nacional judío, alimentado durante décadas y teñido por la tragedia reciente del genocidio nazi. Los líderes sionistas, encabezados por David Ben-Gurión, lo aceptaron con pragmatismo. Consideraban que, aunque el mapa asignado por la ONU era geográficamente incoherente —con zonas no contiguas y una frontera difícil de defender—, suponía la base legal y diplomática necesaria para proclamar un Estado propio y, con el tiempo, consolidarlo.

Por otro lado, el Estado árabe propuesto ocuparía el 45% restante del territorio. Abarcaría la región montañosa de Cisjordania, incluyendo las ciudades históricas de Hebrón, Nablus y Jenín; la Franja de Gaza y parte del litoral mediterráneo sur; y sectores rurales de Galilea oriental, cerca de la frontera con Siria. En ese Estado vivirían alrededor de 807.000 árabes palestinos y unos 10.000 judíos. Su diseño respondía a criterios demográficos —donde la población árabe era dominante—, aunque el resultado fue igualmente irregular y discontinuo, con enclaves separados por corredores judíos. El Estado árabe sería soberano y debía respetar los derechos de sus minorías judías, del mismo modo que el Estado judío haría con las árabes. Sin embargo, su creación estaba plagada de incertidumbres: no se definió una capital —se pensaba en Ramala, Nablus o Gaza—, ni un marco institucional claro, y el plan no especificaba cómo se resolvería la relación de los palestinos con los Estados árabes vecinos, especialmente Jordania y Egipto. Además, la ONU estableció que Jerusalén y Belén quedarían fuera de ambos Estados, convertidas en un “corpus separatum”, un territorio bajo administración internacional durante diez años, al cabo de los cuales sus habitantes decidirían su futuro mediante referéndum. La razón era evidente: Jerusalén era (y sigue siendo) un epicentro religioso mundial, sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, y las Naciones Unidas querían preservarla de cualquier soberanía nacional directa.

II. Un mapa imposible y un rechazo que incendió la región (1948–1949)

El plan de la ONU, en teoría, ofrecía una solución equitativa. Pero en la práctica, era casi imposible de aplicar. La población judía representaba un tercio de los habitantes de Palestina, mientras que los árabes palestinos eran dos tercios, y el reparto daba más de la mitad del territorio al Estado judío. Para los árabes, aquello era un despojo. Los líderes palestinos y los gobiernos árabes lo rechazaron unánimemente, argumentando que la ONU no tenía derecho a dividir una tierra sin el consentimiento de sus habitantes mayoritarios. Desde su perspectiva, el plan premiaba a una minoría inmigrante y a un movimiento colonizador europeo en detrimento de un pueblo autóctono. Además, el proyecto implicaba la expulsión de cientos de miles de palestinos de áreas que pasarían a ser parte del Estado judío. En cambio, los dirigentes sionistas celebraron la decisión como un logro histórico, aunque sabían que no sería fácil hacerla realidad sin enfrentamientos. Apenas se aprobó la resolución, estalló la violencia: comenzó una guerra civil intercomunitaria entre milicias judías (como la Haganá, el Irgún y Lehi) y grupos árabes palestinos, apoyados por voluntarios de países vecinos. Entre diciembre de 1947 y mayo de 1948, el territorio se sumió en el caos. Pueblos mixtos se convirtieron en campos de batalla, y la población civil empezó a huir masivamente.

El 14 de mayo de 1948, un día antes de que expirara el mandato británico, David Ben-Gurión proclamó la independencia del Estado de Israel en Tel Aviv. Los británicos se retiraron sin intervenir. Al día siguiente, cinco ejércitos árabes —Egipto, Siria, Jordania, Líbano e Irak— invadieron el nuevo Estado, iniciando la Primera Guerra Árabe-Israelí. El conflicto duró hasta 1949 y tuvo consecuencias devastadoras. Israel, mejor organizado militarmente y con un liderazgo unificado, amplió sus fronteras más allá de lo asignado por la ONU, ocupando aproximadamente el 78% del territorio total del Mandato Británico. Las tropas jordanas tomaron el control de Cisjordania y Jerusalén oriental, mientras que Egipto ocupó la Franja de Gaza. El supuesto Estado árabe palestino quedó así desintegrado antes de nacer. Más de 700.000 palestinos fueron expulsados o huyeron durante la guerra, en lo que los árabes llaman la Nakba (“catástrofe”), y sus aldeas fueron destruidas o absorbidas por Israel. Jerusalén, que debía estar bajo control internacional, terminó dividida: el oeste bajo dominio israelí y el este bajo administración jordana. La resolución 181 quedó en los archivos de la ONU como un proyecto truncado.

A nivel diplomático, el resultado alteró por completo la geografía y la política de Oriente Medio. Israel fue reconocido rápidamente por Estados Unidos y la Unión Soviética, mientras que los países árabes se negaron a aceptar su existencia. La ONU trató de interceder con un mediador, el conde Folke Bernadotte, que propuso modificaciones al plan original y el retorno de los refugiados palestinos, pero fue asesinado en Jerusalén por extremistas judíos del grupo Lehi en 1948. En 1949 se firmaron los Acuerdos de Armisticio, que establecieron líneas de cese al fuego —no fronteras definitivas—, conocidas como las “líneas verdes”. Israel consolidó su control sobre la mayoría del territorio, mientras que Cisjordania quedó bajo soberanía jordana y Gaza bajo administración egipcia. El mapa resultante no correspondía ni al plan de la ONU ni a la promesa de un Estado palestino independiente. Desde entonces, el conflicto palestino-israelí ha girado en torno a ese vacío original: la no creación del Estado árabe palestino previsto en 1947. Lo que la ONU concibió como un equilibrio terminó siendo un desequilibrio permanente, generador de guerras sucesivas (1956, 1967, 1973) y de una cuestión de refugiados aún sin resolver.

III. El legado del plan y el conflicto irresuelto que definió el siglo

A más de setenta años del Plan de Partición, la propuesta de dos Estados sigue siendo la referencia fundamental —y al mismo tiempo la gran deuda histórica— del conflicto palestino-israelí. Aquella resolución de 1947 no sólo trazó un mapa; definió también los argumentos, las narrativas y las heridas que aún dividen la región. Para Israel, fue la base jurídica y moral de su existencia: un mandato internacional que legitimó su independencia y su ingreso a la comunidad de naciones. Para los palestinos, en cambio, fue el punto de partida de su desposesión nacional. Desde la Nakba de 1948 hasta hoy, la mayoría de los países árabes y gran parte del mundo han reclamado el cumplimiento de la parte olvidada del plan: la creación de un Estado palestino soberano. Sin embargo, la realidad política y territorial ha hecho esa meta cada vez más difícil. Tras la guerra de 1967, Israel ocupó Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, lo que convirtió a toda Palestina histórica —excepto Jordania— en territorio bajo control israelí. Décadas después, aunque los Acuerdos de Oslo de 1993 intentaron reactivar la idea de dos Estados, el mapa resultante muestra una fragmentación extrema: enclaves palestinos aislados, asentamientos israelíes en expansión y una división política entre la Autoridad Palestina en Cisjordania y Hamás en Gaza.

La Resolución 181 de la ONU, con su ingenuo optimismo de posguerra, imaginó dos Estados que coexistirían en paz bajo el amparo del derecho internacional. Lo que surgió fue lo opuesto: una serie de conflictos armados, ocupaciones y desplazamientos que convirtieron aquella promesa en una utopía lejana. Hoy, el territorio del Estado judío de 1947 se ha transformado en un país tecnológicamente avanzado y militarmente poderoso, mientras que el territorio árabe palestino original se halla fragmentado, bajo bloqueo o administración parcial, sin soberanía real. El “corpus separatum” de Jerusalén nunca se materializó: la ciudad fue reunificada por Israel en 1967 y proclamada su “capital eterna e indivisible”, aunque la comunidad internacional no reconoce esa anexión plenamente. La idea de dos Estados sigue viva en el discurso diplomático, pero sobre el terreno parece cada vez más irrealizable. Las fronteras de 1947, con sus líneas en zigzag y sus promesas de coexistencia, son hoy apenas un recordatorio de lo que pudo haber sido un arreglo temprano del conflicto.

El plan de partición de la ONU fue, en última instancia, un intento fallido de resolver con un mapa una disputa que era profundamente histórica, religiosa y emocional. Dividió una tierra sin dividir el conflicto, y ese conflicto se extendió durante más de siete décadas. Lo que comenzó como una resolución administrativa se convirtió en el origen de una de las crisis más duraderas del mundo moderno. Sin embargo, su espíritu —la idea de dos pueblos compartiendo una misma tierra bajo soberanías separadas— sigue siendo la base teórica de todas las iniciativas de paz hasta hoy. Cada nuevo acuerdo, cada negociación en Ginebra, Oslo o Doha, revive, con distintos nombres, la vieja Resolución 181. La historia del plan de partición no es sólo la de dos Estados que nunca coexistieron: es la historia de cómo la comunidad internacional intentó trazar con reglas diplomáticas los contornos de una fe, una memoria y un desarraigo. Y aunque el mapa de 1947 quedó obsoleto, el dilema que planteó —cómo hacer que dos pueblos compartan un mismo territorio sin destruirse mutuamente— sigue siendo el mismo que conmueve titulares, fronteras y conciencias hasta el presente.