Una buena película no se mide únicamente por sus recursos técnicos ni por su originalidad superficial, sino por la capacidad de contar una historia que funcione desde adentro: que se sostenga sobre su propia lógica interna, que nos lleve de la mano a través de un recorrido emocional coherente, aunque transite por lo fantástico, lo irracional o lo simbólico. Una buena película es aquella que logra establecer un pacto de verosimilitud con el espectador, no porque lo convenza de que lo que ve es real, sino porque todo lo que sucede tiene sentido dentro de su propio universo. La trama, por más extraña o surreal que sea, debe avanzar con un propósito claro, con un ritmo que permita comprender por qué los personajes actúan de cierta manera y cómo sus decisiones transforman el curso de los acontecimientos. En el corazón de toda gran obra cinematográfica habita la estructura narrativa, una arquitectura invisible que sostiene el peso de la emoción, del conflicto, del asombro y del miedo. Sin ella, la película se derrumba bajo el peso de sus propias pretensiones. El cine, como toda forma de arte narrativo, necesita que las piezas encajen: la imagen, el sonido, el guion y la interpretación deben responder a una lógica dramática, incluso cuando esa lógica desafía la realidad. No se trata de simplificar la historia, sino de mantener su coherencia; de lograr que el espectador no se pierda en un laberinto de ocurrencias, sino que sienta que está recorriendo un camino, aunque ese camino lo conduzca a lo más oscuro de la mente humana. El buen cineasta no se esconde detrás del simbolismo vacío ni del exceso estético: usa esas herramientas al servicio de la historia, no como sustituto de ella. Una película sólida no necesita ser complaciente, pero sí debe ser entendible dentro de su propio universo, con personajes que evolucionen, decisiones que tengan consecuencias y escenas que, al ser recordadas, formen parte de un tejido narrativo que se perciba como una totalidad orgánica.
En este sentido, Hereditary (2018), la ópera prima de Ari Aster, es un ejemplo casi perfecto de esa armonía entre forma y contenido, entre horror psicológico y tragedia familiar. La película parte de un drama íntimo —la descomposición de una familia tras la muerte de la abuela— y lo convierte, poco a poco, en una pesadilla ritual que no solo aterra, sino que tiene sentido dentro de su propio código. Todo en Hereditary parece cuidadosamente diseñado: los personajes se construyen con profundidad emocional, sus reacciones son comprensibles, sus silencios pesan, sus miedos son verosímiles. La madre (Toni Collette) es el eje emocional de un relato que, a medida que avanza, va desentrañando una herencia maldita, tanto psicológica como sobrenatural. El horror emerge del trauma, no del susto; de la culpa, no del golpe de efecto. Las piezas encajan con una precisión casi cruel: lo que parecía una historia de duelo se revela como una invocación, y lo que parecía un accidente se convierte en un sacrificio premeditado. Hay un hilo invisible que conecta cada mirada, cada símbolo, cada decisión. Aster maneja con maestría el crescendo del miedo, la acumulación de tensión, la sensación de que todo conduce a un destino inevitable. En cambio, Midsommar (2019), su segundo largometraje, parece olvidar esa lógica interna y se sumerge en un caos narrativo disfrazado de sofisticación estética. Lo que en Hereditary era una construcción minuciosa, en Midsommar se vuelve dispersión, artificio y un intento fallido de replicar la profundidad con símbolos huecos. La película propone un escenario interesante —una secta pagana en un idílico paisaje sueco donde la luz reemplaza la oscuridad como vehículo del horror—, pero lo que podría haber sido una reinvención del género termina convertido en un desfile de escenas absurdas, de reacciones inverosímiles, de un guion que no parece saber hacia dónde va. Las decisiones de los personajes carecen de motivación convincente; las situaciones grotescas rozan lo cómico; el ritual se convierte en parodia. Aster intenta construir una alegoría sobre el duelo, la ruptura amorosa y la codependencia, pero el resultado es un collage incoherente de imágenes impactantes que no logran articular un discurso. Lo que en Hereditary era precisión narrativa, en Midsommar se transforma en deshilachamiento. La tensión se diluye en un exceso de simbología sin raíz, en una acumulación de momentos diseñados más para provocar que para contar. Midsommar es el ejemplo de cómo el talento puede naufragar en su propio ego estético, de cómo un director que ha probado el éxito con una historia perfectamente hilada puede perder el control al creer que la ambigüedad y la incoherencia equivalen a profundidad. Y es aquí donde surge la advertencia inevitable para los cineastas noveles: una ópera prima extraordinaria puede convertirse en una maldición. Hereditary dejó el listón tan alto que cualquier intento posterior de Ari Aster estaba condenado a ser medido con una vara implacable. El público y la crítica esperan que quien ha demostrado semejante dominio narrativo vuelva a sorprender con igual coherencia y poder emocional. Pero el arte, especialmente el cine, es una carrera de resistencia, no un sprint. La presión por superar un debut magistral puede empujar a los directores a confundir la ambición con la confusión, la originalidad con la rareza, la ruptura de las normas con la ausencia de estructura. Muchos grandes talentos han tropezado en su segundo intento, atrapados entre el deseo de no repetirse y el miedo a decepcionar. Midsommar encarna ese dilema: es la obra de un cineasta que, tras demostrar un control absoluto sobre su historia en su debut, decide liberarse de las reglas que lo hicieron brillante, y en esa liberación pierde el rumbo. El aprendizaje que deja este contraste no solo pertenece a Ari Aster, sino a todos los que se inician en el cine: no basta con dominar la técnica ni con tener una visión singular; hay que sostener esa visión con disciplina narrativa, con humildad ante la historia que se quiere contar. Una gran primera película no garantiza una gran carrera, del mismo modo que un tropiezo no condena a un director al olvido. Pero sí deja una lección clara: el éxito temprano exige una madurez que pocos están preparados para asumir. Mantener la coherencia, el propósito y la honestidad artística después de un triunfo inicial es quizás el reto más difícil para un cineasta. En el caso de Aster, Hereditary seguirá siendo un referente de terror moderno por su precisión, mientras Midsommar quedará como una curiosidad desbordada, un recordatorio de que incluso los autores más talentosos pueden perderse cuando confunden el misterio con el sinsentido. Al final, el arte cinematográfico —como la herencia maldita de sus personajes— exige un equilibrio: entre la ambición y la claridad, entre el símbolo y la trama, entre el impulso creador y la disciplina del relato. Quien olvida esa lección corre el riesgo de que su obra, como el sol interminable de Midsommar, lo consuma sin dejar sombra.