La Guerra de Las Malvinas (1982): cuando Argentina casi gana a Inglaterra

La Guerra de las Malvinas: contexto, desarrollo y consecuencias

El conflicto del Atlántico Sur de 1982, conocido como la Guerra de las Malvinas, no puede comprenderse sin un detenido repaso al contexto histórico mundial y argentino que lo antecede. A nivel internacional, nos situamos en los años finales de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética mantenían una pugna global por la hegemonía política, económica y militar. La década de 1970 había sido testigo de tensiones en Medio Oriente, de la retirada norteamericana de Vietnam y del fortalecimiento de los procesos de descolonización en África y Asia. Gran Bretaña, potencia en declive desde el final de la Segunda Guerra Mundial, aún conservaba enclaves coloniales dispersos por el globo, entre ellos las islas Malvinas, situadas en el Atlántico Sur. El Reino Unido vivía bajo el liderazgo de Margaret Thatcher, una primera ministra de orientación conservadora que enfrentaba un periodo de profunda crisis económica y tensiones sociales internas. En Argentina, el contexto era igualmente convulso. Tras la muerte de Juan Domingo Perón en 1974, el país había entrado en un ciclo de creciente inestabilidad política que culminó en el golpe de Estado de marzo de 1976, instaurando una dictadura militar autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional”. Este régimen, encabezado inicialmente por el general Jorge Rafael Videla y más tarde por una cúpula militar rotativa, basó su legitimidad en la promesa de erradicar la “subversión interna” mediante la represión sistemática de la oposición política, lo que derivó en miles de desaparecidos y un progresivo aislamiento internacional. A comienzos de los años ochenta, sin embargo, la dictadura atravesaba una crisis de legitimidad sin precedentes: la recesión económica, la creciente inflación, el endeudamiento externo y la presión de los organismos internacionales de derechos humanos debilitaban su base de apoyo. En ese escenario, la Junta Militar liderada en 1982 por el general Leopoldo Fortunato Galtieri encontró en la causa de las Malvinas, una reivindicación histórica de la soberanía argentina, un recurso político para desviar la atención de los problemas internos y recuperar popularidad.

Inicio del conflicto

El inicio del conflicto se produjo de manera rápida y sorpresiva. El 2 de abril de 1982, fuerzas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas en una operación bautizada “Rosario”, que tuvo como objetivo desalojar a las autoridades británicas y establecer la presencia militar argentina. La acción, conducida por tropas anfibias y comandos especiales, se ejecutó con relativa facilidad ante la escasa resistencia de la guarnición británica local. Ese mismo día, el gobernador británico Rex Hunt fue expulsado de Puerto Stanley —rebautizado Puerto Argentino— y se izó la bandera argentina. La reacción inicial en Argentina fue de euforia: multitudes salieron a las calles a celebrar lo que percibían como la recuperación de un territorio usurpado desde 1833. La Junta Militar logró, en cuestión de horas, un respaldo popular que no conocía desde hacía años. Sin embargo, el gobierno británico interpretó el desembarco como un acto de agresión inaceptable contra un territorio bajo su administración, y Thatcher decidió responder con firmeza. El Reino Unido conformó de inmediato una “Task Force”, una fuerza de tareas naval de grandes proporciones destinada a recuperar las islas. Estados Unidos, que inicialmente intentó mediar a través del secretario de Estado Alexander Haig, acabó alineándose con Londres debido a la estrecha alianza estratégica con la OTAN y a la necesidad de respaldar a un socio clave en el Atlántico Norte. Así, en pocas semanas, el conflicto que la Junta Argentina había concebido como una operación limitada se transformó en una guerra abierta contra una potencia militar superior, dotada de capacidad tecnológica avanzada y respaldada diplomáticamente por Occidente.

El desarrollo de la guerra mostró con crudeza la asimetría de recursos y preparación entre ambos contendientes, aunque también puso en evidencia episodios de coraje y capacidad de adaptación por parte de las fuerzas argentinas. La Task Force británica, integrada por portaaviones, destructores, fragatas, submarinos nucleares y unidades de apoyo logístico, zarpó desde el Atlántico Norte hacia el sur con el objetivo de establecer un bloqueo y preparar el desembarco. Argentina, por su parte, basaba su estrategia en la aviación y en la defensa terrestre de las islas. El hundimiento del crucero ARA General Belgrano por el submarino nuclear HMS Conqueror, el 2 de mayo, marcó un punto de inflexión en la guerra: no solo supuso la pérdida de más de 300 marinos argentinos, sino que obligó a la flota de superficie a replegarse a puerto, dejando prácticamente todo el peso de la ofensiva argentina en manos de la aviación. Los pilotos de la Fuerza Aérea y de la Aviación Naval protagonizaron ataques de enorme audacia contra la flota británica, hundiendo o dañando gravemente varios buques, pero pagando un altísimo precio en vidas humanas y aeronaves perdidas. La guerra aérea y naval se extendió durante semanas, mientras los británicos desembarcaban tropas en la isla San Carlos el 21 de mayo, iniciando las operaciones terrestres. Allí se libraron combates intensos, como en Goose Green y Monte Longdon, donde las tropas argentinas, muchas de ellas jóvenes conscriptos con escasa preparación y enfrentados a duras condiciones climáticas, resistieron con determinación pero sin poder frenar el avance británico.

La Batalla de Monte Longdon (11–12 de junio de 1982)

En el marco de las operaciones terrestres británicas destinadas a la recuperación de Puerto Argentino (Stanley), la Batalla de Monte Longdon constituye uno de los combates más significativos y sangrientos de la Guerra de las Malvinas. Este monte, situado al noroeste de la capital de las islas, representaba un objetivo estratégico esencial para el avance de las fuerzas británicas. Controlar Longdon permitía dominar las alturas y asegurar un acceso relativamente directo hacia las posiciones defensivas argentinas que protegían Puerto Argentino. La geografía del terreno —una elevación rocosa, con afloramientos graníticos y escasa vegetación, sometida a un clima inclemente de frío, humedad y fuertes vientos— convertía la zona en una posición defensiva natural, ideal para resistir un asalto frontal.

La defensa argentina estuvo a cargo del Regimiento de Infantería Mecanizado N.º 7, integrado en su mayoría por soldados de reemplazo de 18 y 19 años, bajo el mando del teniente coronel Omar Giménez y con posiciones inmediatas dirigidas por jóvenes oficiales y suboficiales. Los defensores habían fortificado la montaña con trincheras, pozos de tirador y posiciones de ametralladoras, además de contar con apoyo de artillería proveniente de otras unidades desplegadas en las cercanías. Pese a la escasa preparación previa y a las dificultades logísticas, los efectivos argentinos se encontraban bien atrincherados y determinados a cumplir la orden de resistir. Del lado británico, la ofensiva recayó sobre el 3er Batallón de Paracaidistas (3 PARA), una unidad profesional altamente entrenada, endurecida en ejercicios de guerra de infantería ligera, al mando del teniente coronel Hew Pike. El ataque se planificó como parte de una serie de operaciones nocturnas simultáneas contra distintos objetivos —incluyendo Wireless Ridge y Dos Hermanas— con la intención de avanzar en varios frentes y quebrar la línea defensiva argentina.

El asalto comenzó en la noche del 11 de junio, bajo cobertura de oscuridad y tras un intenso bombardeo preliminar de artillería y de la fragata HMS Avenger. No obstante, el avance británico se topó rápidamente con la resistencia argentina. Las ametralladoras pesadas FN MAG, emplazadas en posiciones dominantes, infligieron bajas considerables a los paracaidistas en los primeros compases del ataque. El combate, inicialmente planteado como una operación rápida de infiltración, degeneró en una prolongada batalla nocturna cuerpo a cuerpo que se extendió hasta la madrugada del día siguiente. Hubo episodios de extrema violencia: asaltos con bayoneta, uso de granadas de mano en espacios reducidos y choques a corta distancia en los que la disciplina profesional británica se enfrentó a la determinación de los soldados de reemplazo argentinos que, pese a su inexperiencia, ofrecieron una resistencia encarnizada. La geografía del terreno favorecía a los defensores, y la confusión en la oscuridad multiplicó las dificultades de coordinación. Para superar las posiciones argentinas, los británicos se vieron obligados a emplear repetidas cargas frontales, apoyadas por el fuego concentrado de artillería y morteros.

Tras horas de lucha agotadora, hacia la mañana del 12 de junio las fuerzas británicas lograron finalmente consolidar el control de Monte Longdon, aunque con un costo humano significativo. El 3 PARA sufrió 23 muertos y más de 40 heridos, cifras que lo convirtieron en el combate más sangriento para una sola unidad británica en toda la campaña. Del lado argentino, las pérdidas ascendieron a unos 31 muertos, con decenas de heridos y numerosos prisioneros capturados tras la retirada. La relación de bajas reflejó la tenacidad defensiva de los soldados argentinos, que consiguieron retrasar considerablemente el avance británico e infligirle un castigo inesperadamente alto. Desde el punto de vista táctico, la batalla demostró tanto la capacidad de resistencia de tropas jóvenes y escasamente entrenadas como la determinación británica de conquistar a cualquier costo las posiciones clave en torno a Puerto Argentino.

En términos estratégicos, la caída de Monte Longdon tuvo un impacto decisivo. El dominio británico de esa altura y de las colinas adyacentes abrió el camino hacia Wireless Ridge y permitió consolidar el cerco sobre la capital. La resistencia argentina en Longdon, aunque heroica, no logró alterar el desenlace de la campaña, pero sí dejó una huella profunda en la memoria de ambos bandos. Para los británicos, la batalla se convirtió en símbolo de la dureza de la campaña terrestre, recordada por la brutalidad del combate nocturno y por el elevado número de bajas. Para Argentina, Monte Longdon representó la prueba del sacrificio de jóvenes soldados que, pese a su inexperiencia y a las carencias materiales, combatieron con valentía hasta el final. Hoy, la batalla es objeto de estudio en academias militares como ejemplo de las dificultades de un asalto frontal contra posiciones fortificadas, de la importancia del terreno y de la influencia de la moral en el resultado de un enfrentamiento. En la historiografía argentina, se erige como uno de los episodios más emblemáticos de la guerra, donde la resistencia numantina de los soldados de reemplazo contrasta con la maquinaria profesional británica, subrayando la dimensión trágica y heroica de un conflicto que aún resuena en la memoria colectiva nacional.

Final de la guerra

El 14 de junio de 1982, tras semanas de combates y un desgaste creciente, el comandante argentino en las islas, general Mario Benjamín Menéndez, firmó la rendición en Puerto Argentino. La guerra había durado apenas 74 días, pero dejó un saldo de 649 argentinos y 255 británicos muertos, además de cientos de heridos y prisioneros.

Consecuencias

Las consecuencias del conflicto para Argentina fueron profundas y marcaron un punto de inflexión en la historia contemporánea del país. En el plano político, la derrota selló el destino de la dictadura militar, acelerando su derrumbe. El aura de legitimidad que la Junta había buscado recuperar con la “gesta” de Malvinas se evaporó con la rendición, y el desprestigio de las Fuerzas Armadas fue total. La sociedad argentina, que había salido a las calles a celebrar el desembarco de abril, reaccionó con frustración y desengaño al conocer la magnitud de la derrota y el sufrimiento de los soldados. En menos de un año, el régimen se vio obligado a convocar elecciones libres, celebradas en octubre de 1983, que consagraron a Raúl Alfonsín como presidente democrático. Desde un punto de vista militar, el conflicto puso de relieve las deficiencias estructurales de las Fuerzas Armadas argentinas en cuanto a equipamiento, doctrina y conducción estratégica, contrastando con la capacidad logística y tecnológica británica. En el plano internacional, la guerra fortaleció la posición de Thatcher en el Reino Unido, permitiéndole consolidar su liderazgo político y reimpulsar la moral nacional en un momento de crisis económica. Para Argentina, en cambio, el aislamiento diplomático se profundizó, aunque la reivindicación de soberanía sobre las islas se mantuvo como política de Estado y se transformó en un símbolo de identidad nacional que aún persiste. Más allá de la derrota, Malvinas quedó inscrita en la memoria colectiva argentina como una causa irrenunciable, cargada de significados políticos, históricos y emocionales. La guerra, breve pero intensa, dejó cicatrices en toda una generación de excombatientes que debieron afrontar no solo el trauma del campo de batalla, sino también el abandono institucional en los años posteriores. Así, el conflicto de 1982 se erige como un hito que condensó el final de la dictadura, el inicio de la transición democrática y la reafirmación de una demanda de soberanía que, hasta hoy, constituye un núcleo de la política exterior argentina.

En cualquier caso, no cabe duda que Las Malvinas son parte de Argentina, y el colonialismo en el S.XXI no debería tener cabida.