Irena Gut-Opdyke: Catolicismo contra barbarie

En ocasiones, una persona puede marcar la diferencia entre la barbarie y la humanidad más absoluta. Esta es la historia de Irena Gut-Opdyke, una mujer que contrapuso el humanismo católico a la barbarie materialista nazi. Veamos como fue.

I. Un mundo en ruinas: el contexto histórico

Irena Gut-Opdyke
El destino de Irena Gut-Opdyke no puede entenderse sin atender a la devastadora encrucijada en la que se encontraba Polonia en 1939. Situada en el corazón de Europa, atrapada entre dos potencias expansionistas —la Alemania nazi por el oeste y la Unión Soviética estalinista por el este—, Polonia fue el primer país en experimentar lo que después se conocería como la “guerra total”: no solo combates militares, sino la aniquilación sistemática de sus estructuras estatales, sociales y culturales. Cuando Hitler ordenó la invasión del 1 de septiembre de 1939, lo hizo convencido de que la aniquilación de Polonia era el primer paso para construir su “espacio vital” en el Este. Apenas dos semanas después, el 17 de septiembre, el Ejército Rojo atravesó la frontera oriental en virtud del pacto secreto Ribbentrop-Mólotov. El país quedó desmembrado y sometido a una brutal ocupación doble. El nazismo impuso un régimen de terror en el que los judíos fueron confinados en guetos, los intelectuales y líderes comunitarios asesinados, y la población polaca reducida a mano de obra esclava. Los soviéticos, por su parte, deportaron a cientos de miles de polacos a Siberia y Asia Central, con la misma intención de borrar toda resistencia nacional.

En ese marco caótico vivió su juventud Irena Gut, nacida en 1922 en Kozienice, una pequeña localidad polaca. Era la mayor de cinco hijas de una familia católica devota. Su adolescencia se vio marcada por la ilusión de estudiar enfermería, una profesión que representaba para ella tanto un llamado ético como una posibilidad de independencia en un país donde la situación de las mujeres comenzaba a transformarse. Tenía apenas diecisiete años cuando estalló la guerra: la invasión alemana la sorprendió en plena formación médica y, como a millones de polacos, la sumió en una vorágine de violencia, incertidumbre y supervivencia. La Polonia que Irena conocía —una nación independiente apenas restituida tras la Primera Guerra Mundial, orgullosa de su identidad cultural— quedó pulverizada en cuestión de semanas. Para los jóvenes de su generación, la vida se convirtió en un torbellino de huida, deportación, trabajos forzados y, en el caso de quienes se atrevieron a resistir, un continuo juego con la muerte. Fue en ese contexto donde se forjó el carácter de Irena y donde germinó la promesa que definiría su vida.

II. El tiempo del horror: la Segunda Guerra Mundial y la promesa

Familia salvada por Irena
Tras la ocupación, Irena fue obligada a trabajar para los alemanes. Pasó por distintas tareas hasta convertirse en ama de llaves en la residencia del mayor Eduard Rügemer, oficial de la Wehrmacht destacado en la ciudad de Tarnopol. La guerra ya había alcanzado su momento más cruel: los judíos eran conducidos a los campos de exterminio, los guetos ardían en deportaciones masivas y las ejecuciones sumarias se habían convertido en rutina. Irena, como polaca católica, no era objetivo directo del genocidio, pero vivía bajo la amenaza permanente de ser castigada por el más mínimo acto de desobediencia. Fue entonces cuando, en medio de aquel abismo, tomó una decisión que parecía imposible: esconder a un grupo de doce judíos —hombres, mujeres y niños— en el sótano y las dependencias de la misma villa donde servía al mayor alemán.

El riesgo era absoluto. Bastaba una mirada indiscreta, un paso en falso, un rumor, para que tanto ella como los refugiados fueran ejecutados en el acto. Sin embargo, Irena convirtió la casa del enemigo en un refugio clandestino. Aprendió a medir cada sonido, a anticipar cada movimiento de su patrón, a inventar excusas para justificar ruidos o sombras. Alimentaba a sus protegidos con las sobras de la mesa alemana, desviaba suministros, y les dio un espacio donde conservar la esperanza. Para sostener aquella promesa necesitó no solo astucia sino también una férrea voluntad moral: asumía que cualquier día podía ser el último. Una de las escenas más recordadas de su relato es la ocasión en que un niño lloró demasiado fuerte mientras Rügemer estaba cerca: en lugar de ceder al pánico, Irena improvisó un ruido para disimular, salvando a todos.

Con el tiempo, la situación se volvió aún más precaria. El oficial alemán descubrió el secreto. Sin embargo, en lugar de denunciarla, aceptó mantener el silencio a cambio de que Irena se convirtiera en su amante forzada. Este aspecto de su vida, doloroso y complejo, muestra hasta qué punto el cuerpo de las mujeres se convirtió en un campo de batalla en la guerra. Irena aceptó la humillación porque entendió que su sacrificio personal garantizaba la supervivencia de quienes había jurado proteger. Aquella promesa —“no os dejaré morir”— se convirtió en el eje de su vida. Los doce judíos lograron sobrevivir gracias a ella. En una Polonia donde ayudar a un judío podía significar la muerte inmediata, su acto de resistencia fue extraordinario.

III. El nuevo yugo: la llegada de los soviéticos y las heridas del exilio

El final de la guerra no trajo a Irena la paz que podría haberse esperado. Cuando el Ejército Rojo avanzó hacia el oeste en 1944 y 1945, expulsando a los nazis, muchos polacos recibieron a los soviéticos como libertadores momentáneos. Pronto se dieron cuenta de que se trataba de un nuevo tipo de opresión. Para Stalin, Polonia no era una nación soberana que había sufrido heroicamente, sino un territorio estratégico que debía ser incorporado a la órbita comunista. Los años de posguerra estuvieron marcados por purgas políticas, persecución a la resistencia no comunista y un sistema represivo que vigilaba cada aspecto de la vida cotidiana.

Irena no escapó a esa nueva pesadilla. Al haber trabajado en la casa de un oficial alemán, aunque lo hubiera hecho contra su voluntad, era sospechosa para los soviéticos. Aún más, su catolicismo y sus conexiones con familias judías sobrevivientes la colocaban en una situación ambigua. Ante el riesgo de represalias, decidió abandonar su país. Como millones de desplazados europeos, emprendió el difícil camino del exilio. Pasó un tiempo en campos para personas desplazadas en Alemania, donde trabajó como enfermera y conoció historias de otras víctimas del nazismo. Fue allí donde comenzó a pensar que su futuro no podía estar en una Polonia que ya no le pertenecía.

En los años siguientes emigró primero a Italia y después a Estados Unidos, como parte de las olas de refugiados que buscaban rehacer sus vidas al otro lado del Atlántico. Llegó a Nueva York con poco más que su memoria y el peso de lo vivido. Como muchos inmigrantes, enfrentó la precariedad inicial, el desconocimiento del idioma, los trabajos humildes. Sin embargo, su formación como enfermera le permitió insertarse en la sociedad norteamericana, y poco a poco fue reconstruyendo una existencia estable. La Guerra Fría transformó su historia personal en un símbolo mayor: para Occidente, encarnaba la resistencia tanto al nazismo como al estalinismo, dos totalitarismos que habían destruido su país. Pero a nivel íntimo, cargaba con las cicatrices invisibles de la violencia sufrida y el recuerdo constante de las vidas que había salvado.

IV. Memoria, reconocimiento y últimos años


Durante décadas, Irena guardó silencio. Como muchos supervivientes y testigos, eligió no hablar de los horrores que había visto ni de los sacrificios a los que se había sometido. La vida cotidiana en Estados Unidos —trabajar, formar una familia, integrarse— la mantuvo ocupada. Sin embargo, en los años ochenta, cuando sus hijas crecieron y el clima cultural cambió, decidió contar su historia. El movimiento de recuperación de la memoria del Holocausto, impulsado por sobrevivientes y por instituciones judías, encontró en su testimonio una pieza valiosa. En 1982, Yad Vashem, en Jerusalén, la reconoció oficialmente como Justa entre las Naciones, el título que Israel concede a quienes arriesgaron su vida para salvar judíos durante la Shoá. Ese reconocimiento internacional abrió un nuevo capítulo en su vida: pasó de ser una inmigrante anónima a una figura pública que hablaba en escuelas, universidades y foros sobre la importancia de la compasión y la valentía.

En 1999 publicó sus memorias, In My Hands: Memories of a Holocaust Rescuer, escritas junto a Jennifer Armstrong. El libro tuvo gran difusión y permitió que nuevas generaciones conocieran su historia. En él relataba con crudeza y sensibilidad no solo los hechos heroicos, sino también las contradicciones, los miedos y las renuncias íntimas. Era un testimonio donde la épica se mezclaba con la vulnerabilidad humana. La publicación coincidió con un tiempo de renovado interés en la memoria del Holocausto, lo que consolidó su lugar en el panteón de los héroes civiles de la Segunda Guerra Mundial.

En sus últimos años, Irena se convirtió en conferencista habitual. Recorría colegios y comunidades explicando que su mensaje no era de odio contra nadie, sino de responsabilidad personal: “cuando alguien sufre frente a ti, no puedes permanecer indiferente”. Falleció en 2003, a los 81 años, en California. Para entonces había visto cómo su vida se transformaba en símbolo y en enseñanza. El legado de Irena Gut-Opdyke no es solo el de los doce judíos que sobrevivieron gracias a ella, sino también el de millones de personas que, al escuchar su relato, comprendieron que incluso en los momentos más oscuros es posible elegir la humanidad. Su historia recuerda que la historia del siglo XX no fue únicamente la de los verdugos, sino también la de quienes, desde su fragilidad, se atrevieron a decir no. En 2023 se estrenó una película narrado los hechos que protagonizó durante la ocupación alemana de Polonia.