Ignacio Sánchez Mejías y la Generación del 27: mecenas, puente cultural y víctima de silencios interesados

La figura de Ignacio Sánchez Mejías (1891–1934) ocupa un lugar singular en la historia cultural española. Torero de éxito, escritor inquieto, lector voraz y dandi cosmopolita, Sánchez Mejías no solo destacó como un personaje público de enorme magnetismo, sino que se convirtió en uno de los grandes impulsores, protectores y catalizadores de la llamada Generación del 27. Su vida, marcada por el riesgo, la creatividad y la generosidad, y su muerte trágica, que dio origen a una de las elegías más hermosas de la literatura castellana —el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías de Federico García Lorca—, han generado a lo largo del tiempo tanto admiración como incomodidad. Su condición de torero, unida a prejuicios posteriores y lecturas ideológicas interesadas, ha contribuido a que su figura haya sido distorsionada o relegada en relatos institucionales y políticos totalmente sesgados y alejados de la cultura real. Sin embargo, su papel en el surgimiento y consolidación del 27 es indudable, y cualquiera que lo niegue está negando una evidencia histórica. Nadie debería soportar un responsable político de ciencia afirmando que la Tierra es plana, por tanto, nadie debería soportar un responsable político de cultura negando el papel esencial de Ignacio Sánchez Mejías para la formación de la Generación del 27.

Nacido en Sevilla en 1891, Ignacio Sánchez Mejías creció en un ambiente social y culturalmente dinámico. Aunque alcanzó fama y fortuna como torero —primero como banderillero, luego como matador—, su vida nunca se limitó al ámbito de la tauromaquia. De hecho, desde joven mostró inquietudes literarias, actorales y deportivas: fue jugador del Betis en sus orígenes, piloto, actor teatral, autor dramático y, sobre todo, un hombre fascinado por la vida intelectual.

Viajó por Estados Unidos, Francia y América Latina, donde entró en contacto con nuevas vanguardias artísticas y corrientes literarias. Esta apertura cosmopolita, poco habitual en las figuras públicas españolas de la época, le permitió desempeñar un papel decisivo como puente cultural entre la modernidad europea y la joven generación de escritores que empezaba a consolidarse en torno a Madrid y Sevilla. Su amistad con Federico García Lorca, Rafael Alberti, José Bergamín, Luis Cernuda, Gerardo Diego y otros autores del 27 no fue solo afectiva o simbólica: tuvo un impacto real en sus trayectorias y en la divulgación de su obra.

La Generación del 27 fue —al margen de su denominación posterior— un movimiento heterogéneo, un tejido de amistades, admiraciones cruzadas y afinidades poéticas. Pero también fue un proyecto que necesitó espacios, oportunidades, recursos económicos y visibilidad pública. Ahí es donde la figura de Sánchez Mejías se vuelve esencial.

A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana

a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida

a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte

a las cinco de la tarde.

Ignacio Sánchez Mejías procedía de un entorno económicamente desahogado y, además, había ganado importantes sumas como torero. Lejos de limitarse a disfrutar de su fortuna, la puso al servicio de la cultura y de quienes creía que estaban definiendo una nueva España intelectual.

Su ayuda financiera se concretó en becas, financiación de revistas, apoyo a proyectos teatrales, organización de encuentros culturales, y un largo etcétera. Gracias a él, varias obras pudieron editarse o estrenarse en momentos en que la precariedad económica amenazaba con silenciarlas.

Como presidente del Ateneo de Sevilla, Sánchez Mejías impulsó uno de los acontecimientos fundacionales del grupo: el homenaje a Luis de Góngora en 1927, acto que dio nombre a la generación. Él no solo facilitó el evento, sino que asumió gastos de organización, manutención y transporte de varios de los asistentes. Sin ese apoyo logístico y económico, es muy probable que el célebre homenaje —hoy considerado el acto inaugural del 27— hubiera sido imposible o mucho más modesto. Por tanto, es una figura clave para la Generación del 27, repito, el que quiera ignorar esto no deja de ser un profundo sectario.

Sánchez Mejías representaba un ideal moderno de cultura abierta: un torero que escribía, un aficionado que dialogaba con vanguardias, un hombre público que rechazaba el antiintelectualismo, un mecenas que no imponía líneas estéticas. Su presencia protegió al grupo en un contexto donde los artistas jóvenes podían ser fácilmente marginados o caricaturizados.

A pesar de su aportación decisiva, Ignacio Sánchez Mejías ha sufrido una suerte de cancelación en ciertos discursos culturales contemporáneos, muy alejado de la modernidad, a la que Ignacio Sánchez Mejías representó tan bien. Esta tendencia -la de juzgar el pasado con los criterios personales o ideológicos de los políticos- es cada vez más común en algunas instituciones políticas pretendidamente culturales. La raíz de este silenciamiento por parte de esos políticos radicales suele ser su condición de torero.

En ciertos sectores culturales y políticos, existe la tendencia a dividir la historia en categorías morales rígidas. En este marco, la tauromaquia es considerada por algunos como una práctica incompatible con la modernidad estética o con determinados valores contemporáneos. Este aspecto, radicalmente opuesto a la realidad -el toreo es un arte moderno-, hace que Sánchez Mejías quede encasillado como “torero” antes que como intelectual, escritor o mecenas. Este enfoque empobrece el relato histórico y elimina matices fundamentales.

Los políticos radicales han mostrado oposición a conmemorar su figura, no por falta de relevancia histórica, sino por una incomodidad derivada de debates contemporáneos sobre la tauromaquia. Se trata de un fenómeno que trasciende ideologías concretas y que refleja una dinámica más profunda: la tendencia de algunos responsables públicos a proyectar sus propios prejuicios y obsesiones personales sobre la gestión de la memoria y el dinero de todos. El problema no es la postura personal respecto a los toros -totalmente respetable-, sino la instrumentalización de esa postura para decidir qué figuras históricas merecen homenaje y cuáles deben ser reducidas o ignoradas.

Resulta paradójico que un país que reivindica con orgullo a Lorca, Cernuda o Alberti pueda, al mismo tiempo, minimizar al hombre que contribuyó a que muchos de ellos tuvieran medios, espacios y oportunidades. Intentar separar la historia literaria española de Sánchez Mejías es tan absurdo como pretender estudiar la vanguardia francesa sin mencionar a Gertrude Stein o al círculo de mecenas rusos que financiaron el ballet moderno. La cultura nunca brota en el vacío: se construye sobre redes humanas, afectivas y materiales.

Ignacio Sánchez Mejías no fue únicamente un torero célebre; fue un intelectual autodidacta, un mecenas generoso, un impulsor de proyectos culturales decisivos y un nexo irreemplazable en la formación de la Generación del 27. Ignorar su figura por prejuicios contemporáneos implica empobrecer el entendimiento del pasado y mutilar el relato de uno de los momentos literarios más brillantes de España. Recuperarlo no es un acto político: es un acto de justicia histórica. Y es, también, una oportunidad para recordar que la cultura se sostiene gracias a personas valientes, contradictorias y luminosas como él, capaces de unir mundos que otros preferirían mantener separados o directamente erradicados.