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James Cook y la construcción del mito: historia y muerte en Hawái
La figura del capitán James Cook (1728–1779) ocupa un lugar central en la historia de la exploración moderna y en la expansión imperial británica del siglo XVIII. Nacido en el norte de Inglaterra, en el seno de una familia campesina de origen modesto, Cook se formó como marinero en los barcos mercantes que comerciaban en el mar del Norte y más tarde ingresó en la Royal Navy durante la guerra de los Siete Años. Su talento para la cartografía y la navegación astronómica le permitió ascender rápidamente y destacar en el levantamiento topográfico de las costas de Terranova. A partir de 1768, bajo el patrocinio de la Royal Society y del Almirantazgo británico, emprendió una serie de tres viajes al Pacífico que combinaban intereses científicos, geográficos y políticos. En ellos se entrelazaron los ideales ilustrados del conocimiento universal con los objetivos estratégicos de la expansión colonial. Cook representó la figura del navegante racional, el “hombre de ciencia” que mapea el mundo desconocido, pero también el agente del imperialismo que toma posesión de tierras en nombre de Su Majestad. Sus viajes produjeron un enorme impacto en Europa, no solo por la precisión de sus cartas náuticas y los descubrimientos geográficos —el trazado definitivo de Nueva Zelanda, la costa este de Australia y el paso hacia el Ártico—, sino también por el encuentro con múltiples sociedades del Pacífico, desde Tahití hasta las Marquesas, Tonga y finalmente Hawái. Sin embargo, la misma curiosidad científica que lo llevó a abrir rutas y recopilar saberes también lo condujo al conflicto: Cook fue asesinado en 1779 durante su tercer viaje, en un episodio que pronto se convertiría en uno de los más discutidos de la historia de los contactos culturales entre Europa y Oceanía.
El encuentro de Cook con las islas Hawái constituye un momento paradigmático del choque —y malentendido— entre mundos. Durante su tercer viaje (1776–1779), cuyo objetivo principal era encontrar el llamado paso del Noroeste que conectara el Pacífico con el Atlántico por el norte de América, Cook exploró la costa de América del Norte hasta Alaska, pero antes realizó una escala en el archipiélago hawaiano. En enero de 1778 avistó por primera vez las islas, que él bautizó como Sandwich Islands en honor al conde de Sandwich, primer lord del Almirantazgo. Fue el primer europeo en establecer contacto documentado con el pueblo hawaiano. En su primera estancia, Cook y su tripulación fueron recibidos con hospitalidad: intercambiaron alimentos, obsequios y conocimientos. Un año más tarde, en noviembre de 1778, regresó a la isla de Hawai‘i, anclando en la bahía de Kealakekua. Coincidentemente, su llegada se produjo durante las festividades del Makahiki, un período anual de celebración y paz consagrado al dios Lono, asociado con la fertilidad, la agricultura y los ciclos de renovación. El contexto ritual de este festival, junto con las características visuales de los barcos —sus velas blancas recordaban los estandartes sagrados del dios— y la ruta por la que llegaron —la misma por la que, según la tradición, Lono recorría la isla—, llevaron a algunos de los primeros cronistas europeos a afirmar que los hawaianos habían confundido a Cook con la encarnación de ese dios. Esta interpretación fue reforzada posteriormente por los relatos de los propios oficiales británicos, que intentaban dar sentido a la aparente veneración con que los isleños trataron a su capitán. Sin embargo, cuando Cook regresó a Kealakekua en febrero de 1779, tras haberse marchado unas semanas antes, la situación había cambiado drásticamente: el Makahiki había concluido, las normas de hospitalidad habían dado paso a las de conflicto, y las tensiones entre los marinos y los locales se habían agudizado por hurtos y abusos. En un intento de imponer autoridad, Cook ordenó tomar como rehén al jefe supremo Kalaniʻōpuʻu para forzar la devolución de un bote robado. El plan salió mal: una multitud se congregó en la playa, se produjo un forcejeo y el propio Cook fue golpeado y apuñalado hasta morir el 14 de febrero de 1779. Su cuerpo fue tratado según los rituales tradicionales de guerra —desmembrado y parcialmente devuelto a los británicos—, gesto que fue interpretado erróneamente por los europeos como un acto de barbarie, cuando en realidad respondía a prácticas funerarias nobles. Así, el episodio de Kealakekua Bay condensó el drama del encuentro colonial: la incomprensión mutua, la ruptura del equilibrio simbólico y el fin trágico del explorador ilustrado.
El debate historiográfico y antropológico en torno a la muerte de Cook alcanzó gran intensidad en el siglo XX, especialmente tras la publicación de Islands of History (1985) de Marshall Sahlins y The Apotheosis of Captain Cook (1992) de Gananath Obeyesekere. Ambos autores, provenientes de tradiciones intelectuales distintas —el primero un antropólogo estructuralista norteamericano, el segundo un antropólogo cingalés de orientación hermenéutica y poscolonial—, ofrecieron interpretaciones radicalmente opuestas del mismo acontecimiento. Para Sahlins, la conducta de los hawaianos no puede entenderse sin considerar su cosmología simbólica: Cook fue recibido, tratado y finalmente sacrificado dentro de un esquema ritual coherente con las creencias de esa sociedad. Según su lectura, los hawaianos interpretaron la llegada del navegante durante el Makahiki como el retorno cíclico del dios Lono, cuya presencia simbolizaba el orden de la fertilidad y la paz; su partida y posterior regreso, fuera ya del tiempo ritual, habría quebrado el equilibrio cósmico y precipitado su muerte como acto necesario para restaurar el orden. En esta visión, la muerte de Cook no fue un simple asesinato o accidente histórico, sino un acto cargado de sentido religioso. Obeyesekere, en cambio, cuestionó de raíz esta interpretación. En The Apotheosis of Captain Cook, argumentó que la idea de que los hawaianos “divinizaron” a Cook es en realidad un mito europeo fabricado por los propios marinos británicos y perpetuado por una antropología colonial que tiende a ver a los pueblos indígenas como prisioneros de sus mitos. Para él, los hawaianos eran actores racionales que comprendieron perfectamente que Cook era un ser humano, un jefe extranjero poderoso, y que su muerte fue resultado de un conflicto político y material, no de un sacrificio ritual. Obeyesekere acusa a Sahlins de reproducir una mirada arcaica: convertir a los hawaianos en seres arcaicos que interpretan todo acontecimiento a través de mitos divinos. Sahlins, por su parte, replicó que negar la racionalidad de la cosmología indígena era otra forma de etnocentrismo: una negación del pensamiento simbólico no occidental. Este debate trascendió el caso histórico y se convirtió en una controversia teórica sobre la naturaleza de la racionalidad, el poder interpretativo de las culturas y los límites del conocimiento antropológico. En última instancia, enfrentaba dos visiones del ser humano: la que entiende las acciones sociales como inscritas en estructuras simbólicas universales, y la que las concibe como estrategias racionales condicionadas por contextos históricos y relaciones de poder coloniales.
La muerte del capitán Cook, así, continúa siendo un espejo donde se reflejan las tensiones entre historia, mito y poder. Desde un punto de vista histórico, su biografía resume la paradoja de la Ilustración europea: la expansión del conocimiento científico y geográfico se acompañó de la expansión del dominio imperial, y el ideal del explorador civilizado ocultó a menudo una violencia estructural. Desde una perspectiva cultural, su muerte ilustra la fragilidad del encuentro entre mundos radicalmente distintos y la tendencia de cada parte a interpretar a la otra desde sus propios códigos simbólicos. El debate entre Sahlins y Obeyesekere nos recuerda que los hechos históricos no son solo sucesos, sino también construcciones narrativas: el modo en que una cultura los cuenta revela sus propias obsesiones y límites. Quizás, más allá de si los hawaianos vieron o no a Cook como un dios, lo esencial sea reconocer que ambos mundos se interpretaron mutuamente en los términos que les eran posibles. Para los hawaianos, su llegada coincidió con un tiempo sagrado y exigía una respuesta ritual; para los europeos, su muerte solo podía explicarse mediante la traición o la idolatría. Entre ambos extremos se tejió un mito que ha sobrevivido más de dos siglos, porque encarna la pregunta por el encuentro intercultural: ¿qué ocurre cuando dos cosmovisiones se cruzan sin un lenguaje común? Hoy, en la era poscolonial, Cook representa tanto la curiosidad científica como la arrogancia del poder. Su muerte en Kealakekua Bay no fue el fin del explorador ilustrado, sino el comienzo de una reflexión sobre la diferencia cultural y la violencia epistémica. En última instancia, el “apoteosis” de Cook no se produjo en los templos de Lono, sino en los relatos europeos que lo elevaron a mártir del progreso. Frente a esa mitología, la antropología contemporánea invita a una lectura más humilde: la de dos mundos que, al encontrarse, no pudieron reconocerse del todo.