Voces de Chernóbil (1997) de Svetlana Alexievich: la literatura como polifonía del dolor

Svetlana Alexievich nació en 1948 en la ciudad de Stanislav, entonces parte de la Unión Soviética y hoy territorio ucraniano. Hija de un militar bielorruso y de una maestra ucraniana, creció en un entorno marcado por la herencia de la guerra y la dura disciplina soviética. Desde temprano se orientó hacia el periodismo, pero siempre entendió que la crónica podía trascender la inmediatez de la noticia y transformarse en una forma de literatura coral, en la que las voces anónimas de los testigos levantan un monumento mucho más perdurable que la fría estadística. A lo largo de su carrera, Alexievich ha dedicado su obra a construir lo que ella misma denomina “una historia emocional de la Unión Soviética”, recogiendo testimonios de guerras, catástrofes y transiciones que han marcado el destino de millones de personas. En 2015 recibió el Premio Nobel de Literatura precisamente por esta labor: la de haber creado una literatura polifónica, tejida con múltiples voces que conforman un tapiz de memoria y sufrimiento.

Dentro de esa obra coral, Voces de Chernóbil (publicada en 1997 y reeditada en múltiples lenguas) ocupa un lugar central. El libro se propone como una exploración de la catástrofe nuclear de 1986, pero lo que encontramos en sus páginas va mucho más allá de un documento histórico. No se trata de una cronología del desastre ni de un estudio técnico sobre las consecuencias de la radiación: lo que Alexievich ofrece es la reconstrucción íntima de un trauma colectivo a través de los relatos de quienes lo vivieron en carne propia. Hombres y mujeres que fueron bomberos, liquidadores, campesinos, científicos, madres y huérfanos hablan en primera persona, y esas voces, puestas en sucesión, conforman una sinfonía de la desolación y del coraje humano.

La estructura de la obra es deliberadamente fragmentaria. Alexievich se aparta de la narración lineal para dar paso a un mosaico de monólogos que van componiendo un relato coral. Cada testimonio tiene un tono distinto: algunos irradian ternura, otros son desgarradores; unos miran hacia el pasado con nostalgia, otros con amargura. En ese vaivén de voces, el lector se convierte en un oyente de una gran asamblea donde nadie grita, pero todos reclaman ser escuchados. La autora interviene lo mínimo posible: su mano es la de quien organiza, selecciona y depura, pero jamás eclipsa a quienes hablan. Esa humildad es parte esencial de la fuerza del libro.

Desde las primeras páginas, la lectura confronta al lector con la magnitud del horror. El relato de una joven esposa de un bombero que atendió el incendio inicial en la central —un hombre que murió de forma terrible poco después bajo los efectos de la radiación— abre el libro con un tono casi íntimo, amoroso, que se transforma en una elegía imposible. El dolor se presenta sin adornos, con un lirismo que no proviene de la prosa de la autora, sino de la experiencia vivida por sus personajes reales. Este gesto es fundamental: Alexievich no embellece el sufrimiento, sino que lo muestra en su desnudez, confiando en la fuerza de la palabra de los testigos. A partir de aquí, el libro te atrapa, la humanidad que desprende en cada línea, en cada párrafo, es brutal.

Uno de los grandes logros de Voces de Chernóbil es su capacidad para trascender lo puramente testimonial y alcanzar la dimensión de obra literaria. No es solo un archivo de memorias; es también un libro escrito con una cadencia, una disposición y un ritmo que lo acercan a la poesía. La reiteración de ciertas imágenes —la tierra contaminada, los animales sacrificados, las casas abandonadas— actúa como un coro trágico que resuena a lo largo de todo el texto. El lector no solo recibe información: se ve sumido en un estado de escucha, casi como si asistiera a una liturgia de la memoria. En ese sentido, la obra se inscribe en la mejor tradición de la literatura testimonial, junto a autores como Primo Levi o Jorge Semprún, pero con una voz propia que privilegia lo individual sobre lo colectivo.

Es imposible leer este libro sin preguntarse por el papel de la memoria frente al olvido. La Unión Soviética intentó en un principio silenciar y minimizar el desastre, reducirlo a cifras, ocultar su impacto real. Frente a eso, Alexievich levanta un archivo vivo de voces que se niegan a desaparecer. Los testimonios hablan no solo del dolor físico y la enfermedad, sino también de la devastación espiritual: la pérdida de confianza en la ciencia, en el Estado, en el futuro mismo. Chernóbil no fue solo una catástrofe ambiental, fue también una quiebra moral y existencial, y el libro captura esa fractura con crudeza. En realidad, fue el principio del fin de la URSS.

¿A quién puede interesar Voces de Chernóbil? En realidad, a cualquiera que busque en la literatura algo más que evasión. Es un libro incómodo, duro, pero necesario. Para el lector interesado en la historia contemporánea, ofrece un retrato humano de una tragedia que aún sigue teniendo consecuencias en Europa del Este. Para quien se acerque desde el interés literario, el libro revela cómo el periodismo puede transformarse en arte, cómo las voces anónimas, cuando son escuchadas con respeto y organizadas con sensibilidad, pueden producir un efecto estético y emocional tan poderoso como la mejor ficción.

La calidad literaria de la obra radica, paradójicamente, en su renuncia a lo ornamental. Alexievich no escribe frases grandilocuentes: permite que la grandeza —o la miseria— se manifieste en la palabra del otro. Su trabajo consiste en crear un espacio donde esas voces puedan desplegarse con autenticidad. El resultado es una prosa limpia, contenida, que se apoya en la repetición, en la yuxtaposición de testimonios y en la potencia de lo no dicho. Esa economía de recursos produce un impacto mayor que cualquier artificio estilístico. No es una obra recargada, deja espacio al lector para completar los sentimientos que desprenden los protagonistas.

En un mundo que a menudo nos satura con información fugaz y superficial, Voces de Chernóbil nos recuerda que escuchar de verdad a los otros puede ser un acto transformador. La literatura, en este caso, no es un refugio sino una confrontación: nos enfrenta a lo que preferiríamos no ver, nos obliga a convivir con la incomodidad del dolor ajeno. Pero, al mismo tiempo, nos abre a una experiencia de humanidad compartida que ninguna estadística podría transmitir.

Leer este libro es, en última instancia, un acto de memoria y de responsabilidad. Alexievich nos muestra que la historia no se reduce a los discursos oficiales ni a los números, sino que está hecha de voces, de relatos pequeños y enormes al mismo tiempo. Al escucharlos, comprendemos que Chernóbil no es solo un episodio del pasado, sino un recordatorio de la fragilidad humana y de los riesgos que conlleva el progreso tecnológico cuando no se acompaña de ética y de cuidado.

Voces de Chernóbil no se olvida fácilmente. Sus páginas persisten en la mente del lector como ecos que regresan una y otra vez. Es un libro que se lee con un nudo en la garganta, pero también con gratitud hacia quienes tuvieron el valor de hablar y hacia la autora que supo darles espacio. En esa intersección entre periodismo, literatura y memoria, Svetlana Alexievich construyó una obra que no solo merece ser leída, sino que debe ser leída y recordada para siempre.