La ecotoxicología: ciencia de los efectos de los contaminantes en los ecosistemas

La segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por una creciente toma de conciencia acerca de los impactos ambientales de la actividad humana. Tras décadas de confianza en el progreso químico y tecnológico —con símbolos tan notorios como el DDT o los PCB— comenzaron a aparecer pruebas irrefutables de que muchos de esos compuestos, pensados para mejorar la agricultura, la industria o la salud, tenían efectos indeseados y persistentes en el medio natural. Se acumulaban informes sobre la disminución de aves rapaces por pesticidas, la contaminación de ríos y lagos por metales pesados, y la presencia de residuos industriales en cadenas tróficas completas. En este contexto emergió la necesidad de una disciplina que superase la visión tradicional de la toxicología —centrada en la salud humana y en organismos individuales— y que ampliara el análisis a poblaciones, comunidades y ecosistemas enteros. Fue entonces cuando el toxicólogo francés René Truhaut (1909-1994), profesor de la Facultad de Farmacia de París y figura clave en la toxicología del siglo XX, propuso en 1977 un término para esa nueva ciencia: ecotoxicología. En un artículo publicado en Environmental Health Perspectives, Truhaut definió el campo de la siguiente manera: “La ecotoxicología puede definirse como la rama de la toxicología que se ocupa del estudio de los efectos de los agentes tóxicos sobre los constituyentes de los ecosistemas, animales (incluido el ser humano), vegetales y microorganismos, en un contexto integrado, con el fin de proteger la naturaleza y la biosfera en su conjunto”. Esta formulación pionera condensaba una visión novedosa: dejar de analizar contaminantes solo desde la perspectiva biomédica y empezar a abordarlos en su dimensión ecológica.

Aunque Truhaut fue el primero en acuñar el término y en ofrecer una definición sistemática, su propuesta no surgió de la nada. Desde los años sesenta, la ciencia ya estaba siendo sacudida por denuncias como las de Rachel Carson en Primavera silenciosa (1962), que mostraban cómo los pesticidas alteraban los equilibrios ecológicos de manera silenciosa pero devastadora. Además, biólogos y toxicólogos en distintos países llevaban años acumulando pruebas sobre la persistencia, biomagnificación y transporte global de contaminantes. Lo que hacía Truhaut en 1977 era, en realidad, darle un marco conceptual y una identidad disciplinar a un campo de investigación en plena gestación. La elección del prefijo eco- no era casual: establecía explícitamente el vínculo con la ecología, subrayando que ya no se trataba solo de medir dosis letales en organismos de laboratorio, sino de comprender efectos acumulativos y sinérgicos sobre redes tróficas, poblaciones y ciclos biogeoquímicos. La ecotoxicología nacía así como una ciencia “puente”, entre la toxicología clásica y la ecología de sistemas, capaz de atender a la complejidad de los problemas ambientales que comenzaban a reconocerse a escala planetaria.

La consolidación de la ecotoxicología en las décadas posteriores fue vertiginosa. A partir de la definición de Truhaut, se establecieron protocolos internacionales para evaluar el impacto de sustancias químicas en organismos no humanos, desde peces hasta lombrices, abejas o algas. Se desarrollaron conceptos clave como bioconcentración, bioacumulación y biomagnificación, fundamentales para entender por qué compuestos como el mercurio o el DDT terminaban alcanzando altas concentraciones en depredadores superiores y en seres humanos, aunque sus dosis ambientales fueran bajas. También se empezó a prestar atención a los llamados efectos subletales, es decir, aquellos que no matan directamente a un organismo pero que alteran su reproducción, crecimiento o comportamiento, con consecuencias a largo plazo para la supervivencia de poblaciones enteras. La ecotoxicología, en ese sentido, amplió la mirada: dejó de interesarse únicamente por el “efecto inmediato” de un veneno y se adentró en los impactos crónicos, acumulativos y difusos, que resultan muchas veces más dañinos y persistentes. Gracias a esta perspectiva, se comprendió, por ejemplo, por qué el adelgazamiento de las cáscaras de los huevos en aves rapaces era consecuencia de pesticidas organoclorados, o cómo el vertido de cadmio en ríos europeos afectaba no solo a los peces sino también a las comunidades humanas que dependían de ellos.

Hoy, casi medio siglo después de la propuesta de Truhaut, la ecotoxicología se ha convertido en una disciplina central en la gestión ambiental y en la elaboración de políticas públicas. Sus métodos permiten evaluar riesgos de nuevos pesticidas y fármacos antes de su aprobación, analizar la dispersión de contaminantes emergentes como microplásticos, disruptores endocrinos o nanomateriales, y diseñar regulaciones internacionales como el Convenio de Estocolmo sobre contaminantes orgánicos persistentes. Sin embargo, el espíritu original de la definición de 1977 sigue vigente: la ecotoxicología no se limita a proteger la salud humana, sino que busca salvaguardar el equilibrio de los ecosistemas y la biosfera en su conjunto. En un planeta interconectado, donde las actividades locales tienen efectos globales, esta disciplina se ha convertido en una brújula indispensable para entender la huella química de nuestra civilización. En última instancia, la lección que nos legó René Truhaut es que los contaminantes no reconocen fronteras ni especies, y que solo una ciencia capaz de integrar toxicología y ecología puede aspirar a proteger la vida en toda su diversidad. La ecotoxicología, nacida de la conjunción entre química, biología e historia ambiental, representa un ejemplo paradigmático de cómo el conocimiento científico evoluciona en respuesta a los desafíos que la humanidad plantea a la naturaleza.

René Truhaut, ‘Ecotoxicology: Objectives, Principles and Perspectives’, Environmental Health Perspectives, vol. 20 (1977), pp. 102–107.